Lo es

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

 

Lo es es la continuación del extraordinario fenómeno editorial Las cenizas de Ángela que fue galardonada con el premio Pulitzer.

En este libro el autor narra sus experiencias como emigrante cuando, a los 19 años, cumpliendo un sueño largamente alimentado, llega a Nueva York.

Durante su primer trabajo en un hotel entre muy pronto en contacto con las estrictas jerarquías de una sociedad supuestamente sin clases sociales. Más tarde, tras superar obstáculos de todo tipo, tiene por fin la oportunidad de entrar en la Universidad de Nueva York, donde completará sus estudios y se preparará para su futuro trabajo como profesor.

Frank McCourt

Lo es

Memorias II

ePUB v1.0

Enylu
13.01.12

Titulo original:
‘TIS

Edición original: Scribner, New York, 1999

Traducción de la edición inglesa: ALEJANDRO PAREJA

Diseño de cubierta: Ediciones Maeva. Fotografía de cubierta: Cortesía de
EL PAÍS.

6.ª edición: Mayo 2001

© 1999 by FRANK McCOURT

© 2001 by MAEVA EDICIONES

Benito de Castro, 6

28028 MADRID

[email protected]

http:\\www.maeva.es

ISBN: 84-95354-44-6

Depósito legal: M. 9115-2001

Fotocomposición: G-4, S. A.

Impresión: Gráficas Rógar, S. A.

Impreso en España / Printed in Spain

420 páginas

Este libro está dedicado

a mi hija Maggie, por su corazón cálido y penetrante,

y a mi esposa, Ellen, por haber unido su costado al mío.

Agradecimientos

Diversos amigos y familiares míos me han sonreído y me han otorgado diversas gracias: Nan Graham, Susan Moldow y Pat Eisemann, de Scribner; Sarah Mosher, que estuvo en Scribner; Molly Friedrich, Aaron Priest, Paul Cirone y Lucy Childs, de la agencia literaria Aaron Priest; los difuntos Tommy Butler, Mike Reardon y Nick Brown, sumos sacerdotes de la larga barra de La Cabeza del León; Paul Schiffman, poeta y marino, que ejercía en el mismo bar pero que se balanceaba con el mar; Sheila McKenna, Denis Duggan, Denis Smith, Jack Deacy, Pete Hamill, Bill Flanagan, Brian Brown, Terry Moran, Isiah Sheffer, Pat Mulligan, Gene Secunda, el difunto Paddy Clancy, el difunto Kevin Sullivan, todos ellos amigos de La Cabeza del León y del Club de los Primeros Viernes; naturalmente, mis hermanos, Alphonsus, Michael, Malachy, y sus esposas, Lynn, Joan, Diana; Robert y Cathy Frey, padres de Ellen.

Prólogo

Es tu sueño que se cumple.

Eso es lo que solía decir mi madre cuando éramos niños, en Irlanda, y se hacía realidad algún sueño que habíamos tenido. El que yo tenía una y otra vez era que entraba en un barco en la bahía de Nueva York, impresionado por los rascacielos que tenía delante. Yo se lo contaba a mis hermanos y ellos me tenían envidia por haber pasado una noche en América, hasta que ellos empezaron a asegurar que habían tenido también el mismo sueño. Sabían que era una manera segura de atraer la atención, aunque yo discutía con ellos, les decía que yo era el mayor, que aquel sueño era mío y que más les valía dejarlo en paz si no querían acabar mal. Ellos me decían que yo no tenía derecho a quedarme aquel sueño para mí solo, que cualquiera podía soñar con América en lo más oscuro de la noche y que yo no podía impedirlo de ningún modo. Yo les decía que sí podía impedírselo. No les dejaría dormir en toda la noche, ellos no soñarían nada en absoluto. Michael sólo tenía seis años y ya se reía al imaginarme a mí saltando de uno a otro para intentar impedir sus sueños con los rascacielos de Nueva York. Malachy decía que yo no podía hacer nada para evitar sus sueños, pues él había nacido en Brooklyn y podía soñar con América toda la noche y hasta bien entrado el día si quería. Yo recurrí a mi madre. Le dije que no era justo el modo en que toda la familia invadía mis sueños, y ella me dijo:

—Arrah,
por el amor de Dios, tómate el té y márchate a la escuela y deja de fastidiarnos con tus sueños.

Mi hermano Alphie sólo tenía dos años y estaba aprendiendo palabras, y se puso a dar golpes con una cuchara en la mesa y a cantar: «Fatidiarnos sueños, fatidiarnos sueños», hasta que todo el mundo se echó a reír y yo supe que podía compartir con él mis sueños en cualquier momento, así que ¿por qué no con Michael, por qué no con Malachy?

1

Cuando el vapor
Irish Oak
zarpó del puerto de Cork en octubre de 1949, esperábamos llegar a la ciudad de Nueva York al cabo de una semana. Pero después de dos días de navegación nos dijeron que íbamos a Montreal, en Canadá. Yo dije al primer oficial que sólo tenía cuarenta dólares y le pregunté si las Líneas Irlandesas me pagarían el billete de tren de Montreal a Nueva York. Él me dijo que no, que la compañía no se responsabilizaba. Me dijo que los cargueros son las putas del mar, que están dispuestos a hacer lo que sea para cualquiera. Se podría decir que un carguero es como el perro viejo de Murphy, que acompañaba a cualquier vagabundo durante un trecho del camino.

Dos días más tarde, las Líneas Irlandesas cambiaron de opinión y nos dieron la buena noticia: «Pongan rumbo a Nueva York», pero dos días después dijeron al capitán: «Pongan rumbo a Albany».

El primer oficial me dijo que Albany era una ciudad que estaba algo lejos, subiendo por el río Hudson, capital del estado de Nueva York. Me dijo que Albany tenía todo el encanto de Limerick, ja, ja, ja, que era un sitio estupendo para morirse, pero que no era un sitio donde a nadie le gustaría casarse ni criar a sus hijos. Él era de Dublin y sabía que yo era de Limerick, y cuando se burlaba de Limerick yo no sabía qué hacer. Me hubiera gustado hundirlo con un comentario agudo, pero me miraba al espejo, me veía la cara llena de espinillas, los ojos irritados y los dientes estropeados y me daba cuenta de que jamás podría plantar cara a nadie, y menos a un primer oficial que llevaba uniforme y que tenía por delante un futuro prometedor como capitán de su propio barco. Después me decía a mí mismo: «Al fin y al cabo, ¿por qué me va a importar lo que diga nadie acerca de Limerick? Allí no he pasado más que miseria.»

Después pasaba aquella cosa especial. Yo me sentaba en una tumbona, bajo el sol encantador de octubre, rodeado por el hermoso Atlántico azul, e intentaba imaginarme cómo sería Nueva York. Intentaba ver la Quinta Avenida o el Central Park o el Greenwich Village, donde todo el mundo parecía una estrella de cine, con bronceados potentes, con dentaduras blancas y relucientes. Pero Limerick me arrastraba al pasado. En vez de pasearme por la Quinta Avenida con el bronceado, con la dentadura, volvía a encontrarme en los callejones de Limerick, con las mujeres que estaban ante las puertas de las casas charlando y ciñéndose los chales sobre los hombros, con los niños que tenían la cara manchada de pan con mermelada, que jugaban y reían y llamaban llorando a sus madres. Veía a la gente en misa el domingo por la mañana, cuando corría un rumor por toda la iglesia cada vez que una persona debilitada por el hambre se desmayaba en el banco y tenían que sacarla al aire libre los hombres que estaban al fondo de la iglesia, quienes decían a todos: «Retírense, retírense, por el amor de Dios, ¿no ven que le falta aire?», y yo quería ser un hombre como ellos y decir a la gente que se retirara, porque aquello te otorgaba el derecho a quedarte fuera hasta que terminaba la misa, y entonces te podías ir a la taberna, y para eso te habías quedado de pie al fondo con todos los demás hombres desde el primer momento. Los hombres que no bebían se arrodillaban siempre en primera fila, junto al altar, para demostrar lo buenos que eran y que no les importaba que las tabernas cerrasen hasta el día del Juicio Final. Se sabían mejor que nadie las respuestas de la misa, y se persignaban, se ponían de pie, se arrodillaban y suspiraban al rezar como si sintieran el dolor de Nuestro Señor más que el resto de los fieles. Algunos habían renunciado por completo a la pinta, y éstos eran los peores, siempre estaban predicando los males de la pinta y despreciando a los que seguían todavía en sus garras, como si ellos fueran por el buen camino del cielo. Se comportaban como si el propio Dios fuera a dar la espalda a un hombre porque éste bebiera pintas, cuando todo el mundo sabía que rara vez se oía a un cura condenar desde el púlpito la pinta ni a los que la bebían. Los hombres que tenían sed se quedaban al fondo, dispuestos a salir por la puerta como rayos en cuanto el cura decía «
Ite
missa
est
,
podéis ir en paz». Se quedaban al fondo porque tenían las bocas secas y porque eran demasiado humildes como para pasar al frente con los sobrios. Yo me quedaba cerca de la puerta para oír a los hombres que murmuraban comentando lo lenta que era la misa. Iban a misa porque no ir es pecado mortal, aunque cabría preguntarse si no era un pecado más grave decir en broma al vecino que si aquel cura no se daba prisa te ibas a morir de sed allí mismo. Cuando salía a dar el sermón el padre White, se revolvían inquietos y gruñían quejándose de sus sermones, que eran los más lentos del mundo, mientras él levantaba los ojos al cielo y afirmaba que todos estábamos condenados, a no ser que nos reformásemos y nos consagrásemos por entero a la Virgen María. Mi tío Pa Keating hacía reír a los hombres, que se tapaban la boca con la mano, diciéndoles: «Yo me consagraría a la Virgen María si ella me diera una buena pinta de cerveza negra con su espuma». Yo quería estar allí con mi tío Pa Keating, hecho una persona mayor con pantalones largos y quedarme de pie al fondo con los hombres, tener una sed grande y reírme tapándome la boca con la mano.

Yo me quedaba sentado en aquella tumbona y me asomaba al interior de mi cabeza, y me veía a mí mismo recorriendo en bicicleta la ciudad de Limerick y el campo para repartir telegramas. Me veía por la mañana temprano en bicicleta por las carreteras del campo mientras la niebla se despejaba en los campos y las vacas me dirigían algún que otro mugido y los perros me perseguían hasta que yo los ahuyentaba tirándoles piedras. Oía a los niños de pecho que lloraban en las granjas llamando a sus madres y a los granjeros que volvían a llevar las vacas a los prados, a golpes de vara, después del ordeño.

Y me echaba a llorar yo solo sentado en aquella tumbona, rodeado por el hermoso Atlántico, rumbo a Nueva York, la ciudad de mis sueños donde yo tendría el bronceado dorado, la dentadura blanca, deslumbrante. Me preguntaba qué me pasaba, en nombre del cielo, para echar de menos ya a Limerick, la ciudad de las miserias grises, el lugar donde yo había soñado con huir a Nueva York. Oía la advertencia de mi madre: «Más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer.»

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