Lo es (36 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Sí, quizás pudiera volver a pasarse por aquí cuando no hable como un irlandesito recién desembarcado, ja, ja, ja.

Me dice que mientras tanto deberé tratarme con mi propia gente, que él mismo es irlandés, bueno, tiene tres cuartas partes de irlandés, y con otra gente no se sabe.

Cuando me tomo una cerveza con Andy Peters le digo que no encontraré trabajo en la enseñanza hasta que gane peso y parezca mayor y hable como un americano.

—Mierda —me dice—. Olvídate de la enseñanza. Dedícate a los negocios. Especialízate en algo. En tapacubos. Monopoliza el mercado. Te pones a trabajar en un taller de automóviles y aprendes todo lo que puedes de los tapacubos. Cuando la gente viene al taller y habla de tapacubos, todos acuden a ti. Hay una crisis de tapacubos, ya sabes, cuando se suelta un tapacubos, sale volando por el aire y decapita a un ama de casa modélica, y todas las emisoras de televisión solicitan tu opinión de experto. Entonces te estableces por tu cuenta. El Gran Almacén de Tapacubos de McCourt. Tapacubos Extranjeros y Nacionales, Nuevos y Usados. Tapacubos Antiguos para el Coleccionista Entendido.

Le pregunto si habla en serio.

Me dice que quizás no en lo de los tapacubos.

—Mira lo que hacen en el mundo académico —dice—. Monopolizas un cuarto de hectárea del conocimiento humano: las imágenes fálicas de Chaucer en «La dueña de Bath», o la devoción de Swift por la mierda, y lo rodeas con una cerca. Adornas la cerca de notas a pie de página y de bibliografías. Pones un letrero: «Prohibido el paso so pena de perder el cargo». Yo mismo me dedico a la noble búsqueda de un filósofo mongol. Había pensado monopolizar el mercado de algún filósofo irlandés, pero sólo encontré a Berkeley, y ya le han echado la zarpa. Un filósofo irlandés, por Dios. Uno solo. ¿Es que tu gente no medita nunca? De modo que me tengo que quedar con los mongoles o con los chinos, y seguramente tendré que aprender mongol, o chino, o el demonio de lengua que hablen allí, y cuando lo encuentre será sólo mío. ¿Cuándo fue la última vez que oíste hablar de algún filósofo mongol en esos cócteles del East Side que tanto te gustan a ti? Me sacaré el doctorado, escribiré algunos artículos sobre mi mongol en oscuras publicaciones eruditas. Daré doctas conferencias ante orientalistas bebidos en las convenciones de la MLA y esperaré a que caigan las ofertas de trabajo de las universidades de la
Ivy League
y de sus primas. Me armaré de una chaqueta de
tweed
, de una pipa y de unos modales ampulosos, y las esposas de los profesores se me echarán encima, suplicándome que recite, en inglés, poesías mongolas eróticas que han sido introducidas clandestinamente en el país, en el culo de un yak o de un panda del zoo del Bronx. Y te diré otra cosa, un consejito por si vas a los cursos de postgraduado. Cuando hagas un curso, entérate siempre de qué trataba la tesis doctoral del catedrático y suéltasela. Si el tío está especializado en las imágenes acuáticas de Tennyson, empápale con ellas. Si el tío está especializado en George Berkeley, dale el sonido de la palmada de una sola mano mientras cae un árbol en el bosque. ¿Cómo crees que he superado yo esos jodidos cursos de filosofía en la Universidad de Nueva York? Si el tío es católico, le suelto a Tomás de Aquino. ¿Que es judío? Le suelto a Maimónides. ¿Que es agnóstico? Nunca se sabe lo que tienes que decir a un agnóstico. Con ésos no sabes nunca a qué atenerte, aunque siempre puedes probar con el viejo Nietzsche. A ese viejo pendejo lo puedes doblar en el sentido que quieras.

Andy me dice que Bird fue el americano más grande que ha existido, a la altura de Abraham Lincoln y de Max Kiss, el tipo que inventó el Ex-Lax. A Bird deberían darle el premio Nobel y un escaño en la Cámara de los Lores.

—¿Quién es Bird?

—En nombre del cielo, McCourt. Me preocupas. Me dices que te gusta el jazz y no has oído hablar de Bird. Charlie Parker, hombre. Mozart. ¿Me estás escuchando? ¿Te enteras? Mozart, en nombre del cielo. Ese es Charlie Parker.

—¿Qué tiene que ver Charlie Parker con los puestos de trabajo en la enseñanza, o con los tapacubos, o con Maimónides, o con ninguna otra cosa?

—Mira, McCourt, éste es tu problema: que siempre estás buscando la pertinencia; eres un fanático de la lógica. Por eso no tenéis filósofos los irlandeses. Muchos malditos teólogos de bar y abogados de cagadero. Suéltate, hombre. El jueves por la noche termino de trabajar temprano y nos daremos una vuelta por la calle Cincuenta y Dos para oír algo de música. ¿De acuerdo?

Vamos de club en club hasta que llegamos a un sitio donde una mujer negra con un vestido blanco grazna a un micrófono y se agarra a él como si estuviera en un barco que se bambolease.

—Esa es Billie —susurra Andy—, y es una vergüenza que la dejen subir ahí a hacer el ridículo.

Va hasta el escenario e intenta darle la mano para ayudarla a bajar, pero ella le insulta y le intenta dar puñetazos hasta que tropieza y se cae del escenario. Otro hombre se levanta de su taburete y la lleva hasta la puerta, y los sonidos claros que oigo entre sus graznidos me dan a entender que era Billie Holiday, la voz que yo oía en la emisora de las Fuerzas Armadas Americanas cuando era niño en Limerick, una voz pura que me decía: «No te puedo dar más que amor, baby.»

—Esto es lo que pasa —dice Andy.

—¿Qué quieres decir con que eso es lo que pasa?

—Quiero decir que eso es lo que pasa, nada más. Jesús, ¿es que te tengo que escribir un libro?

—¿Cómo conoces a Billie Holiday?

—He amado a Billie Holiday desde que era niño. Vengo a la calle Cincuenta y Dos para verla fugazmente. Le ayudaría a ponerse el abrigo. Le fregaría el retrete. Le prepararía el agua del baño. Besaría el suelo que pisa. Le dije que me expulsaron del ejército por no joderme a una oveja francesa y ella opinó que debían escribir una canción sobre ello. No sé qué piensa hacer Dios conmigo en la vida siguiente, pero yo no pienso ir si no puedo sentarme entre Billie y Bird para toda la eternidad.

A mediados de marzo de 1958 aparece otro anuncio en el periódico: Puesto de profesor de Lengua Inglesa en el Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, en la isla de Staten. La directora adjunta, la señorita Seested, examina mi licencia y me acompaña a ver al director, Moses Sorola, quien no se mueve del sillón de detrás de su escritorio, desde el que me mira con los ojos entrecerrados a través de una nube de humo que le ha salido de la nariz y del cigarrillo que tiene en la mano. Dice que se trata de una situación de emergencia. La profesora a la que voy a sustituir, la señorita Mudd, ha tomado repentinamente la decisión de jubilarse en pleno curso. Dice que los profesores que se comportan así tienen muy poca consideración y que hacen muy difícil la vida a los directores. Me dice que no dispone de un programa completo de Lengua Inglesa para mí, que tendría que dar cada día tres clases de Sociales y dos de Lengua Inglesa.

—Pero yo no sé nada de Sociales.

Suelta una bocanada de humo, entrecierra los ojos, me dice que no me preocupe y me acompaña al despacho del jefe de estudios en funciones, quien me dice que voy a impartir tres clases de Ciudadanía Económica y que éste es el libro de texto,
Tu mundo y tú
. El señor Sorola sonríe entre el humo y dice:


Tu mundo y tú
. Lo cubre casi todo.

Yo le digo que no sé nada de economía ni de ciudadanía, y él me dice:

—Bastará con que vaya algunas páginas por delante de los chicos. Todo lo que les diga será una novedad para ellos. Dígales que estamos en 1958, dígales cómo se llaman, dígales que viven en la isla de Staten, y ellos se quedarán sorprendidos y agradecidos por la información. Al final del curso, hasta el nombre de usted será una novedad para ellos. Olvídese de sus cursos de literatura de la universidad. Esto no es para grandes inteligencias.

Me acompaña a ver a la señorita Mudd, la profesora a la que sustituyo. Cuando abre la puerta del aula, hay chicos y chicas asomados por la ventana hablando a voces con otros que están al otro lado del patio. La señorita Mudd está sentada tras su escritorio, leyendo folletos de viajes y sin hacer caso del avión de papel que le pasa zumbando por encima de la cabeza.

La señorita Mudd se ha jubilado.

El señor Sorola se marcha del aula y ella dice:

—Así es, joven. No veo el momento de marcharme de aquí. ¿Qué día es hoy? ¿Miércoles? El viernes es mi último día, y tengo mucho gusto en cederle este manicomio. Llevo treinta y dos años en esto, y ¿a quién le importa? ¿A los chicos? ¿A los padres? ¿A quién le importa una mierda, joven, y perdone la manera de señalar? Nosotros enseñamos a sus mocosos y ellos nos pagan como a lavaplatos. ¿Qué año era? Mil novecientos veintiséis. Llegó a presidente Calvin Coolidge. Llegué yo. Trabajé durante todo su mandato, y durante todo el mandato del hombre de la depresión, Hoover, y el de Roosevelt, y el de Truman, y el de Eisenhower. Mire por esa ventana. Desde aquí hay una buena vista de la bahía de Nueva York, y el lunes por la mañana, si esos chicos no lo están volviendo loco, verá pasar un barco grande, y yo estaré en cubierta despidiéndome con la mano, hijo, despidiéndome con la mano y sonriendo, porque hay dos cosas que no quiero volver a ver en mi vida, si Dios quiere: la isla de Staten y los chicos. Monstruos, monstruos. Mírelos. Más le valdría trabajar con los chimpancés del zoo del Bronx. ¿En qué año estamos? En mil novecientos cincuenta y ocho. ¿Cómo he podido aguantar? Habría que ser Joe Louis. Así que, buena suerte, hijo. Le hará falta.

36

Antes de marcharme el señor Sorola me dice que debo volver al día siguiente para observar a la señorita Mudd en sus cinco clases. Así aprendería algo de los procedimientos. Me dice que los procedimientos constituyen la mitad de la enseñanza, y yo no sé de qué me habla. No sé cómo interpretar la sonrisa que veo entre el humo del cigarrillo, y me pregunto si está de broma. Empuja hacia mí sobre su escritorio mi programa escrito a máquina, tres clases de CE, Ciudadanía Económica, dos clases de E4, segundo curso de Lengua Inglesa en el cuarto trimestre. En la parte superior de la ficha de programa dice: «Clase Oficial, PRA», y al final dice: «Encargo de Edificio, cafetería del instituto, quinta hora». No pregunto al señor Sorola lo que significan estas cosas por miedo a que me tome por ignorante y revoque su decisión de contratarme.

Cuando bajo la cuesta camino del transbordador, una voz de chico grita:

—Señor McCourt, señor McCourt, ¿es usted el señor McCourt?

—Lo soy.

—El señor Sorola quiere volver a verlo.

Subo la cuesta siguiendo al estudiante y sé por qué quiere volver a verme el señor Sorola. Ha cambiado de opinión. Ha encontrado a una persona con experiencia, a una persona que entiende los procedimientos, a una persona que sabe lo que es una clase oficial. Si no consigo este trabajo tendré que ponerme a buscar de nuevo.

El señor Sorola está esperando en la puerta principal del instituto. Se deja el cigarrillo colgado de la boca y me pone la mano en el hombro.

—Tengo buenas noticias para usted —me dice—. El puesto ha quedado libre antes de lo que esperábamos. La señorita Mudd ha debido de llevarse una buena impresión de usted, pues ha decidido marcharse hoy. De hecho, se ha marchado, por la puerta trasera, y apenas es mediodía. Así que habíamos pensado que usted podría hacerse cargo mañana y así no tendría que esperar hasta el lunes.

—Pero yo...

—Sí, ya lo sé. No está preparado. No importa. Le daremos algún material para que los chicos estén ocupados hasta que usted le coja el tranquillo, y yo me daré una vuelta por allí de vez en cuando para mantenerlos a raya.

Me dice que ésta es mi oportunidad dorada para meterme de cabeza y para empezar mi carrera profesional en la enseñanza. Soy joven, los chicos me caerán bien, yo les caeré bien a ellos, el Instituto McKee tiene un claustro de profesores fenomenal, todos ellos dispuestos a brindarme ayuda y apoyo.

Naturalmente, digo que sí, que estaré allí al día siguiente. No es el trabajo de profesor de mis sueños, pero tendrá que bastarme, pues no puedo encontrar otra cosa. Me siento en el transbordador de la isla de Staten acordándome de los representantes de los institutos de los barrios residenciales que acudían a la Universidad de Nueva York a seleccionar a profesores, cómo me decían que yo parecía inteligente y entusiasta, pero que, sinceramente, mi acento sería problemático. Eso sí, tenían que reconocer que era encantador, que les recordaba a Barry Fitzgerald, tan agradable, en
Siguiendo mi camino
, pero pero pero. Decían que en sus colegios había un buen nivel de lenguaje y que no sería posible hacer una excepción en mi caso, pues el deje irlandés era contagioso, y ¿qué dirían los padres si se presentaban sus hijos en casa hablando como Barry Fitzgerald o como Maureen O'Hara?

Yo quería trabajar en uno de sus colegios de los barrios residenciales de las afueras, en Long Island, en Westchester, donde los chicos y las chicas eran listos, alegres, sonrientes, atentos, tenían la pluma dispuesta mientras yo disertaba sobre
Beowulf, Los cuentos de Canterbury
, los Poetas Caballeros, los metafísicos. Me admirarían, y cuando los chicos y las chicas hubieran aprobado mis asignaturas, sus padres me invitarían sin duda a cenar en las mejores casas. Las madres jóvenes vendrían a hablarme de sus hijos, y quién sabe lo que podía pasar cuando no estaban los maridos, los hombres del traje gris, y yo deambulaba por los barrios residenciales persiguiendo a las esposas solitarias.

Tendré que olvidarme de los barrios residenciales. Tengo aquí, en mi regazo, el libro que me ayudará a superar mi primer día de enseñanza,
Tu mundo y tú
, y hojeo sus páginas que presentan una breve historia de los Estados Unidos desde el punto de vista económico, capítulos sobre la administración de los Estados Unidos, el sistema bancario, cómo interpretar las cotizaciones de Bolsa, cómo abrir una cuenta de ahorro, cómo llevar las cuentas domésticas, cómo conseguir créditos e hipotecas.

Al final de cada capítulo hay preguntas de datos y preguntas para el debate. ¿Cuáles fueron las causas de la caída de la Bolsa en 1929? ¿Cómo se puede evitar en el futuro? Si quieres ahorrar dinero y percibir intereses, ¿qué harás? (a) Guardarlo en un tarro (b) Invertirlo en la Bolsa japonesa (c) Meterlo debajo del colchón (d) Guardarlo en una cuenta de ahorros.

Hay sugerencias de actividades, con comentarios escritos a lápiz por un estudiante anterior. Reúne a tu familia y comenta con tu papá y tu mamá la economía de la familia. Muéstrales cómo pueden mejorar su contabilidad con lo que has aprendido con este libro. (Comentario: No te sorprendas si te pegan una paliza.) Visita con tu clase la Bolsa de Nueva York. (Se alegrarán de pasar un día sin clase.) Piensa en algún producto que pueda necesitar tu comunidad y pon en marcha una empresa pequeña para servirlo. (Prueba con los afrodisíacos.) Escribe a la Junta de la Reserva Federal dándoles tu opinión de ellos. (Diles que dejen un poco para los demás.) Entrevista a varias personas que recuerden la caída de la Bolsa de 1929 y redacta un informe de mil palabras. (Pregúntales por qué no se suicidaron.) Escribe un cuento en el que tú explicas el patrón oro a un niño de diez años. (Le ayudará a quedarse dormido.) Redacta un informe sobre lo que costó construir el puente de Brooklyn y sobre lo que podría costar ahora. Da datos concretos. (O te la cargas.)

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