Lo es (37 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

El transbordador pasa cerca de la isla de Ellis y de la estatua de la Libertad y yo estoy tan preocupado por la Ciudadanía Económica que ni siquiera pienso en los millones de personas que desembarcaron aquí, ni en aquéllos a los que obligaron a volver con los ojos enfermos y con el pecho débil. No sé cómo seré capaz de plantarme delante de esos adolescentes americanos y de hablarles de los tres poderes del Estado y de predicarles las virtudes del ahorro, cuando yo, personalmente, debo dinero por todas partes. Y ahora que el transbordador se desliza en su amarradero, y con el día que me espera mañana, ¿por qué no me voy a regalar con unas cuantas cervezas en el bar de la Olla de Judías? Y después de esas cuantas cervezas, ¿por qué no voy a coger un tren hasta la Taberna del Caballo Blanco, en el Greenwich Village, para charlar con Paddy y con Tom Clancy y oírles cantar en la sala del fondo? Cuando llamo a Mike para darle la buena noticia del nuevo trabajo, ella me pregunta dónde estoy y me suelta un sermón sobre lo estúpido que es salir a beber cerveza la noche anterior al día más importante de mi vida, y me dice que más me vale traer el culo a casa si sé lo que me conviene. A veces habla como su abuela, quien siempre te está diciendo lo que tienes que hacer con el culo. Trae aquí el culo. Saca el culo de esa cama.

Mike tiene razón, pero es que ella estudió el bachillerato y sabrá lo que debe decir a sus clases cuando empiece a ejercer, y aunque yo tengo la licenciatura no sé lo que debo decir a las clases de la señorita Mudd. ¿Debo ser Robert Donat en
Adiós, mister Chips
, o Glenn Ford, en
Semilla de maldad
? ¿Debo entrar en el aula contoneándome como James Cagney, o debo irrumpir como un maestro irlandés, con una vara, una correa y un rugido? Si un alumno me tira zumbando un avión de papel, ¿debo encararme con él y decirle que como lo intentes otra vez, chico, te la cargas? ¿Qué debo hacer con los que se asoman por la ventana a llamar a gritos a sus amigos del otro lado del patio? Si se parecen a algunos de los alumnos de
Semilla de maldad
, serán duros, no me harán caso y el resto de la clase me despreciará.

Paddy Clancy deja de cantar en la sala del fondo del Caballo Blanco y me dice que no le gustaría estar en mi pellejo por nada del mundo. Todo el mundo sabe lo que son los institutos de secundaria en este país, eso es, selvas con pizarras. Con mi título universitario, ¿por qué no me he hecho abogado, u hombre de negocios, o cualquier cosa con la que pudiera ganar algo de dinero? Él conoce a varios profesores del Village y lo dejan en cuanto pueden.

Y tiene razón. Todo el mundo tiene razón, y con toda la cerveza que tengo en el cuerpo yo estoy demasiado confuso como para seguir preocupándome. Voy a mi apartamento y caigo en mi cama con toda la ropa puesta y, a pesar de que estoy agotado de la larga jornada y con la cerveza, no puedo dormir. Me levanto constantemente a leer capítulos de
Tu mundo y tú
, me pongo a prueba con las preguntas de datos, me imagino lo que voy a decir de la Bolsa, de la diferencia entre acciones y obligaciones, de los tres poderes del Estado, de la recesión de tal año, de la depresión de tal otro, y más me vale levantarme, salir y llenarme de café para que me saque adelante durante el resto del día.

Al amanecer me siento en un café de la calle Hudson con estibadores, camioneros, almacenistas, contadores. ¿Por qué no voy a vivir como ellos? Trabajan sus ocho horas al día, leen el
Daily News
, siguen el béisbol, se toman unas cervezas, van a sus casas con sus esposas, crían a sus hijos. Les pagan mejor que a los profesores y no tienen que preocuparse de
Tu mundo y tú
ni de los adolescentes enloquecidos por el sexo que no quieren estar en tu clase. Los trabajadores se pueden jubilar al cabo de veinte años y ponerse a tomar el sol en Florida esperando la hora de comer y de cenar. Yo podría llamar al Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee y decirles: «Olvídenlo, quiero hacer una vida más tranquila.» Podría decir al señor Sorola que en el Almacén Baker y Williams buscan un contador, un trabajo que yo podría conseguir fácilmente con mi título universitario, y lo único que tendría que hacer el resto de mi vida sería estar de pie en el muelle de carga con albaranes en una libreta, comprobando lo que entra y lo que sale.

Entonces pienso lo que diría Mike Small si le digo: «No, hoy no he ido al Instituto McKee. He aceptado un puesto de contador en Baker y Williams.» Le daría una rabieta. Diría: «¿Tanto trabajo en la universidad para ser un maldito contador en el puerto?» Podría echarme de la casa y volver a los brazos de Bob, el jugador de fútbol americano, y yo estaría solo en el mundo, obligado a ir a los bailes irlandeses y a acompañar a su casa a las chicas que reservan su cuerpo para la noche de bodas.

Me avergüenzo de presentarme en este estado en mi primer día de profesor, con resaca de la Taberna del Caballo Blanco, dando botes por las siete tazas de café que me he tomado esta mañana, con los ojos como dos agujeros de meadas en la nieve, con barba negra de dos días en la cara, con la lengua saburrosa por falta de cepillo de dientes, con el corazón que me palpita en el pecho de fatiga y del miedo a las docenas de adolescentes americanos. Me arrepiento de haber salido de Limerick. Ahora podría seguir allí con un trabajo en Correos con derecho a pensión, siendo cartero, respetado por todos, casado con una chica agradable llamada Maura, criando a dos hijos, confesando mis pecados todos los sábados, en gracia de Dios todos los domingos, un baluarte de la comunidad, el orgullo de mi madre, muriendo en el seno de la Santa Madre Iglesia, llorado por un círculo numeroso de amigos y de parientes.

Hay un estibador sentado en una mesa del café que dice a un amigo suyo que su hijo se va a licenciar en junio en la Universidad Saint John, que él se ha estado partiendo el culo a trabajar todos esos años para enviar al chico a la universidad y que es el hombre más afortunado del mundo porque su hijo valora lo que hace por él. El día de la entrega de licenciaturas se felicitará a sí mismo por haber salido vivo de una guerra y por haber enviado a un hijo a la universidad, a un hijo que quiere ser profesor. Su madre está muy orgullosa de él porque ella también había querido ser profesora pero no había tenido la oportunidad, y esto es el premio de consolación. El día de la entrega de licenciaturas serán los padres más orgullosos del mundo, y eso es lo que importa, ¿verdad?

Si este estibador y Horace, el de los Almacenes Portuarios, supieran lo que estaba pensando yo, no tendrían paciencia conmigo. Me hablarían de la suerte que tengo de tener título universitario y la oportunidad de ser profesor.

La secretaria del instituto me dice que vaya a ver a la señorita Seested, quien me dice que vaya a ver al señor Sorola, quien me dice que vaya a ver al jefe de estudios, quien me dice que tengo que pasarme a ver a la secretaria del instituto para que me de mi tarjeta de fichar, y que por qué me enviaban a hablar con él, en todo caso.

La secretaria del instituto me dice: «Ah, ¿ya está otra vez por aquí?», y me enseña a meter la tarjeta en el reloj de fichar, a ponerla en mi ranura del lado de dentro y a pasarla al lado de fuera. Dice que siempre que tenga que salir del edificio, por cualquier motivo, incluso en mi hora de la comida, tengo que fichar al salir y volver a fichar al entrar, en su oficina, porque nunca se sabe cuándo puede hacer falta, nunca se sabe cuándo puede haber una emergencia, y no se puede consentir que los profesores entren y salgan, que vayan de aquí para allá a su aire. Me dice que vaya a ver a la señorita Seested, que pone cara de sorpresa. «Ah, otra vez por aquí», dice, y me da un libro de fichas rojo Delaney, el registro de asistencia a mis clases.

—Sabrá cumplimentarlo, claro —me dice, y yo finjo que sí por miedo a que me tome por tonto. Me manda de nuevo a la secretaria de la escuela para que recoja mi registro de asistencia a mi tutoría y tengo que mentir también a la secretaria diciéndole que sé cumplimentarlo. Dice que si tengo algún problema pregunte a los chicos. Saben más que los profesores.

Estoy temblando con la resaca y el café y el miedo a lo que me espera, cinco clases, una tutoría, un Encargo de Edificio, y me gustaría estar en el transbordador rumbo a Manhattan, donde podría sentarme ante un escritorio de un banco y tomar decisiones acerca de los créditos.

Los estudiantes me empujan en el pasillo. Dan empujones, forcejean y se ríen. ¿Es que no saben que yo soy profesor? ¿Es que no ven que llevo debajo del brazo dos registros de asistencia y
Tu mundo y tú
? Los maestros de Limerick no habrían consentido jamás ese desorden. Recorrían los pasillos con varas, y si no andabas como era debido, te daban con la vara en las piernas, vaya que sí.

Y ¿qué debo hacer con esta clase, la primera de toda mi vida profesional como profesor, con estos estudiantes de Ciudadanía Económica que se arrojan unos a otros tiza, gomas de borrar, bocadillos de mortadela? Sin duda, cuando entre y ponga los libros en el escritorio del profesor dejarán de tirar cosas. Pero no. No me hacen caso y yo no sé qué hacer hasta que salen de mi boca las palabras, las primeras palabras que pronuncio en mi vida como profesor: «Dejad de tirar bocadillos.» Me miran como diciéndose: ¿Quién es este tipo?

El timbre señala el comienzo de la clase y los estudiantes se deslizan en sus asientos. Se intercambian murmullos, me miran, se ríen, vuelven a murmurar, y yo lamento haber llegado a pisar la isla de Staten. Se vuelven a mirar la pizarra que está en la pared lateral del aula, donde alguien ha escrito con grandes letras:
La señorita Mudd se ha marchado. La vejestoria se ha jubilado
, y cuando ven que lo estoy mirando vuelven a murmurar y a reírse. Abro mi ejemplar de
Tu mundo y tú
, como disponiéndome a impartir una lección, y entonces una muchacha levanta la mano.

—¿Sí?

—Profesor, ¿no va a pasar lista?

—Ah, sí, voy a pasar lista.

—Ese es mi trabajo, profesor.

Cuando sube contoneándose por el pasillo central hasta mi mesa, los chicos hacen ruidos, bu, bu, y ¿qué vas a hacer durante el resto de mi vida, Daniela? Se coloca detrás de mi escritorio, mira a la clase, y cuando se inclina para abrir el libro de fichas se aprecia claramente que la blusa le viene demasiado pequeña, y eso hace empezar de nuevo el bu, bu.

Ella sonríe porque sabe lo mismo que nos decían los libros de psicología en la Universidad de Nueva York, que una muchacha de quince años lleva un adelanto de varios años a un muchacho de esa misma edad, y que no significa nada que la inunden a bu, bus. Me dice en voz baja que ella ya sale con un estudiante de último curso, con un jugador de fútbol americano del Instituto Curtis, donde todos los chicos son listos y no son un montón de mecánicos de automóviles pringados de grasa como los de esta clase. Los chicos también lo saben, y por eso fingen llevarse las manos al corazón y desmayarse cuando ella lee sus nombres de las fichas. Tarda lo suyo con el registro de asistencia y yo, como un tonto, me quedo de pie a un lado, esperando. Sé que está provocando a los chicos, y me pregunto si también está jugando conmigo, demostrándome cómo controla a los chicos con una blusa bien rellena e impidiéndome hacer lo que yo quiera hacer respecto de la Ciudadanía Económica. Cada vez que lee el nombre de alguien que no asistió ayer, le pide un justificante de sus padres, y si el ausente no lo tiene ella le riñe y escribe una N en la ficha. Recuerda a la clase que con cinco N puedes llevarte un suspenso en tus notas y se vuelve a mí:

—¿Verdad que sí, profesor?

Yo no sé qué decir. Asiento con la cabeza. Me sonrojo.

—Oiga, profe, es usted cuco —dice otra muchacha en voz alta, y yo me sonrojo más que nunca. Los chicos se ríen a carcajadas y dan palmadas en la parte superior de los pupitres, y las chicas se sonríen las unas a las otras.

—Estás loca, Yvonne —dicen a la que me ha llamado cuco, y ella les dice:

—Pero lo es, es cuco de verdad.

Y yo me pregunto si se me quitará alguna vez el rubor de la cara, si llegaré a ser capaz de ponerme ahí de pie y de hablar de la Ciudadanía Económica, si estaré siempre a merced de Daniela y de Yvonne.

Daniela dice que ha terminado de pasar lista y que ahora necesita el pase para ir al baño. Coge de un cajón un trozo de madera y sale por la puerta balanceándose al andar mientras suena otro coro de bu, bus, y un chico dice en voz alta a otro:

—Joey, ponte de pie, Joey, vamos a ver cuánto la quieres, queremos verte de pie, Joey.

Y Joey se sonroja tanto que hay una oleada de risas y de risitas por el aula.

Ha pasado la mitad de la hora y todavía no he dicho una sola palabra de Ciudadanía Económica. Intento ser profesor, maestro. Tomo
Tu mundo y tú
y les digo:

—Muy bien, abrid el libro por el capítulo, esto, ¿por qué capítulo ibais?

—No íbamos por un capítulo.

—¿Quieres decir que no ibais por ningún capítulo? Ningún capítulo.

—No, lo que quiero decir es que no íbamos por un capítulo. La señorita Mudd no nos enseñaba
na
.

—La señorita Mudd no os enseñaba nada. Nada.

—Oiga, profesor, ¿por qué repite todo lo que digo? Na, nada. La señorita Mudd no nos molestaba nunca de esa manera. La señorita Mudd era buena.

Los demás asienten con la cabeza y murmuran: «Sí, la señorita Mudd era buena», y yo tengo la impresión de que debo competir con ella, a pesar de que ellos la hicieran jubilarse.

Alguien levanta la mano.

—¿Sí?

—Profesor, ¿es usted escocés o algo así?

—No. Irlandés.

—¿Ah, sí? A los irlandeses les gusta beber, ¿eh? Mucho whiskey, ¿eh? ¿Va a venir el día de Paddy?

—Vendré el día de San Patricio.

—¿No estará borracho y vomitando en el desfile como todos los irlandeses?

—He dicho que vendré. Está bien, abrid los libros.

Una mano.

—¿Qué libros, profesor?

—Este libro,
Tu mundo y tú
.

—Ese libro no lo hemos pillao, profesor.

—Ese libro no lo tenemos.

—Ya está repitiendo todo lo que decimos.

—Tenemos que hablar como es debido.

—Profesor, esta clase no es de Lengua. Esta es Zrudadanía Ecronómica. Se supone que debemos aprender cosas del dinero y todo eso y usted no nos enseña cosas del dinero.

Daniela vuelve en el momento en que se levanta otra mano.

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