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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Y cuando recibiste ese libro, ¿no lo recibieron también los demás de la clase?

Siento que el corazón me palpita con fuerza y estoy irritado porque, aunque yo sea un profesor nuevo, ésta es mi clase y nadie tiene por qué irrumpir aquí y poner en un apuro a uno de mis alumnos y, Dios, tengo que decir algo. Tengo que interponerme entre este muchacho y el jefe de estudios.

—Ya se lo he preguntado a Julio —digo al jefe de estudios—. Ese día faltó a clase y la señorita Mudd le dio el libro al final del día.

—Conque sí. ¿Es verdad eso, Julio?

—Sí.

—Y los demás, ¿cuándo recibisteis los libros?

Se produce un silencio. Saben que he mentido y Julio sabe que he mentido, y el jefe de estudios sospecha seguramente que he mentido, pero no sabe qué hacer.

—Llegaremos al fondo de la cuestión —dice, y se marcha.

Corre la voz de clase en clase, y al día siguiente hay un libro en cada pupitre,
Tu mundo y tú
y
Silas Marner
, y cuando vuelve el jefe de estudios con el señor Sorola no sabe qué decir. El señor Sorola esboza su sonrisita.

—De modo, señor McCourt, que hemos vuelto al trabajo, ¿eh?

Puede que haya libros en todas las mesas en este día en que los alumnos y el profesor se han unido para hacer frente común ante los intrusos, al jefe de estudios, al director, pero cuando éstos se marchan termina la luna de miel y hay un coro de protestas por estos libros, por lo aburridos que son, por lo pesados que son, y ¿por qué tienen que traerlos al instituto todos los días? Los estudiantes de Lengua Inglesa dicen que, bueno
, Silas Marner
es un libro pequeño, pero para traer
Gigantes en la tierra
hay que haber desayunado bien, con lo gordo y lo aburrido que es. ¿Tendrán que traerlo todos los días? ¿Por qué no pueden dejarlo en el armario del aula?

—¿Cómo vais a leerlo si lo dejáis en el armario?

—¿Por qué no podemos leerlo en clase? Todos los demás profesores dicen a sus clases: Bueno, Henry, lee tú la página diecinueve, bueno, Nancy, lee tú la página veinte, y así es como terminan el libro, y cuando están leyendo podemos bajar la cabeza y echar una siesta, ja, ja, ja, sólo era una broma, señor McCourt.

38

En Manhattan mi hermano Malachy lleva con dos socios un bar llamado El Bar de Malachy. Hace teatro con la compañía Actores Irlandeses, sale en la radio y en la televisión y su nombre aparece en los periódicos. Eso me da fama en el Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee. Ahora mis alumnos saben cómo me llamo y ya no soy el señor McCoy.

—Oiga, señor McCourt, he visto a su hermano en la televisión. Es un tío loco.

—Señor McCourt, mi madre ha visto a su hermano en la televisión.

—Señor McCourt, ¿por qué no sale usted en la televisión? ¿Por qué no es más que un profesor?

—Señor McCourt, usted tiene acento irlandés. ¿Por qué no puede ser divertido como su hermano?

—Señor McCourt, usted podría salir en la televisión. Podría hacer una historia de amor con la señorita Mudd, cogerla de la mano en un barco y besarle la cara vieja y arrugada.

Los profesores que se aventuran a ir al centro, a Manhattan, me dicen que ven a Malachy en el teatro.

—Ay, qué divertido es tu hermano. Fuimos a saludarle después de la representación y le dijimos que éramos compañeros tuyos y él estuvo muy amable; pero, chico, cómo le gusta beber.

Mi hermano Michael se ha licenciado de las fuerzas aéreas y está trabajando con Malachy tras la barra. Si la gente quiere invitar a mis hermanos a una copa, quiénes son ellos para negarse. Es chin chin, salud,
slainte
y
skoal
. Cuando cierra el bar no es preciso que vuelvan a su casa. Hay sitios que abren después de horas donde pueden beber e intercambiar anécdotas con inspectores de policía y con las amables dueñas de los mejores burdeles del Upper East Side. Pueden tomar el desayuno en Rubin, en Central Park Sur, donde siempre hay famosos que te hacen volver la cabeza.

Malachy era célebre por su «Adelante, chicas, y que se vayan al infierno los viejos pedos que suben y bajan por la Tercera Avenida». Los propietarios de bares antiguos miraban con desconfianza a una mujer sola. No quería nada bueno y no había lugar para ella en la barra. Ponedla por ahí, en un rincón oscuro, y no le sirváis más de dos copas, y al menor indicio de que un hombre se acerca a ella, se va a la calle sin más.

Cuando abrió el bar de Malachy, corrió la voz de que las chicas de la Residencia Femenina Barbizon se sentaban en los taburetes de la barra, y no tardaron en acudir en bandada los hombres procedentes del P. J. Clarke, del Toots Shor, de El Morocco, seguidos de una nube de periodistas de la prensa del corazón, deseosos de contar las andanzas de los famosos y las últimas extravagancias de Malachy. Había playboys con sus señoras, pioneros de la jet set. Eran herederos de unas fortunas tan antiguas y tan profundas que sus ramificaciones se extendían hasta las profundidades oscuras de las minas de diamantes de Sudáfrica. Invitaban a Malachy y a Michael a fiestas en pisos de Manhattan tan amplios que al cabo de varios días aparecían invitados en habitaciones olvidadas. Había fiestas de baño nudista en los Hamptons y fiestas en Connecticut donde los hombres ricos montaban a las mujeres ricas que montaban a los caballos de pura sangre.

El presidente Eisenhower dedica el tiempo que le deja libre el golf para firmar alguna que otra ley y para prevenirnos contra el complejo industrial-militar, y Richard Nixon observa y espera mientras Malachy y Michael sirven copas y hacen que todos se rían y que pidan más, más copas, Malachy, más anécdotas, Michael, los dos sois la monda.

Mientras tanto, mi madre, Ángela McCourt, toma té en su cómoda cocina de Limerick, oye lo que le cuentan los que la visitan acerca de las juergas de Nueva York, ve recortes de prensa que hablan de las apariciones de Malachy en
El show de Jack Paar
, y no tiene nada más que hacer que tomarse ese té, tener la casa bien caliente y estar ella misma bien y caliente, cuidar de Alphie ahora que ha terminado la escuela y está preparado para empezar en un trabajo, sea el que sea, y qué bonito sería que Alphie y ella pudieran hacer un viajecito a Nueva York, porque lleva siglos sin ir allí y sus hijos, Frank, Michael, Malachy, están allí y les va tan bien.

Mi apartamento de agua fría de la calle Downing es incómodo y yo no puedo hacer nada al respecto debido a lo reducido de mi sueldo de profesor y a los pocos dólares que envío a mi madre hasta que mi hermano Alphie encuentre trabajo. Cuando me mudé compré queroseno para mi estufa de hierro colado al jorobadito italiano de la calle Bleecker.

—Sólo hace falta poner un poquito en la estufa —me dijo, pero yo debí de poner demasiado, porque la estufa se convirtió en una gran cosa roja y viva en mi cocina, y como yo no sabía bajarla ni apagarla huí del apartamento y me marché a la Taberna del Caballo Blanco, donde me pasé toda la tarde sentado en un estado terrible de nervios esperando oír el bum de la explosión y las sirenas y las bocinas de los coches de bomberos. Entonces tendría que decidirme entre volver a los restos humeantes del número 46 de la calle Downing mientras sacaban cadáveres carbonizados y enfrentarme a los inspectores del cuerpo de bomberos y de la policía, o llamar a Alberta en Brooklyn, decirle que mi edificio estaba reducido a cenizas, que todas mis pertenencias habían desaparecido, y preguntarle si veía la manera de acogerme durante unos días hasta que yo pudiera encontrar otro apartamento de agua fría.

No hubo ninguna explosión ni ningún incendio, y yo me sentí tan aliviado que me pareció que me merecía un baño, un rato en la bañera, un poco de paz, tranquilidad y comodidad, como diría mi madre.

Está muy bien relajarse en una bañera en un apartamento de agua fría, pero hay un problema con la cabeza. El apartamento es tan frío que si pasas el tiempo suficiente en la bañera, se te empieza a helar la cabeza y no sabes qué hacer con ella. Si te metes bajo el agua, con cabeza y todo, sufres cuando sales y el agua caliente que tienes en la cabeza se hiela y entonces tiemblas y estornudas desde la barbilla para arriba.

Y en un apartamento de agua fría no se puede leer cómodamente en la bañera. Por mucho que el cuerpo que está sumergido en el agua caliente se ponga rosado y arrugado del calor, las manos que sujetan el libro se ponen moradas de frío. Si el libro es pequeño, puedes cambiar de mano, sujetando el libro con una mano mientras la otra está en el agua caliente. Esta podría ser la solución del problema de la lectura, si no fuera porque la mano que estaba en el agua ahora está mojada y amenaza con empapar el libro, y no puedes echar mano de la toalla cada pocos minutos porque quieres que esa toalla esté caliente y seca al final de tu rato en la bañera.

Pensé que podría resolver el problema de la cabeza poniéndome una gorra de esquiador de punto, y el problema de las manos con un par de guantes baratos, pero después me inquieté al pensar que si me moría de un ataque al corazón los de la ambulancia se preguntarían qué hacía yo con una gorra y unos guantes en la bañera, y naturalmente darían el soplo de este descubrimiento al
Daily News
y yo sería el hazmerreír del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee y de los parroquianos de diversos bares.

A pesar de todo, me compré la gorra y los guantes, y el día en que no se produjo la explosión llené la bañera de agua caliente. Decidí tratarme bien, olvidarme de leer y meterme bajo el agua siempre que quisiera para que no se me helara la cabeza. Puse en la radio una música adecuada para un hombre que había superado una tarde terrorífica con una estufa peligrosa, enchufé mi manta eléctrica y la dispuse sobre una silla junto a la bañera para, al salir, poder secarme rápidamente con la toalla rosa que me había regalado Alberta, abrigarme con la manta eléctrica, ponerme la gorra y los guantes y echarme en la cama bien cómodo y calentito. Vi cómo azotaba la nieve mi ventana, di gracias a Dios porque se hubiera enfriado sola la estufa y me quedé dormido leyendo
Anna Karenina
.

El inquilino que vive debajo de mí es Bradford Rush, quien se mudó al apartamento cuando le hablé de él en el turno de medianoche del Manufacturer's Trust Company. Si alguien del banco le llamaba Brad él replicaba con voz cortante: «Bradford, Bradford, me llamo Bradford»; era tan desagradable que nadie quería hablar con él, y cuando salíamos a desayunar, o a almorzar, o a como quisiéramos llamarlo, a las tres de la madrugada, nunca lo invitábamos a que nos acompañase. Después, una de las mujeres que se marchaba para casarse lo invitó a tomar una copa con nosotros y él, después de tomarse tres copas, nos contó que era de Colorado, licenciado en la Universidad de Yale, y que estaba viviendo en Nueva York para superar el suicidio de su madre, que se había pasado seis meses dando alaridos con cáncer de huesos. La mujer que se marchaba para casarse se echó a llorar al oír su relato, y nos preguntamos por qué demonios tuvo Bradford que empañar de tal modo nuestra fiestecita. Eso mismo le pregunté aquella noche en el metro, camino de la calle Downing, pero la única respuesta que me dio fue una sonrisita y yo me pregunté si estaba bien de la cabeza. Me pregunté por qué hacía un trabajo administrativo en un banco si tenía un título de una universidad de la
Ivy League
y podía estar en Wall Street con la gente como él.

Más tarde me pregunté por qué no se limitó a decirme que no en mi momento de crisis, aquel día glacial de abril en que me cortaron la electricidad por falta de pago. Llegué a mi casa con intención de darme la paz, la tranquilidad y la comodidad de un baño caliente en la bañera de la cocina. Dispuse la manta eléctrica sobre la silla, encendí la radio. No salió ningún sonido. La manta no daba calor, la lámpara no daba luz.

El agua caía hirviendo en la bañera y yo estaba desnudo. Ahora tenía que ponerme la gorra, los guantes y los calcetines, abrigarme con una manta eléctrica que no daba calor y maldecir a la compañía que me había cortado la electricidad. Todavía era de día, pero yo sabía que yo no podía seguir en esas condiciones.

Bradford. Sin duda, no le importaría hacerme un pequeño favor.

Llamé a su puerta y él me abrió con su aire lúgubre habitual.

—¿Sí?

—Bradford, arriba estoy en una situación crítica.

—¿Por qué estás abrigado con esa manta eléctrica?

—De eso he venido a hablarte. Me han cortado la electricidad y no tengo más calor que esta manta, y había pensado que si echaba un cable alargador por mi ventana tú podrías cogerlo y enchufarlo y así yo tendría electricidad hasta que pudiera pagar mi factura, lo cual haré muy pronto, te lo prometo.

Me di cuenta de que no quería hacerlo, pero asintió levemente con la cabeza y recogió mi alargador cuando lo dejé caer. Di tres golpes en el suelo confiando en que entendería que le estaba dando las gracias, pero no hubo respuesta, y cuando me lo encontraba en las escaleras apenas daba señales de reconocer mi presencia y yo sabía que estaba dando vueltas a la cuestión del alargador. El profesor del taller de Electricidad del Instituto McKee me dijo que un montaje como aquél costaría unos centavos miserables al día, y que no entendía por qué podría causar resentimiento a alguien. Me dijo que podía ofrecer al tacaño desgraciado unos dólares por la gran molestia de tener un cable conectado a un enchufe, pero que al fin y al cabo las personas así eran tan miserables que no era por el dinero. Era por la situación en que se encontraban de no poder decir que no, de tal modo que el favor se les volvía ácido en las tripas y les destrozaba la vida.

Yo creí que el profesor del taller de Electricidad exageraba, hasta que me di cuenta de que Bradford se volvía cada vez más hostil. Antes me sonreía un poco, o me hacía un gesto con la cabeza o me decía algo entre dientes. Ahora pasa a mi lado sin decir palabra, y yo me preocupo porque sigo sin tener dinero para las facturas y no sé cuánto durará nuestro montaje. Me pone tan nervioso que siempre enciendo la radio para asegurarme de que puedo darme un baño y poner la manta a calentarse.

Mi cable pasó varias semanas en su enchufe hasta que una noche helada se produjo un acto de traición. Yo encendí la radio, dispuse mi manta eléctrica en una silla para que se calentase, puse la toalla, la gorra y los guantes sobre la manta para que estuvieran calientes también, llené la bañera, me enjaboné y me recosté escuchando la Sinfonía fantástica, de Héctor Berlioz, y a mitad del segundo movimiento, cuando estoy a punto de salir flotando de la bañera de emoción, todo se detiene, la radio se calla, la luz se apaga y sé que la manta se quedará fría sobre el respaldo de la silla.

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