Lo es (61 page)

Read Lo es Online

Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Fuimos en coche desde el aeropuerto por las calles agitadas de Belfast, con coches blindados, patrullas militares, jóvenes a los que detenían, los empujaban contra la pared, los registraban. Mis primos decían que ahora había tranquilidad pero que en cuanto estallaba una bomba en cualquier parte, protestante o católica, parecía que aquello era una guerra mundial. Nadie recordaba ya lo que era ir por la calle de una manera normal. Si salías por una libra de mantequilla podías volver sin una pierna o podías no volver. Cuando hubieron dicho esto, era mejor dejar de hablar de ello. Algún día todo aquello terminaría y todos saldrían a pasearse por una libra de mantequilla o incluso por el simple gusto de pasearse.

Mi primo, Francis MacRory, nos llevó a ver a nuestro padre que estaba expuesto en su ataúd en el hospital Royal Victoria, y cuando llegamos a la casa de la muerte me di cuenta de que yo era el hijo mayor, el que encabezaba el duelo, y de que todos aquellos primos me observaban, primos a los que apenas recordaba, algunos a los que yo no había conocido nunca, los McCourt, los MacRory, los Fox. Estaban allí tres de las hermanas de mi padre que aún vivían, Maggie, Eva y la hermana Comgall, que se llamaba Moya antes de tomar los hábitos. La otra hermana, la tía Vera, estaba demasiado enferma para hacer el viaje desde Oxford.

Alphie y yo, el hijo menor y el mayor de aquel hombre que estaba en el ataúd, nos arrodillamos en el reclinatorio. Nuestras tías y los primos miraban a aquellos dos hombres que habían viajado desde tan lejos hasta un misterio, y seguramente se preguntaban si había algún dolor.

Cómo podríamos sentir pena viendo a mi padre allí encogido en el ataúd, sin dientes, la cara hundida y el cuerpo metido en un traje negro elegante con una corbatita de lazo blanca de seda que él habría despreciado, dándome todo ello la impresión repentina de que estaba mirando una gaviota, de tal modo que me agité con unos espasmos de risa silenciosa tan fuerte que todos los presentes, hasta Alphie, debían de estar convencidos de que me había invadido un dolor incontrolable.

Un primo me tocó el hombro y yo quise darle las gracias, pero sabía que si me quitaba las manos de la cara soltaría una risa tal que consternaría a todos y me expulsarían para siempre del clan. Alphie se persignó y se puso de pie. Yo me controlé, me sequé las lágrimas de risa, me persigné y me puse de pie para hacer frente a las miradas tristes que había en la pequeña casa de la muerte.

Fuera, en la noche de Belfast, hubo lágrimas con los abrazos de mis tías frágiles y ancianas.

—Ay, Francis, Francis, Alphie, Alphie, os quería, muchachos, os quería, ah, os quería, hablaba de vosotros constantemente.

Ay, sí, desde luego, tía Eva y tía Maggie y tía hermana Comgall, y brindó por nosotros muchas veces en tres países, aunque tampoco es que queramos quejarnos y lamentarnos en un momento como éste, al fin y al cabo es su funeral, y si pude contenerme en presencia de mi padre, de esa gaviota que está en el ataúd, sin duda podré mantener también un poco de dignidad delante de mis tres dulces tías y de mis numerosos primos.

Nos amontonamos dispuestos a marcharnos en coche, pero yo tuve que volver junto a mi padre para quedarme satisfecho, para decirle que si no me hubiera reído para mis adentros por lo de la gaviota, mi corazón podría haber reventado por la carga amontonada del pasado, las imágenes del día que nos dejó con grandes esperanzas de que llegaría pronto el dinero de Inglaterra, los recuerdos de mi madre junto a la lumbre esperando el dinero que no llegó nunca y teniendo que pedir limosna en la Conferencia de San Vicente de Paúl, los recuerdos de mis hermanos pidiendo un pedazo más de pan frito. Todo esto fue obra tuya, papá, y aunque nosotros, tus hijos, salimos de ello, infligiste a nuestra madre una vida de desventuras.

Lo único que podía hacer era arrodillarme de nuevo junto a su ataúd y recordar las mañanas en Limerick cuando ardía la lumbre y él hablaba en voz baja por miedo a despertar a mi madre y a mis hermanos, contándome los padecimientos de Irlanda y las grandes hazañas de los irlandeses en América, y esas mañanas son ahora perlas que se convierten en tres avemarías ahí, junto al ataúd.

Lo enterramos al día siguiente en una colina que dominaba Belfast. El cura rezó, y mientras asperjaba el ataúd con agua bendita sonaron tiros en alguna parte de la ciudad.

—Ya están otra vez —dijo alguien.

Hubo una reunión en la casa de nuestra prima Theresa Fox y de su marido, Phil. Se habló de lo que había pasado aquel día, la radio había dicho que tres hombres del IRA que habían intentado saltarse una barricada del ejército británico habían sido abatidos por los soldados. Mi padre llevaría al otro mundo la escolta de sus sueños, tres hombres del IRA, y envidiaría la manera de morir de ellos.

Tomamos té y emparedados y Phil sacó una botella de whiskey para que empezaran los cuentos y las canciones, porque no puedes hacer otra cosa el día que entierras a tus muertos.

En agosto de 1985, el año en que murió mi padre, llevamos las cenizas de mi madre a su último lugar de reposo, el cementerio de la abadía de Mungret, en las afueras de la ciudad de Limerick. Estaba allí mi hermano Malachy con su esposa, Diana, y el hijo de los dos, Cormac. Estaba mi hija de catorce años, Maggie, junto con vecinos de los viejos tiempos de Limerick y amigos de Nueva York. Fuimos metiendo por turno los dedos en la urna de hojalata del crematorio de Nueva Jersey y esparciendo las cenizas de Ángela sobre las tumbas de los Sheehan, de los Guilfoyle y de los Griffin, mientras veíamos cómo hacía remolinos la brisa con su polvo blanco alrededor del gris de sus viejos fragmentos de huesos y sobre la misma tierra oscura.

Rezamos un avemaría y no fue suficiente. Nos habíamos apartado de la iglesia poco a poco, pero sabíamos que nosotros y ella habríamos encontrado en aquella antigua abadía consuelo y dignidad en las oraciones de un cura, un réquiem como es debido para una madre de siete hijos.

Almorzamos en una taberna de la carretera de Ballinacurra, y nadie diría, viendo el modo en que comíamos, bebíamos y reíamos, que acabábamos de dispersar las cenizas de nuestra madre, que había sido en sus tiempos una gran bailarina en la sala de baile Wembley y que era bien conocida por todos por cómo cantaba una buena canción, ay, con sólo que recobrase el aliento.

Notas

[1]
Pant, además de significar
pantalones
en inglés americano, significa también jadeo.
(N. del T.)
;

[2]
Contador de cuentos irlandés.
(N. del T.)

[3]
Seudónimo de George William Russell.
(N. del T.)

[4]
El daltonismo es muy frecuente entre la población irlandesa.
(N. del T.)

[5]
Aguardiente destilado clandestinamente.
(N. del T.)

Other books

Jacob's Ladder by Z. A. Maxfield
Hooking Up by Tom Wolfe
Whispering Spirits by Rita Karnopp
The Angel of Highgate by Vaughn Entwistle