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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Mientras tanto, le gustaría ver las aves por su ventana, pero lo único que se ve desde su apartamento son las palomas que fornican encima de su aparato de aire acondicionado, y eso lo revienta.

Las vigila, ah, sí que las vigila, da golpes en la ventana con un matamoscas, les dice: «Largaos de aquí, palomas malditas. Id a fornicar al aparato de aire acondicionado de otro». Me dice que no son más que ratas con alas, que lo único que hacen es comer y fornicar, y cuando han terminado de fornicar sueltan una carga sobre el aparato de aire acondicionado, una carga tras otra, como esa mierda que los pajarois, quiero decir los pájaros, maldita sea, ya estoy hablando con acento de Brooklyn otra vez, y eso no es bueno para vender aparatos de agua potable, como esa mierda de los pájaros de América del Sur, donde las montañas están cubiertas de ello, ¿cómo se llama?, sí, guano, que es bueno para abono pero no para los aparatos de aire acondicionado.

Aparte de los libros sobre la naturaleza tenía la
Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino
en tres tomos, y cuando yo abrí uno de los volúmenes me dijo:

—No sabía que te gustaran esas cosas. ¿No preferirías los pájaros?

Yo le dije que los libros sobre aves se encuentran con facilidad, pero que su
Summa
era un libro difícil de encontrar, y él me dijo que podía quedármela, pero que tendría que esperar a que se muriera.

—Pero no te preocupes, Frank, te la dejaré en mi testamento.

También me prometió dejarme su colección de corbatas, que me deslumbraban siempre que abría la puerta de su armario, las corbatas más chillonas y más coloristas que yo había visto en mi vida.

—Te gustan, ¿eh? Algunas de estas corbatas se remontan a los años veinte, y las hay de los treinta y de los cuarenta. En aquella época los hombres sabían vestir. No iban por ahí de puntillas como el hombre del traje gris, con miedo a un poco de color. Yo siempre dije que no tenías que escatimar en la corbata ni en el sombrero, porque tienes que tener buen aspecto cuando estás vendiendo aparatos de agua potable, cosa que he hecho yo durante cuarenta y cinco años. Entraba en una oficina y decía: «¿Cómo? ¿Cómo? ¿Me quieren decir que siguen bebiendo agua del grifo en esos tazones y vasos antiguos? ¿No saben el peligro que corre su salud?»

Y Virgil se ponía de pie entre la cama y la librería oscilando como un predicador y soltando su charla de vendedor sobre los aparatos de agua potable.

—Sí, señor, vendo aparatos de agua potable y quiero decirle que con el agua se pueden hacer cinco cosas. Se puede limpiar, se puede contaminar, se puede calentar, se puede enfriar y, ja, ja, se puede vender. Usted sabe y no hace falta que se lo diga yo, señor jefe de oficina, que se puede beber y se puede nadar en ella, aunque en las oficinas americanas corrientes no suele haber mucha demanda de agua para nadar. Quiero decirle que mi empresa ha realizado un estudio de las oficinas que beben nuestra agua y de las oficinas que no beben nuestra agua y, en efecto, en efecto, señor jefe de oficina, las personas que beben nuestra agua están más sanas y son más productivas. Nuestra agua evita la gripe y mejora la digestión. No queremos decir, no, no queremos decir, señor jefe de oficina, que nuestra agua sea la única responsable de la gran productividad y de la prosperidad de América, pero sí decimos que nuestros estudios ponen de manifiesto que las oficinas que no tienen nuestra agua apenas salen adelante, están desesperadas sin saber por qué. Cuando usted firme nuestro contrato por un año podrá disponer de una copia de nuestro estudio. Sin coste adicional por su parte, podemos hacer una encuesta de su personal y presentarle una estimación del consumo de agua. Me alegro de observar que ustedes no tienen aire acondicionado, pues eso significa que les hará falta más agua para su excelente personal. Y nosotros sabemos, señor jefe de oficina, que nuestros aparatos de agua potable unen a la gente. Los problemas se resuelven bebiendo agua juntos en un vaso de papel. Se cruzan las miradas. Florecen los romances. Todo el mundo está contento, todo el mundo está deseoso de venir al trabajo todos los días. Aumenta la productividad. No recibimos quejas. Firme aquí mismo. Una copia para usted, una copia para mí, y está cerrado el trato.

Un golpe en la puerta lo interrumpió.

—¿Quién es?

Una voz vieja y apagada.

—Virgil, soy Harry.

—Ahora no puedo hablar contigo, Harry. Aquí está el médico y estoy desnudo porque me está reconociendo.

—Está bien, Virgil. Volveré más tarde.

—Mañana, Harry, mañana.

—De acuerdo, Virgil.

Me dijo que aquél era Harry Ball, de ochenta y cinco años, tan viejo que no se le oye la voz desde el otro lado de un tendedero, y que vuelve loco a Virgil con sus problemas de aparcamiento.

—Tiene un coche grande, un Hudson que ya no se hace. ¿Se dice así, que ya no se hace, o que ya no se fabrica? Tú eres profesor de Lengua Inglesa. Yo no sé. No pasé del séptimo curso de primaria. Me escapé del Orfanato de las Hermanas de San José, a pesar de que voy a dejarles dinero en mi testamento. En todo caso, Harry tiene ese coche y no va a ninguna parte en él. Dice que un día va a llevárselo a Florida para ver a su hermana, pero no va a ninguna parte porque ese coche es tan viejo que no llegaría al otro lado del puente de Brooklyn, y ese maldito Hudson es su vida. Lo cambia de un lado de la calle al otro, de un lado a otro, de un lado a otro. A veces se trae una sillita de playa de aluminio y se sienta cerca de su coche esperando que quede libre un sitio para aparcar para el día siguiente. O se pasea por el barrio buscando un sitio para aparcar y cuando encuentra uno se emociona y le da un ataque al corazón volviendo corriendo a su coche para llevarlo al sitio nuevo, que ya ha desaparecido, y ha desaparecido también el sitio donde estaba y él se encuentra con el coche en marcha y sin sitio, maldiciendo del gobierno. Yo iba con él una vez y estuvo a punto de atropellar a un rabino y a dos viejas, y yo dije, Jesús, Harry, déjame bajar, y él no quería, pero yo salté del coche en el primer semáforo rojo y él me gritó cuando me marchaba que yo era como el tipo que había hecho señales luminosas para que los japoneses pudieran encontrar Pearl Harbor, hasta que yo le dije que era un tonto desgraciado porque no sabía que Pearl Harbor lo habían bombardeado en pleno día, y el se quedó allí contradiciéndome mientras el semáforo se ponía verde y la gente pitaba y gritaba que a quién le importa una mierda Pearl Harbor, amiguito, mueva el maldito Hudson. Podría guardar el coche en un garaje por ochenta y cinco dólares al mes, pero eso es más de lo que paga de alquiler, y todavía no ha llegado el día en que Harry Ball derroche un centavo. Yo mismo soy frugal, lo reconozco, pero al lado de él Scrooge parecería un pródigo. ¿Está bien dicho, pródigo? Yo me escapé del orfanato en séptimo de primaria.

Me pidió que lo acompañara a una ferretería de la calle Court a comprarse un reloj de arena para huevos pasados por agua y para el teléfono que le acababan de instalar.

—¿Un reloj de arena para huevos pasados por agua?

—Sí, son unos relojes de arena que duran tres minutos, y así me gusta a mí el huevo, y cuando use el teléfono sabré cuándo han pasado tres minutos porque así es como te cobran en la compañía telefónica, los muy desgraciados. Tendré el reloj de arena en mi escritorio y colgaré cuando caiga el último grano de arena.

Cuando estábamos en la calle Court le pregunté si quería tomarse una cerveza y un bocadillo en el Rosa de Blarney. Él no iba nunca a los bares y le escandalizó el precio de la cerveza y del whiskey.

—Noventa centavos por una copita de whiskey. Nunca más.

Lo acompañé a una bodega donde encargó cajas de whiskey irlandés y dijo al dependiente que a su amigo Frank le gustaba, y cajas de vino, de vodka y de bourbon porque le gustaban a él. Dijo al hombre que no iba a pagar los impuestos asquerosos sobre su compra.

—Le he hecho un pedido grande, y usted quiere que sustente encima al gobierno maldito. No, señor. Páguelos usted.

El hombre accedió y dijo que entregaría las veinticinco cajas.

Virgil me llamó al día siguiente. Aunque tenía la voz débil, me dijo:

—Tengo el reloj de arena puesto, así que tengo que hablar deprisa. ¿Puedes bajar? Necesito algo de ayuda. La puerta está abierta.

Estaba sentado en su sillón en albornoz.

—Esta noche no he pegado ojo. No podía meterme en la cama.

No podía meterse en la cama porque el hombre de la bodega había amontonado las veinticinco cajas alrededor de su cama, tan altas que Virgil no era capaz de pasar por encima. Dijo que había tenido que probar algo del whiskey irlandés y del vino y que aquello no le había venido muy bien a la hora de pasar por encima de las cajas. Me dijo que necesitaba sopa, tener algo en el estómago para no vomitar. Cuando yo abrí una lata de sopa y la vertí en un cazo con una cantidad igual de agua, me preguntó si había leído las instrucciones de la lata.

—No.

—Entonces, ¿cómo sabes lo que hay que hacer?

—Es de sentido común, Virgil.

—Sentido común, y una leche.

Estaba gruñón por la resaca.

—Escúchame, Frank McCourt. ¿Sabes por qué no triunfarás nunca?

—¿Por qué?

—Porque no sigues nunca las instrucciones del envase. Por eso tengo yo dinero en el banco y tú no tienes ni un orinal para mear. Yo he seguido siempre las instrucciones del envase.

Otro golpe en la puerta.

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Virgil.

—Voigel, soy yo, Pete.

—¿Qué Pete? ¿Qué Pete? No te veo a través de la puerta.

—Pete Buglioso. Tengo una cosa para ti, Voigel.

—No me hables con acento de Brooklyn, Pete. Me llamo Virgil, no Voigel. Virgilio era un poeta, Pete. Deberías conocerlo, para eso eres italiano.

—No sé nada de eso, Voigel. Tengo una cosa para ti, Voigel.

—No quiero nada, Pete. Pásate el año que viene.

—Pero, Voigel, lo que tengo te va a gustar. Te costará un par de pavos.

—¿Qué es?

—No te lo puedo decir a través de la puerta, Voigel.

Virgil se levantó trabajosamente del sillón y llegó a trompicones hasta el reloj de arena que tenía en su escritorio.

—Muy bien, Pete, muy bien. Puedes pasar durante tres minutos. Pongo mi reloj de arena.

Me dice que abra la puerta y dice a Pete que el reloj de arena está corriendo y que aunque ya han caído algunos granos de arena a Pete le quedan todavía tres minutos.

—Así que empieza a hablar, Pete, empieza a hablar y abrevia.

—Muy bien, Voigel, muy bien, pero ¿cómo demonios voy a hablar si estás hablando tú? Tú hablas más que nadie.

—Estás malgastando tu tiempo, Pete. Te estás ahorcando tú mismo. Mira el reloj de arena. Mira esa arena. Las arenas del tiempo, Pete, las arenas del tiempo.

—¿Qué haces con tantas cajas, Voigel? ¿Es que has robado un camión, o algo así?

—El reloj de arena, Pete, el reloj de arena.

—Muy bien, Voigel, lo que tengo aquí es, ¿quieres dejar de mirar el maldito reloj de arena, Voigel, y escucharme? Lo que tengo aquí son tacos de recetas de la consulta de un médico de la calle Clinton.

—Tacos de recetas. Has vuelto a robar a los médicos, Pete.

—No les he robado. Conozco a una recepcionista. Le gusto.

—Debe de ser sorda, muda y ciega. No necesito ningún taco de recetas.

—Vamos, Voigel. Nunca se sabe. Podrías tener una enfermedad o una resaca fuerte, y necesitar algo.

—Chorradas, Pete. Se te acabó el tiempo. Estoy ocupado.

—Pero, Voigel...

—Fuera, Pete, fuera. Cuando ese reloj de arena está en marcha yo ya no lo puedo controlar, y no quiero ningún taco de recetas.

Echó a Pete por la puerta a empujones y le gritó cuando se marchaba:

—Podrías dar conmigo en la cárcel, y tú vas a acabar en la cárcel por vender tacos de recetas robados.

Volvió a derrumbarse en su sillón y dijo que probaría la sopa a pesar de que yo no hubiera seguido las instrucciones de la lata. Le hacía falta para asentarse el estómago, pero si no le gustaba se tomaría un poco de vino y con eso le bastaría. Probó la sopa y dijo que sí, que estaba bien y que se la tomaría y también el vino. Cuando saqué el corcho del vino me dijo con voz cortante que todavía no tenía que servir el vino, que debía dejarlo respirar, que si no sabía eso, y que si no lo sabía, él no entendía cómo era posible que yo fuera maestro. Se bebió el vino a sorbitos y recordó que tenía que llamar a la compañía de aire acondicionado para exponerles los problemas que tenía con las palomas. Yo le dije que se quedara en su sillón y le di el teléfono y el número de la compañía, pero él quería también el reloj de arena para poder decirles que tenían tres minutos para darle la información que necesitaba.

—Oiga, ¿me escucha? Tengo puesto el reloj de arena y tiene tres minutos para explicarme cómo puedo hacer que estas malditas palomas, y perdone la manera de hablar, señorita, cómo puedo hacer que estas palomas dejen de hacer el amor en la parte exterior de mi aparato de aire acondicionado. Me están volviendo loco con el cu cu cu todo el día y se cagan por toda la ventana. ¿Que no me lo puede decir ahora mismo? ¿Que tiene que consultarlo? ¿Qué es lo que tiene que consultar? Las palomas fornicando encima de mi aparato de aire acondicionado, y usted dice que lo tiene que consultar. Lo siento, se acabó el reloj de arena y ya van tres minutos. Adiós.

Me devolvió el teléfono.

—Y te diré otra cosa —me dijo—. El responsable de que todas esas palomas se caguen en mi aparato de aire acondicionado es ese maldito Harry Ball. Se sienta en su maldita silla plegable de aluminio cuando está buscando un sitio para aparcar y da de comer a las palomas allí en Borough Hall. Una vez le dije que lo dejara, que no eran más que ratas con alas, y él se enfadó tanto que se pasó varias semanas sin hablarme, lo cual me parecía bien a mí. Esos viejos dan de comer a las palomas porque no tienen ya mujer, ¿no tienen ya mujer o ya no tienen mujer? No sé. Yo me escapé del orfanato, pero no doy de comer a las palomas.

Llamó a nuestra puerta una noche, y cuando abrí estaba allí él con su albornoz harapiento, con unos papeles en la mano y borracho. Era su testamento, y quería leerme una parte. No, no quería café. Se tomaría una cerveza, a pesar de que le sentaba como un tiro.

—Así pues, tú me ayudaste y Alberta me invitó a cenar y nadie invita nunca a cenar a los viejos, de modo que te dejo a ti cuatro mil dólares y a Alberta otros cuatro mil, y te dejo mi libro de Santo Tomás de Aquino y mis corbatas. Esto es lo que dice el testamento: «A Frank McCourt le dejo mi colección de corbatas que ha admirado y que no tienen nada de sombrías.»

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