Lo es (38 page)

Read Lo es Online

Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

—Profesor, ¿cómo se llama usted?

Daniela vuelve a dejar el pase en el escritorio y dice a la clase:

—Se llama McCoy. Me acabo de enterar en el baño, y no está casao.

Escribo mi nombre en la pizarra: Señor McCourt.

Una muchacha que está al fondo del aula dice en voz alta:

—Oiga, señor, ¿tiene novia?

Vuelven a reírse. Yo vuelvo a sonrojarme. Se dan codazos. Las chicas dicen: ¿verdad que es cuco?, y yo me refugio en
Tu mundo y tú
.

—Abrid los libros. Capítulo primero. Empezaremos por el principio. «Una breve historia de los Estados Unidos de América».

—Señor McCoy.

—McCourt. McCourt.

—Bueno, eso, ya sabemos todo eso de Colón y todo lo demás. Eso lo damos en clase de historia con el señor Bogard. Se va a enfadar si usted enseña historia, y a él le pagan para enseñar historia y no es el trabajo de usted.

—Yo tengo que enseñar lo que hay en el libro.

—La señorita Mudd no enseñaba lo que hay en el libro. A ella no le importaba una mierda, con perdón, señor McCoy.

—McCourt.

—Eso.

Y cuando suena el timbre y salen corriendo del aula, Daniela acude a mi escritorio y me dice que no me preocupe, que no haga caso a esos chicos, que son todos memos, que ella está haciendo el curso de comercio para ser secretaria jurídica y, quién sabe, podría llegar a ser abogada algún día, que ella se encargará de pasar lista y de todo.

—No aguante mierda de nadie, señor McCoy, y perdone la manera de hablar —me dice.

En la clase siguiente hay treinta y cinco chicas, todas vestidas de blanco con botones por delante desde el cuello hasta el borde inferior del vestido. La mayoría llevan el mismo peinado, el moño alto. No me hacen caso. Ponen en sus pupitres unas cajitas y se miran en espejos. Se depilan las cejas, se dan polvos en las mejillas con polveras, se ponen barra de labios y absorben los labios entre los dientes, se liman las uñas y soplan el polvo de las uñas. Yo abro el libro de fichas para leer sus nombres y ellas parecen sorprendidas.

—Ah, ¿es el sustituto? ¿Dónde está la señorita Mudd?

—Se ha jubilado.

—Ah, ¿va a ser nuestro profesor fijo?

—Sí.

Yo les pregunto en qué taller están, qué estudian.

—Cosmetología.

—¿Qué es eso?

—Cosmética. ¿Y cómo se llama usted, profesor? Señalo mi nombre escrito en la pizarra: Señor McCourt.

—Ah, sí. Ya nos había
esplicao
Yvonne que era cuco.

Lo dejo pasar. Si intento corregir todos los errores gramaticales de estas clases no empezaré nunca con la Ciudadanía Económica y, lo que es peor, si me piden que les explique las reglas gramaticales, será fácil que les demuestre mi ignorancia. No voy a consentir ninguna distracción. Empezaré por el capítulo primero de
Tu mundo y tú
, «Una breve historia de los Estados Unidos». Voy pasando las páginas desde Colón, pasando por los Padres Peregrinos, por la Guerra de Independencia, por la Guerra de 1812, por la Guerra Civil, y hay una mano levantada y una voz al fondo del aula.

—¿Sí?

—Señor McCourt, ¿por qué nos está contando estas cosas?

—Os estoy contando esto porque no podéis entender la Ciudadanía Económica si no tenéis conocimientos de la historia de vuestro país.

—Señor McCourt, esta clase es de Lengua Inglesa. O sea, usted es el profesor y ni siquiera sabe la clase que está dando.

Se depilan las cejas, se liman las uñas, sacuden los moños altos, tienen lástima de mí. Dicen que tengo el pelo hecho un desastre y que se ve claramente que no me he hecho la manicura en la vida.

—¿Por qué no se pasa por el taller de Cosmética y lo arreglamos?

Sonríen y se dan codazos y yo vuelvo a tener la cara encendida y dicen que también eso es cuco. Ay, jo, mirarlo. Es tímido.

Tengo que asumir el control. Tengo que ser el profesor. Después de todo, he sido cabo en el ejército de los Estados Unidos. Yo decía a los hombres lo que tenían que hacer, y que si no lo hacían haría que perdieran el culo porque estarían oponiéndose abiertamente a los reglamentos militares y se arriesgaban a un consejo de guerra. Me limitaré a decir a estas chicas lo que deben hacer.

—Retiradlo todo y abrid los libros.

—¿Qué libros?

—Los libros que tengáis de Lengua Inglesa.

—Lo único que tenemos es este
Gigantes en la tierra
, y es el libro más aburrido del mundo.

Y toda la clase corea: «Ajá, aburrido, aburrido, aburrido».

Me dicen que trata de una familia de Europa que está allá en la pradera y que todos están deprimidos y hablan de suicidarse y que nadie de la clase es capaz de terminar el libro porque te da ganas de suicidarte a ti también. ¿Por qué no pueden leer una buena novela de amor donde no salgan todos esos europeos tristes en la pradera? ¿O por qué no pueden ver películas? Podrían ver a James Dean, ay, Dios, James Dean, es increíble que haya muerto, podrían verlo y hablar de él. Ay, podrían pasarse toda la vida viendo a James Dean.

Cuando se marchan las chicas de Cosmética hay tutoría, un período de ocho minutos en el que tengo que ocuparme de las cuestiones administrativas de treinta y tres alumnos del taller de Artes Gráficas. Entran en bandada, todos chicos, y son serviciales. Me dicen lo que hay que hacer y que no me preocupe. Debo pasar lista, enviar a la señorita Seested una lista de los ausentes, recoger notas para justificar las ausencias, escritas supuestamente por los padres y por los médicos, repartir pases de transportes para el autobús, el tren, el transbordador. Un chico trae el contenido del buzón de la señorita Mudd, en la oficina. Hay notas y cartas de diversos funcionarios de la escuela y de otras entidades, notas que convocan a estudiantes díscolos para que reciban asesoramiento, solicitudes y exigencias de listas y de impresos y segundas y terceras peticiones. Al parecer, la señorita Mudd ha hecho caso omiso de todo su correo durante varias semanas y a mí me pesa la cabeza al pensar en el trabajo que me ha dejado.

Los chicos me dicen que no hace falta que pase lista todos los días, pero cuando empiezo ya no puedo dejarlo. La mayoría son italianos, y pasar lista es como una ópera ligera: Adinolfi, Buscaglia, Cacciamani, Di Fazio, Esposito, Gagliardo, Miceli.

Debo dirigir a la clase en la recitación del Compromiso de Lealtad y en el canto de
Barras y Estrellas
. Yo apenas los conozco, pero eso no importa. Los chicos se ponen de pie, se ponen la mano en el corazón y recitan su propia versión del Compromiso de Lealtad: Me comprometo a ser leal a la bandera de la isla de Staten y a los ligues de una sola noche, una chica debajo de mí, invisible para todos, con amor y besos para mí, sólo para mí.

Cuando cantan
Barras y estrellas
, algunos tararean You ain't nothin' but a hounddog».

Hay una nota del jefe de estudios que me pide que vaya a su oficina en la hora siguiente, la tercera, mi período de preparación, cuando se supone que debo preparar mis lecciones. Me dice que debo tener un plan de lección para cada clase y que los planes de lección tienen un formato normalizado, que debo insistir en que todos los alumnos lleven cuadernos limpios y ordenados, que debo asegurarme de que tienen forrados todos los libros de texto, se les quitan puntos si no los tienen, que debo comprobar que las ventanas están abiertas a quince centímetros de la parte superior, que al final de cada hora debo hacer que un alumno recorra el aula para recoger los desperdicios, que debo ponerme en la puerta para recibir a las clases cuando entran y cuando salen, que debo escribir claramente en la pizarra el título y el objetivo de cada lección, que no debo hacer jamás una pregunta que exija un sí o un no como respuesta, que no debo permitir ruidos innecesarios en el aula, que debo exigir a todos los alumnos que permanezcan en sus asientos a no ser que levanten la mano para pedir el pase del baño, que debo insistir en que los chicos se quiten las gorras, que debo dejar claro que a ningún alumno se le permite hablar sin levantar antes la mano. Debo asegurarme de que todos los alumnos permanezcan en el aula hasta el final de la hora, que no se les debe permitir salir del aula cuando suena el timbre de aviso, el cual he de saber que suena cinco minutos antes del final de la hora. Si se encuentra a mis alumnos en los pasillos antes del final de la hora, yo seré responsable ante el director en persona. ¿Alguna pregunta?

El jefe de estudios dice que habrá exámenes de mitad de curso dentro de dos semanas y que mis clases deberán centrarse en los temas que serán materia de examen. Los estudiantes de Lengua Inglesa deberán haber dominado listas de ortografía y de vocabulario, cien de cada tema, que deben tener en sus cuadernos, y si no las tienen perderán puntos, y deberán estar preparados para escribir redacciones sobre dos novelas. Los estudiantes de Ciudadanía Económica deberán haber cubierto más de la mitad de
Tu mundo y tú.

Suena el timbre que anuncia la quinta hora, la de mi Encargo de Edificio, la cafetería del instituto. El jefe de estudios me dice que es un encargo fácil. Estaré allí con Jake Homer, el profesor al que más temen los chicos.

Subo las escaleras hacia la cafetería, la cabeza me palpita, tengo la boca seca y me gustaría poder marcharme en un barco con la señorita Mudd. En vez de ello me llevo empujones y codazos de los estudiantes en la escalera y me detiene un profesor que me exige que le enseñe el pase. Es bajo y grueso, y su cabeza calva le reposa sobre los hombros sin cuello. Me mira fijamente a través de sus gruesas gafas y su barbilla es una protuberancia con aire de desafío. Le digo que soy profesor y él no me cree. Me pide que le enseñe la ficha de programa.

—Ah, lo siento —dice—. Usted es McCourt. Soy Jake Homer. Estaremos juntos en la cafetería.

Lo sigo hasta el piso superior y por el pasillo hasta la cafetería de alumnos. Hay dos filas que esperan a que los sirvan en la cocina, una de chicos y otra de chicas. Jake me dice que ése es uno de los grandes problemas, el de mantener separados a los chicos y a las chicas. Dice que a esa edad son unos animales, sobre todo los chicos, y que no es culpa suya. Es la naturaleza. Si de él dependiera, mandaría a las chicas a otra cafetería aparte. Los chicos siempre se están pavoneando y presumiendo, y si a dos les gusta una misma chica lo más probable es que haya una pelea. Me dice que no intervenga en seguida si hay una pelea. Que deje a los pequeños desgraciados que se den y desahoguen. Es peor cuando llega el calor, en mayo, junio, cuando las chicas se quitan los jerseys y los chicos se vuelven locos por las tetas. Las chicas saben lo que hacen, y los chicos jadean como perros falderos. Nuestra tarea es mantenerlos separados, y si un chico quiere visitar la sección de las chicas tiene que venir aquí a pedir permiso. De lo contrario, tendríamos a doscientos chicos dándole a plena luz del día. También tenemos que montar guardia en la cafetería y asegurarnos de que los chicos devuelven las bandejas y los desperdicios a la cocina, asegurarnos de que limpian la zona de alrededor de sus mesas.

Jake me pregunta si he estado en el ejército, y cuando le digo que sí me dice:

—Apuesto a que cuando decidió hacerse profesor no sabía que tendría que formar parte de estos destacamentos de mierda. Apuesto a que no sabía que sería guardia de cafetería, supervisor de desperdicios, psicólogo, niñera, ¿eh? Esto demuestra el concepto que se tiene de los profesores en este país, el que tengamos que pasarnos horas de nuestras vidas viendo a estos chicos comer como cerdos y diciéndoles después que limpien. Los médicos y los abogados no van por ahí diciendo a la gente que limpie. En Europa no se ve a los profesores pringados con porquerías de esta especie. Allí a un profesor de secundaria lo tratan como a un catedrático.

Un muchacho que lleva su bandeja a la cocina no advierte que se le ha caído de la bandeja un envoltorio de helado. Cuando vuelve hacia su mesa, Jake lo llama.

—Chico, recoge ese envoltorio de helado. El muchacho adopta una actitud de desafío.

—Yo no lo he tirado.

—Chico, yo no te he preguntado si lo has tirado. Te he dicho que lo recojas.

—No tengo por qué recogerlo. Conozco mis derechos.

—Ven aquí, chico. Voy a decirte cuáles son tus derechos.

En la cafetería reina repentinamente el silencio. Mientras todos lo miran, Jake pellizca la piel del muchacho por encima de su omóplato izquierdo y se la retuerce en el sentido de las agujas del reloj.

—Chico, tienes cinco derechos —dice—. Número uno: te callas. Número dos: haces lo que te mandan. Y los tres restantes no cuentan.

Mientras Jake retuerce la piel al muchacho, éste intenta no hacer gestos de dolor, intenta quedar bien, hasta que Jake le retuerce la piel con tanta fuerza que al muchacho se le doblan las rodillas y exclama:

—Está bien, está bien, señor Homer, está bien. Recogeré el papel.

Jake lo suelta.

—Vale, chico. Veo que eres un chico razonable.

El muchacho vuelve cabizbajo a su asiento. Está avergonzado y yo sé que no tiene por qué estarlo. Cuando un maestro de la Escuela Nacional Leamy de Limerick atormentaba de ese modo a un muchacho, nosotros nos poníamos siempre en contra del maestro, y yo noto que aquí pasa lo mismo, en vista de cómo nos miran a Jake y a mí los estudiantes, los chicos y las chicas. Esto me hace preguntarme si llegaré alguna vez a ser tan estricto como un maestro irlandés, o tan duro como Jake Homer. Los profesores de psicología de la Universidad de Nueva York no nos dijeron nunca lo que debíamos hacer en tales casos, y eso era porque los catedráticos de universidad nunca tienen que encargarse de vigilar a los estudiantes en las cafeterías de los institutos. ¿Y qué pasará si Jake falta alguna vez y yo soy el único profesor presente, intentando tener controlados a doscientos estudiantes? Si digo a una muchacha que recoja un papel y ella se niega, está claro que no puedo retorcerle la piel del omóplato hasta que le tiemblen las rodillas. No, tendré que esperar a ser viejo y duro como Jake, aunque está claro que él tampoco retorcería la piel del omóplato de una chica. Es más educado con las chicas, las llama «querida» y les pregunta si quieren colaborar para mantener limpio este lugar. Ellas le dicen: «Sí, señor Homer», y él se aleja contoneándose y sonriente.

Se queda de pie a mi lado, cerca de la cocina, y me dice:

—Tienes que caerles encima a los pequeños desgraciados como si fueras una tonelada de ladrillos.

Other books

A Reckoning by May Sarton
Deadly Passion, an Epiphany by Gabriella Bradley
Nightblade by Ryan Kirk
Deadline by John Dunning
The Witch of Watergate by Warren Adler