El frío era intenso y el cielo, de un azul muy puro. La puerta del barracón de las duchas, que estaba entreabierta, dejaba asomar un suelo cimentado. No venía ningún ruido del interior.
El monje y el venerable esperaban desde hacía un cuarto de hora.
—No lo entiendo —dijo el monje—. La última vez me hicieron entrar directamente.
—A lo mejor no vamos a ducharnos —observó el venerable.
—¿Qué insinúa?
El venerable no respondió. El monje sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Aquello no le gustaba. Los alemanes tenían costumbres arraigadas. Algo preparaban. Un acontecimiento del que ellos parecían los protagonistas. Los agentes de las SS los vigilaban desde una distancia considerable. Al menos no iban a abatirlos como a conejos…
—¿Y si salimos corriendo hacia las duchas? —propuso el venerable.
—No hay escapatoria posible —objetó el monje—. Si dejamos que nos encierren ahí dentro, estamos perdidos.
—De todas formas…
—No haga el idiota, venerable. Puede que esto sólo sea un grano de arena en la maquinaria. Usted y yo no tenemos derecho a equivocarnos. Esperemos.
—Esperar… ¿a que nos metan una bala en la espalda?
—No moriremos así. Demasiado rápido. Al comandante no le gustaría.
—Nunca se sabe.
Podían hablar casi sin mover los labios. Intercambiaban las palabras en un murmullo apenas perceptible que les bastaba para entenderse.
—No lo haga, venerable. Es una trampa.
El semblante de François Branier se había endurecido. Se encogía para tomar impulso. El monje le leyó el pensamiento.
—Si lo hace, nos condenará a todos… a sus hermanos, a usted mismo, a mí…
François Branier no acostumbraba a pensárselo dos veces. Cuando tomaba una decisión, era definitiva. Sin embargo, tenía en mente una incertidumbre que no lograba disipar.
—¿Qué propone usted, padre?
—Nada, venerable. Confíe en Dios. Eso bastará por el momento.
—Si eso lo complace…
Los nervios del venerable se destensaron. El monje lo sintió, y supo que había ganado. François Branier se reprochó lo que consideraba una especie de cobardía. Se había dejado influir por un profano. Pero ¿acaso lo era aquel benedictino? Aquello le produjo vértigo. Estaban los iniciados y los profanos. Entre ellos existía una barrera infranqueable. Así era desde tiempo inmemorial, y siempre lo sería. ¿Qué pintaba el monje en aquel orden eterno? ¿Por qué le perturbaba que hubiera surgido de un mundo intermedio, ni totalmente iniciático ni totalmente profano? Poseía una fuerza y una serenidad de espíritu que el venerable sólo había conocido en unos pocos hermanos. Sin duda, las había adquirido practicando una regla, viviendo en nombre de un principio supremo al que él llamaba Dios. Pero tenía que haber otras razones. Muchos religiosos seguían un modo de vida idéntico y no se le parecían.
El monje tenía menos confianza en sí mismo que nunca. Rezaba. No se movía, no miraba nada, se obligaba a encerrarse en sí mismo para alcanzar un máximo de serenidad. No creía que pudiera detener al venerable, un ser huraño, anclado en su comunidad como en un paraíso inviolable. ¿Le había impedido cometer un error fatal? ¿Se equivocaba al afirmar que aquello era una trampa? Lo único positivo: había mantenido la situación bajo control. El venerable le había cedido el paso. Él, el individuo más desconcertante que había conocido fuera de su monasterio. Al monje no le cabía la menor duda sobre la vocación satánica de los masones, pero aquél no se parecía en nada a sus congéneres. Hablaba como un monje de la Regla… ¡la Regla que consideraba su principal secreto! Allí había un formidable misterio que el monje se había jurado que esclarecería. Si forzaba al venerable a bajar la guardia cada día un poco más, acabaría lográndolo.
La luz del día había invadido el patio. Los soldados marchaban. Un vehículo arrancó, subió la rampa del garaje y abandonó la fortaleza por el gran pórtico, que rápidamente se cerró. Nada fuera de lo normal.
—Un calambre —dijo el venerable.
—Gire el pie en todos los sentidos —le recomendó el monje.
—No pienso dar el espectáculo. Me obligarán a caminar. No tengo elección. Yo salgo corriendo hacia las duchas. ¿Y usted?
El monje se reprochó su vanidad. Creía haber sometido al venerable, pero se había equivocado. No se sentía capaz de quedarse allí, de brazos cruzados, mientras que él se precipitaba… No quería conceder al venerable el privilegio de morir en combate. Dios no se lo permitiría.
—Siento haberles hecho esperar —dijo Klaus, el jefe de las SS, interponiéndose entre los dos hombres y la entrada de las duchas—. Un contratiempo técnico. Nos faltaba desinfectante.
El alemán exhibía un rostro alegre. El venerable dejó de contener el aliento. El monje miró hacia el suelo.
Una forma ágil, ligera, rápida y vestida de negro entró en el barracón de las duchas con un pesado bidón. El venerable la había reconocido, pese al uniforme. Era ella, la chica rubia de la casa. Su aliada. Se había recogido en un moño los cabellos rubios, que disimulaba bajo una gorra cuya visera le tapaba la frente. Debía de prestar pequeños servicios a las SS a cambio de protección; a no ser que formara parte del personal militar. Pero el venerable no podía aceptar que ella participara de aquella locura.
La desinfección duró sólo unos minutos. La joven volvió a salir, saludó torpemente al jefe de las SS y se escabulló. Con un gesto, Klaus ordenó al monje y al venerable que pasaran al interior del barracón.
Una sala de duchas para una decena de personas. Se quitaron la ropa. De las alcachofas salía agua fría; congelada, según el venerable, que no tardó en habituarse a aquella sensación. Lavarse, purificarse… eso era bueno. El monje había elegido la ducha del fondo. De pronto, se puso en cuclillas y arrancó una baldosa. Apareció una cavidad y, en su interior, un saco de tela.
El agua dejó de correr. El monje, todavía mojado, se precipitó hacia su ropa, se la puso y disimuló el saco aplastándolo contra el pecho. Luego se ajustó el rosario a modo de cinturón para impedir que se le escurriera. El venerable se volvió a vestir.
—¿Se lo ha traído ella?
El monje ignoró la pregunta. Fue el primero en salir del barracón de las duchas, con paso precavido.
El contenido del saco de tela estaba esparcido por la cama improvisada, en el cuartucho de la enfermería. Minúsculos bollos de pan rellenos de queso.
—Mi tesoro —explicó el monje—. Por esto arriesga esa chica el pellejo cada vez que viene a desinfectar las duchas. A los enfermos les encantan. Los prepara ella misma. Pero usted no los toque, aunque se muera de ganas.
El venerable se encogió de hombros.
—¿Y no le procura nada más útil?
—Nunca se lo he pedido. Actúa como bien le parece.
—¿Cómo ha descubierto usted ese escondite?
—La primera vez que tuve derecho a la ducha solo, ella lo había dejado abierto.
—¿No teme una provocación?
—Sí… pero he pensado en los enfermos. Algo es algo.
—Podríamos intentar obtener medicamentos a través de ella…
El monje empezó a distribuir los bollos de pan, que los enfermos engulleron con avidez, casi sin masticar. Aroma a queso con sabor de libertad y de días felices.
—Deje en paz a esa chica —recomendó el monje—. Ya mucho hace.
El venerable dio de comer un bollo de pan al astrólogo nizardo. Seguía agonizando. Los labios se le apergaminaban.
—Todo va a arder —murmuró, masticando a duras penas—. Todo… El fuego caerá del cielo, nadie saldrá con vida… ¡nadie!
El astrólogo se incorporó, arqueó el busto, repitió las mismas palabras una decena de veces y luego se desplomó, inerte, con los ojos clavados en el techo de la enfermería.
El monje y el venerable hicieron lo de cada día: asear a los enfermos, limpiarles las camas, suministrarles algunas curas y pronunciar fórmulas de consuelo que ya no engañaban a nadie.
—¿Por qué no vienen a buscarlo? —preguntó el monje—. ¿Sus revelaciones les han bastado?
La puerta del barracón se abrió. Era Klaus, el jefe de las SS. El venerable le miró a los ojos.
—No vengo a buscarlo a usted. El comandante espera a fray Benoît.
El comandante del campo estaba almorzando. Ensalada verde, cordero asado, queso de cabra. Un envío especial de diario, una necesidad para conservar la moral de un hombre al que el Reich había confiado una misión decisiva. Cada noche, en un silencio casi absoluto, el comandante redactaba un largo informe en el que analizaba minuciosamente el comportamiento del venerable, de los hermanos de su logia y del monje. Era indispensable tocar estos tres registros a la vez.
Los primeros resultados obtenidos parecían interesantes. Todavía estaban lejos de alcanzar su objetivo, pero la progresión era constante. Las defensas del venerable se desmoronaban; sabía que había caído en la trampa y no veía escapatoria. Su debilidad, la logia. No abandonaría a sus hermanos, y tampoco tenía derecho a sacrificarse por ellos. De manera que se sentía obligado a revelar los diferentes aspectos de la Regla. Sin duda, aprovechaba el tiempo para retrasar las últimas confesiones, la divulgación de los secretos que conferían a «Conocimiento» su carácter único y sus excepcionales poderes. Los hermanos, encerrados en el barracón rojo, vivían horas cada vez más penosas. Apartados de su líder, ignoraban por lo que éste pasaba, se imaginaban lo peor; y eso les haría perder el resquicio de esperanza que todavía les daba fuerzas para continuar. Dadas las circunstancias, serían incapaces de mantener su unión. La muerte de Pierre Laniel los había quebrantado, pero el comandante quería más: dividirlos, oponerlos los unos a los otros, demostrar al venerable que la logia se descomponía. Ése sería un golpe decisivo.
El comandante seguía indeciso sobre las circunstancias de la muerte de Pierre Laniel. ¿Ataque de locura? ¿Intento de suicidio? ¿Accidente? No había explicación satisfactoria. Una trama urdida por los hermanos, pero ¿con qué intención? ¿De qué les podría servir la muerte de Laniel? ¿Acaso se habían desembarazado del eslabón más débil de la cadena? Sin embargo, Pierre Laniel no daba la impresión de ser frágil. En teoría, una logia como aquélla no debía comportarse de manera tan brutal hacia uno de los suyos. Aun apartado de sus hermanos, el venerable seguramente ejercía cierta influencia sobre ellos. ¿La desaparición de Laniel entraba en un plan que él habría establecido de antemano?
Estas lagunas incomodaban al comandante, que tenía la vaga sensación de pasar por alto un elemento importante. No obstante, él seguía siendo el maestro de ceremonias. Creaba las reglas a su antojo.
El cordero asado se le deshacía en la boca. Una delicia.
—Su visita —anunció el ayudante de campo, embutido en su uniforme de gala.
El comandante dejó el tenedor y retiró el plato. El ayudante de campo quitó la mesa y le sirvió un vaso de Saint Émilion, que el superior degustó con ansia mientras que la pesada silueta del monje, flanqueada por dos agentes de las SS, entró en el despacho. La barba tupida, el sayal en un sorprendente estado de pulcritud, el rosario que llevaba por cinturón con las cuentas brillantes… fray Benoît llenaba la sala con su presencia.
—Hace mucho que no tengo la ocasión de consultarle, padre. ¿Todo bien?
—No. Me faltan medicamentos.
—¡Pero todavía estamos con este problema de intendencia! El doctor Branier ya me lo indicó… olvidémoslo ahora. Hay temas más interesantes que tratar. ¡Helmut!
El ayudante de campo hizo salir a los dos agentes de las SS, cerró la puerta del despacho y se colocó en un rincón de la sala, con las manos cruzadas detrás de la espalda.
—El único tema que me interesa —insistió el monje— es la posibilidad de curar a los enfermos. Me niego a hablar de otra cosa.
—Usted no tiene que negarse a nada, padre. Absolutamente a nada.
El monje no bajó la mirada, y el comandante apreció aquella reacción de orgullo. Le gustaban los seres que se le intentaban resistir, incluso si ya habían perdido la partida. Hacer añicos a este monje entraba en sus planes. Aquel hombre tenía infinidad de recursos, entre ellos la innata astucia de los religiosos. Sin el menor remordimiento, el comandante había firmado la orden de ejecución de muchos de ellos. Charlatanes de discurso vacuo, sin interés. Los creyentes le aburrían. En cambio, aquel benedictino tenía unos poderes fuera de lo común: practicaba artes secretas que los técnicos del Reich transformarían en ciencias eficaces.
—¿Cómo va su colaboración con el doctor Branier?
El monje ni se inmutó, como si no hubiera entendido la pregunta.
—Yo creo que es un médico excelente… ¿y usted, padre?
—Tenemos que cumplir con nuestro deber, él y yo. Y sin medicamentos, fracasaremos.
El comandante se volvió a servir él mismo un vaso un vino.
—Tengo la impresión de que se le escapa un detalle, padre. Entiendo sus dificultades… pero su deber es respetar y acatar las reglas de esta fortaleza. Al Reich no le gustan los enfermos. De hecho, lo que me ha impulsado a hacer de ésta una enfermería modélica ha sido mi espíritu humanitario. En cuanto a los medicamentos… los conseguiré, a condición de que usted se muestre más cooperativo.
El monje frunció su poblado entrecejo. De buena gana habría ahogado al nazi en su propio vaso de vino y estampado contra la pared a la ladilla de su ayudante de campo.
—El doctor Branier es el más temible de los terroristas —prosiguió el comandante—. Masón, anticlerical, miembro de la Resistencia… ha matado y ha dado orden de matar a decenas de inocentes. Gracias a sus primeras declaraciones, hemos podido desmantelar numerosas redes de saboteadores: sacerdotes y religiosos confundidos por la propaganda. Branier es un hombre valiente, pero decidido a salvar el pellejo.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
El monje adoptaba una expresión severa, desaprobadora. El comandante hizo chasquear la lengua contra el paladar: el Saint Émilion era fresco y ligero, a pedir de boca.
—François Branier es venerable de una logia masónica, única en su especie. Guarda secretos que interesan al Reich. No creo que Branier confiese, pero usted podría animarlo a que le haga alguna confidencia… si es que no se las ha hecho ya.
El monje levantó la mirada hacia el techo.
—Dios es mi único confidente.