—Sus exigencias son exorbitantes, doctor Branier.
—Lo que deniegue al médico, tal vez lo conceda al venerable.
El comandante sonrió.
—Puede ser. Todo es negociable. ¿Qué me propone el venerable?
François Branier guardó silencio.
—¿Le interesa el último plan de trabajo de mi logia?
Las narinas del comandante se apretaron. Jamás había logrado obtener un documento serio sobre los temas abordados por los hermanos de «Conocimiento».
—Será un principio, venerable…
Al venerable se le secó la garganta. Perdió las fuerzas. Pronunció algunas palabras inaudibles y volvió a intentarlo.
—Nosotros hemos estudiado los derechos del hombre, la integración del individuo en la sociedad y la…
—Me está tomando el pelo, venerable.
El comandante del campo había empalidecido. Sentía una rabia fría.
—¡No! —gritó el venerable—. ¡Déjeme hablar, por Dios!
François Branier había intentado una jugada imposible. Había que destensar la situación. Esta vez, se vio obligado a revelar auténtica información. El comandante estaba demasiado bien enterado para dejarse engañar.
El ayudante de campo estaba nervioso. Esperaba una reacción violenta del comandante. Nadie se había atrevido a hablarle en ese tono. Pero el agente de las SS permaneció inmóvil, acechando a su presa.
—Con «nosotros» —prosiguió François Branier—, me refería a la práctica totalidad de masones que se ocupaban de la moral, del civismo, de la integración y de otros mil temas profanos. La logia «Conocimiento» fue creada para salir de esta encrucijada. Su último tema de estudio ha sido la Regla.
El comandante disimuló su júbilo. La Regla… la más formidable máquina de guerra concebida para unir a los hombres, para hacer de ellos un grupo inquebrantable, capaz de lograr todas las victorias. La Regla, que había permitido a monjes e iniciados civilizar Europa; y a los templarios, convertirse en una extraordinaria potencia financiera… La Regla, a la cual el cuerpo especial Aneherbe había consagrado tantas investigaciones sin resultados.
—Tendrá que darme más detalles, venerable…
François Branier advirtió el tono ligeramente irónico del comandante. El alemán debía de haber leído páginas y páginas de reglamentos impresos por las obediencias, volúmenes enteros de archivos administrativos. Sin embargo, el agente de las SS había traspasado esta cortina de humo. De entrada, no se había dejado cegar por el teatro barato oficial de los «grandes maestros» y de los «grandes oficiales» que, ornados con condecoraciones, recitaban una lección carente de interés.
—Nosotros hemos preservado un documento titulado «La Regla del Maestro». Data de los primeros tiempos del cristianismo y recoge originales del Próximo Oriente. Los primeros grandes monasterios se han alimentado de su parte oficial. La parte secreta ha permanecido en las logias iniciáticas de constructores.
El ayudante de campo tomaba nota con una rapidez casi increíble. La pluma corría sobre el papel a una velocidad de vértigo. Él sabía que el comandante no le perdonaría haber omitido una sola palabra salida de boca del venerable. El alemán por fin iba a recoger el fruto de sus esfuerzos. Tenía al hombre y la logia capaces de revelarle el secreto de la masonería, de sus instrumentos de poder y de su influencia en el mundo. Una palanca de mando que haría del Reich el mayor imperio jamás creado. Himmler estaba convencido de que la manipulación de las almas era el medio más eficaz no sólo de ganar la guerra, sino también de implantar un poder duradero.
El comandante del campo se había jugado la carrera al apostar por la masonería. Los demás miembros del Aneherbe, el organismo nazi encargado de utilizar los poderes ocultos como armas de gran precisión, sólo creían en las tradiciones nórdicas y en la mística tibetana. Incluso se había enviado a Lhasa una misión especial para que descubriera los secretos de los hechiceros tibetanos. La masonería se consideraba una concha vacía; una asociación internacional, desde luego, pero que sólo aglutinaba embusteros y filósofos de barra de bar. El comandante estaba convencido de que seguía transmitiendo un mensaje esencial. Cuando el SD, servicio de contraespionaje alemán, había ocupado el inmueble del Gran Oriente de Francia, muchos documentos habían caído en sus manos. En junio de 1942, la unificación del «servicio de sociedades secretas» había ido un paso más allá en la represión, impulsada por Bernard Fay, administrador general de la Biblioteca Nacional. La traición de dignatarios masónicos había acabado de tejer esta gigantesca tela de araña, cuyo centro lo ocupaba el comandante de una fortaleza perdida en las montañas.
Hoy saboreaba esta inmensa victoria. Tenía delante al venerable de «Conocimiento», condenado a hablar.
—¿Y dónde se encuentra ahora ese documento, venerable?
—En ninguna parte. No está escrito. Es un conjunto de recomendaciones prácticas.
El comandante experimentaba la embriaguez de quienes alcanzan la meta. Estas «recomendaciones prácticas» tenían que ser instrumentos psíquicos capaces de alterar el comportamiento humano, de poner en marcha un programa político, una revolución preparada con paciencia.
El venerable empezó a revelar lo esencial. Ya no había marcha atrás.
—Supongo que se conocía su Regla de memoria.
—Cada hermano posee una parcela de verdad. Habrá que reunir los fragmentos dispersos, recuperarlos, organizados… Pero antes, quiero cumplir mis deberes de médico. Tendrían que haberos hablado de dos casos probables de difteria y de los riesgos de que se produzca una epidemia. Necesito medicamentos.
—Confío enormemente en los poderes del monje —replicó el comandante—. Es un auténtico curandero. Lo llevaremos a recoger plantas. Eso debería bastar para evitar complicaciones. Mañana analizaremos la situación. Desde esta misma tarde, mi ayudante de campo le preparará un despacho para que pueda empezar a trabajar. Pronto lo tendrá a su disposición. Buena cosecha, venerable.
Dos agentes de las SS acompañaron a François Branier.
—Hoy es un gran día —confesó el comandante a su ayudante de campo—. Un acontecimiento fabuloso, Helmut, un hito en la historia del Reich… Por fin voy a descubrir el secreto de la masonería.
Paseo siniestro por la ladera de la montaña, primavera estática. Klaus y una decena de agentes de las SS vigilaban al venerable. Avanzaron a campo traviesa hasta un parterre de flores al abrigo de un enorme peñasco que las protegía del viento y del frío. El venerable se arrodilló y empezó la cosecha. El monje tenía razón. Allí había con qué curar cierto número de afecciones. Recogió celidonia, acónito, serpol, diente de león, caléndula. Sabiendo preparar decocciones y tisanas, se podría desinfectar heridas, combatir las enfermedades de hígado, las hipotermias, las depresiones.
La tierra estaba húmeda. El pálido sol no irradiaba calor alguno. Rodeado por los agentes de las SS como un animal enjaulado, el venerable sintió el impulso de arrojar la toalla. Le bastaría con huir hacia la cima de la montaña, correr hasta que una ráfaga lo tumbara y le concediera así la libertad. Sin duda, era la única manera de salir de aquel infierno. Ya no necesitaba albergar ninguna esperanza. Lo que los hombres habían hecho de aquella tierra no justificaba que permaneciera en ella ni un segundo más. Pero estaba la logia… la logia que se burlaba de los nazis, de las prisiones, del mal… la logia, con la eterna Regla que impedía a un hermano actuar a capricho.
El venerable agarró las plantas, las metió en un saco de yute previamente examinado por un agente de las SS, se cargó el saco al hombro y bajó hacia la sombría mole de la fortaleza, inerte y silenciosa.
A media pendiente, vio una casa pintada de verde a la entrada de un camino de tierra que se adentraba en un bosque de piceas. Una sola ventana. En la escalera, había una chica rubia con un vestido rojo y blanco barriendo el umbral de la puerta, cubierto de agujas de pino arrastradas por el viento. En cuestión de un instante, levantó la cabeza hacia él. Sus miradas se cruzaron. Entre ellos reinaba una complicidad insospechada.
Una aliada. Una aliada del exterior.
De camino a su prisión, el venerable intentó desterrar de su mente aquella locura fundada solamente en una impresión fugaz. Pero no lo consiguió. La esperanza había anidado en su corazón.
—Hola, padre. Parece usted en excelente forma.
—Excelente —respondió el monje al comandante.
Éste último apartó una pila de expedientes que su ayudante de campo se apresuró a recoger.
—¿Todo bien con el doctor Branier?
—Nos faltan medios.
—¡Ay, padre! Son los rigores de la guerra. Todos nosotros los sufrimos. Helmut, tráigame el material.
El ayudante de campo dejó sobre la mesa del comandante cinco naipes cubiertos y una varita de avellano.
—Pasemos a cosas más serias —dijo el agente de las SS, concentrándose.
El comandante agarró la varita con el índice y el pulgar. Luego recorrió con ella cada naipe, hasta que la punta se tensó sobre el último.
—Creo que he encontrado el as de picas —anunció.
El agente descubrió el naipe.
—Sota de corazones.
—¡Ay! —murmuró, decepcionado—. Sus lecciones todavía no han dado frutos. Debemos continuar.
El monje hacía lo posible por no enseñar bien la radiestesia al comandante. Le daba tanto buenos como malos consejos. Hasta entonces, con aquella amalgama había obtenido los resultados deseados. El alemán no progresaba.
—Antes de empezar la clase, padre, quisiera pedirle un favor. Tengo que analizar unas escrituras.
El ayudante de campo retiró los naipes y, en su lugar, puso siete firmas cuidadosamente recortadas y pegadas en hojas de papel blanco.
—Sólo vuestro don de radiestesista me puede ayudar a esclarecer este asunto, padre. Éstas son las rúbricas de personas acusadas de asesinato. Una de ellas es el jefe de una banda, un temible criminal que mueve los hilos. Pero no consigo identificarlo. No me queda otra elección: o doy orden de que los ejecuten a todos, o me señala usted al culpable.
El comandante ofreció al monje la varita de avellano. Al cogerla, fray Benoît experimentó una sensación de libertad.
—Tengo prisa, padre. Rápido.
—Sus indicaciones son demasiado vagas.
El comandante encendió un cigarrillo.
—Debo añadir que ese hombre guarda un secreto militar y que se niega a hablar. Señálemelo.
El monje recorrió las firmas con la varita pensando en la palabra «crimen». No pasó nada. Luego repitió para sus adentros «secreto». La varita se tensó sobre la tercera rúbrica. El monje quiso continuar y disimular esta reacción, pero el comandante lo interrumpió.
—Gracias, padre. Acaba de elegir al venerable Branier.
Transcurrió un día entero. El aprendiz Jean Serval, ya curado, había regresado al barracón rojo. El monje y el venerable habían curado y dormido a turnos, sin intercambiar más que opiniones médicas acerca de los pacientes.
Según los cálculos del monje, debían de ser las ocho de la tarde. El momento del relevo. El venerable dormía en el cuartucho. El monje lo despertó y se sentó a su lado.
—No me quedan plantas, venerable.
—Iba a pedirle una decocción. El enfermo de la segunda litera, en la primera fila, tiene una infección de orina…
—Lo que nos faltaba. Necesitamos más plantas. O medicamentos.
El monje se frotó las manos, como para entrar en calor.
—Primavera glacial. Venerable, aguanta bien el tipo para venir de la ciudad.
—Cuestión de fe. El calor interior. ¿Lo sentía usted en el monasterio?
—Seguramente hay más fuego interior en el más miserable de los monasterios que en todas las logias masónicas juntas.
—Eso me sorprendería, padre. Las logias no están hechas para reunirse. Cada vez que una obediencia las agrupa y las somete a una administración, todo se echa a perder. El espíritu muere. Cada logia tiene su propio genio.
—Bonito caos… Nosotros, los benedictinos, tenemos la Regla, la santa madre Regla. Con ella, hemos civilizado Europa.
—Hay que rehacerlo todo… Pero lleva razón. Los masones iniciados conocen perfectamente su Regla.
—¡Blasfemia!
El monje tuvo un acceso de ira. Se le hincharon las venas del cuello, y los músculos se le contrajeron sin querer.
—Blasfemia, ninguna… ¿Qué ha hecho usted de esta famosa Regla? ¿Acaso cree que la Iglesia la ha puesto en práctica?
—La Iglesia y la Orden Benedictina —masculló el monje— son dos cosas diferentes.
—También lo son la masonería y mi logia. La Regla secreta, eso es lo que quiere sonsacarme el comandante del campo. Lleva meses intentando hacerme caer en su trampa. Hoy, tiene la certeza de que podrá meter mano a ese tesoro.
—Aquí —dijo el monje—, sólo se sobrevive en función del secreto que uno oculte. Pero es imposible que usted posea un verdadero secreto.
—¿Por qué?
—Porque es ateo, no creyente. Dios solamente revela su ley a quien lo acoge en lo más hondo de su ser.
—No creyentes… ése no es el término exacto. Nuestras creencias individuales no cuentan, por descontado. No hablamos de ellas. No nos interesan. Hay hermanos a los que conozco desde hace más de quince años, y todavía no sé en qué creen ni por quién votan. Lo que sé es que todos nosotros trabajamos en honor del Gran Arquitecto del Universo.
—Una imagen, una quimera, un…
—No, padre. El símbolo del creador. Presente a cada instante. Cuando Cristo trazó el plan del cosmos con compás, asumió la función de Gran Arquitecto del Universo. De hecho, así se le denomina en los primeros textos cristianos.
Las cejas del monje se arquearon.
—¿Los ha leído?
—Todos los textos sagrados nos conciernen. Todas las experiencias espirituales nos enriquecen.
—¡Difícil identificarse en semejante caos!
—No existe el caos —dijo el venerable—, sino la Regla. Gracias a ella, incorporamos en nuestra búsqueda lo que debería serlo. Y, sobre todo, creamos hombres.
—¡Sólo Dios es creador! —bramó el monje.
—La iniciación es un segundo nacimiento. Lo mismo que cuando usted se hizo monje, cuando se despojó del viejo hombre para renacer como el hombre nuevo, para entrar en su comunidad.
—Si siguiera oyendo sus herejías, venerable, creería que casi nada nos separa.