Se negaba a entusiasmarse hasta tener pruebas sólidas —fotografías o muestras de tejidos— que demostrasen la existencia de nuevos animales. Y hasta el momento no había visto nada en absoluto. No estaba seguro de si sentía decepción o alivio.
Malcolm tomó el sujetapapeles del mensajero y firmó rápidamente en la primera hoja: «Entrega de materiales/muestras excluidos: investigación biológica».
—Tiene que completar los casilleros —indicó el mensajero.
Malcolm leyó la lista de preguntas que llenaba la hoja, acompañada cada una de sus respectivos casilleros. ¿Era un espécimen vivo? ¿Era el espécimen un cultivo de bacterias, hongos, virus o protozoos? ¿Estaba registrado el espécimen según un protocolo de investigación establecido? ¿Era un espécimen contagioso? ¿Procedía el espécimen de una granja o criadero de animales? ¿Era el espécimen materia vegetal, semillas propagativas o bulbos? ¿Era el espécimen un insecto o materia relacionada con un insecto…?
Marcó en todas el casillero del «No».
—La hoja siguiente también —dijo el mensajero. Echó una ojeada a la oficina, fijándose en los papeles apilados de cualquier manera y los mapas con tachuelas de colores clavadas que cubrían las paredes—. ¿Hacen investigaciones médicas aquí?
Malcolm pasó la hoja y firmó el segundo formulario.
—No.
—Aún hay otra —señaló el mensajero.
La tercera hoja eximía de responsabilidad a la empresa de transportes. Malcolm la firmó también.
—Adiós y buenos días —se despidió el mensajero.
Al instante Malcolm se encorvó con una mueca y descansó su peso en el borde del escritorio.
—¿Todavía le duele? —preguntó Beverly. Llevó el espécimen a la mesa auxiliar, apartó unos papeles y se dispuso a desenvolverlo.
—Estoy bien —contestó Malcolm. Miró el bastón, que estaba apoyado en su butaca, al otro lado del escritorio. Respiró hondo y cruzó lentamente la oficina.
Beverly retiró el envoltorio del paquete, dejando a la vista un pequeño cilindro de acero inoxidable del tamaño de un puño. El tapón de rosca estaba precintado con el símbolo de la triple hoja que advierte de peligro biológico. El cilindro llevaba adosada una pequeña caja, con una válvula metálica; contenía el gas refrigerante. Malcolm enfocó el cilindro con la lámpara y dijo:
—Veamos a qué venía tanto entusiasmo.
Rompió el precinto y desenroscó el tapón. El gas salió con un silbido y una ligera vaharada blanca de condensación. La cara externa del cilindro se empañó. Echó una ojeada al interior y vio una bolsa de plástico y un papel. Puso el cilindro boca abajo y vertió el contenido en la mesa. En la bolsa había un pedazo irregular de carne verdosa de unos diez centímetros cuadrados con una pequeña etiqueta verde de plástico. Lo levantó a la luz, lo examinó con una lupa y lo dejó nuevamente en la mesa. Observó la piel verde y la textura granulada.
«Podría ser. Podría ser…», pensó.
—Beverly —dijo—, llama a Elizabeth Gelman al zoológico y dile que quiero mostrarle una cosa. Adviértele que es confidencial. Beverly asintió y salió a llamar por teléfono. Una vez solo, Malcolm desenrolló el papel que acompañaba la muestra. Era un fragmento de una hoja de papel pautado. En mayúsculas se leía:
YO TENÍA RAZÓN Y TÚ ESTABAS EQUIVOCADO
Malcolm arrugó la frente. «Ese hijo de puta», pensó.
—Cuando hayas avisado a Elizabeth, llama a Richard Levine a su oficina. Tengo que hablar con él ahora mismo.
Richard Levine apretó la cara contra la roca tibia del acantilado y se detuvo a recobrar el aliento. Ciento cincuenta metros más abajo el mar se agitaba y las olas blancas y resplandecientes embestían las rocas negras con un ruido atronador. El barco que lo había llevado hasta allí navegaba ya con rumbo este y no era más que una mota blanca en el horizonte. Había tenido que marcharse, porque no existía un solo puerto seguro en aquella isla inhóspita y desolada. En esos momentos se hallaban librados a su suerte.
Levine respiró hondo y miró a Diego, que subía por la pared del acantilado a unos seis o siete metros por debajo de él. Diego cargaba con la mochila que contenía todo el equipo, pero era joven y fuerte. Sonrió jovialmente y señaló hacia lo alto con la cabeza.
—¡Ánimo! —exclamó—. Ya estamos cerca.
—Eso espero —dijo Levine. Al examinar el acantilado con los prismáticos desde el barco, le había parecido un buen sitio para realizar el ascenso. Pero en realidad se trataba de una pared casi vertical, y muy peligrosa porque la roca, de origen volcánico, se desmenuzaba fácilmente.
Levine levantó los brazos y extendió los dedos buscando otro asidero. Al aferrarse a la roca, se desprendieron pequeñas piedras y le resbaló la mano. Volvió a agarrarse y ascendió un poco más. Respiraba entrecortadamente a causa del cansancio y el miedo.
—Ya sólo quedan veinte metros —lo alentó Diego—. Lo logrará.
—Por supuesto —masculló Levine—. Teniendo en cuenta la alternativa.
A medida que se acercaba a lo alto del acantilado, el viento arreciaba, silbándole en los oídos y tirándole de la ropa. Levine tenía la sensación de que intentaba arrancarlo de la pared rocosa. Miró hacia arriba y vio el denso follaje que crecía justo al borde del acantilado.
«Ya casi estamos. Casi», pensó.
Con un último esfuerzo logró encaramarse a la cima y, desfallecido, rodó entre los helechos húmedos. Todavía jadeante, volvió la cabeza y vio asomar a Diego, fresco, sin el menor indicio de cansancio. Ya en lo alto Diego se sentó en cuclillas sobre el musgo y sonrió. Levine fijó la mirada en las enormes hojas de helecho que pendían sobre su cabeza y dejó escapar la tensión acumulada durante el ascenso en forma de largas y trémulas exhalaciones. Le ardían las piernas.
Pero no le importaba: ¡Por fin estaba allí!
Contempló la selva que lo envolvía. Era un bosque primario, no alterado por la mano del hombre, exactamente tal como lo mostraban las imágenes del satélite. Levine no había tenido más remedio que fiarse de las fotografías del satélite, porque no existían mapas de las islas privadas. Aquel lugar era una especie de Mundo Perdido, aislado en medio del océano Pacífico.
Levine escuchó el silbido del viento y el rumor de las palmeras, cuyas hojas desprendían gotas de agua que le mojaban el rostro. De pronto oyó un sonido lejano, como el llamado de un ave pero más grave, más resonante. Escuchó atentamente y lo oyó de nuevo.
Un chasquido cercano lo obligó a volver la mirada. Diego acababa de prender un fósforo y se disponía a encender un cigarrillo. Levine se incorporó al instante y le apartó de un golpe la mano, indicándole su desaprobación con la cabeza.
Diego, desconcertado, frunció el entrecejo.
Levine se llevó un dedo a los labios y señaló en dirección al llamado del ave.
Diego hizo un gesto de incomprensión y lo miró con indiferencia. Aquello no lo inquietaba. No veía razón para preocuparse. Obviamente no sabía con qué se enfrentaban, pensó Levine mientras abría la mochila de color verde oscuro y empezaba a montar el imponente rifle Lindstradt. Lo habían fabricado especialmente para él en Suecia y representaba lo último en tecnología para el control de animales. Enroscó el cañón en la culata, encajó el cargador Fluger, verificó la carga de aire comprimido y le entregó el rifle a Diego, que lo tomó con otro gesto de incomprensión.
A continuación Levine sacó de la mochila la pistola enfundada, una Lindstradt negra, de metal anodizado, y se la ciñó a la cintura.
Desenfundó el arma, verificó dos veces el seguro y volvió a guardarla en la funda. Luego se puso de pie e indicó a Diego que lo siguiese. Diego cerró la mochila y se la echó a los hombros.
Se alejaron del acantilado e iniciaron el descenso por la empinada ladera. La ropa se les empapó casi de inmediato debido a la humedad de la vegetación. Apenas tenían visibilidad; la selva los rodeaba por todas partes y alcanzaban a ver apenas unos pasos por delante de ellos. Los helechos, de unos siete metros de altura y tallos ásperos y erizados, tenían enormes frondas, comparables a un hombre en longitud y ancho. Y por encima de los helechos el tupido follaje de las copas de los árboles impedía casi por completo el paso del sol. En la penumbra, avanzaron silenciosamente por la tierra húmeda y esponjosa.
Levine se detenía con frecuencia para consultar su brújula de pulsera. Bajaron por la escarpada pendiente en dirección oeste, hacia el interior. Levine sabía que la isla se había formado sobre los restos de un antiguo cráter volcánico desgastado por siglos de erosión climática. El terreno interior se componía de una serie de crestas montañosas que conducían al lecho del cráter. Pero allí donde se hallaban, en el extremo oriental, el paisaje era abrupto, irregular y engañoso.
La sensación de aislamiento, de haber regresado a un mundo primigenio, se palpaba en el aire. Levine notaba que el corazón le latía con fuerza mientras descendían por la pendiente, cruzaban un riachuelo pantanoso y empezaban a subir de nuevo. En lo alto de la siguiente cresta se abría un claro en la vegetación, y sintió una agradable brisa. Desde aquella altura se avistaba el extremo opuesto de la isla, el duro y negro contorno de una costa peñascosa a kilómetros de distancia. Entre su posición y aquellos acantilados no se veía más que la suave ondulación de la selva.
—Fantástico —comentó Diego, deteniéndose junto a él. Levine lo obligó a callar de inmediato.
—Pero si estamos solos —protestó Diego, señalando el paisaje. Levine, enojado, negó con la cabeza en un gesto de recriminación. Se lo había dicho claramente a Diego en el barco. Una vez en la isla, nada de charla. Nada de loción para el pelo, nada de colonia y nada de tabaco. La comida debía ir guardada en bolsas de plástico con cierre hermético. Todo tenía que empaquetarse con extremo cuidado. Debía evitarse cualquier olor o ruido. Había advertido a Diego una y otra vez sobre la importancia de esas precauciones.
Sin embargo, como ahora resultaba evidente, Diego no le había prestado la menor atención. No había entendido nada. Levine, furioso, le dio un codazo y volvió a negar con la cabeza.
—Por favor, aquí hay sólo pájaros —dijo Diego, sonriendo.
En ese preciso instante oyeron un sonido grave y retumbante, un grito sobrenatural que surgía de algún lugar del bosque. Al cabo de un momento se produjo un segundo grito en respuesta al anterior en otra parte de la selva.
Diego miró con los ojos muy abiertos.
—¿Pájaros? —preguntó Levine, formando la palabra con los labios sin emitir sonido alguno.
Diego guardó silencio. Se mordió el labio y observó el bosque con expresión de asombro.
Al sur las copas de los árboles empezaron a moverse, toda una sección del bosque que pareció cobrar vida de repente como agitada por el viento. Pero el resto del bosque permanecía inmóvil. No era el viento.
Diego se santiguó.
Oyeron otros gritos que se prolongaron durante casi un minuto; después se impuso de nuevo el silencio.
Levine salió del claro e inició el descenso entre la espesura, adentrándose más en la isla.
Avanzaba a paso rápido con la vista baja por temor a cruzarse con alguna serpiente cuando oyó un suave silbido a sus espaldas. Al volverse vio que Diego señalaba hacia la izquierda.
Levine retrocedió, se abrió paso entre la vegetación y siguió a Diego, que se había encaminado hacia el sur. Pasados unos minutos se encontraron con dos señales paralelas en la tierra; la hierba y los helechos habían vuelto a crecer, pero sin duda se trataba de una antigua pista de jeeps que penetraba en la selva. Naturalmente continuaron por allí. Levine sabía que el avance sería mucho más rápido por un camino ya abierto.
Con un gesto Levine indicó a Diego que dejase la mochila. Era su turno; se cargó el peso a los hombros y ajustó las correas.
En silencio, siguieron por el camino.
En algunos puntos la vegetación había vuelto a crecer de tal modo que las roderas apenas se veían. Era evidente que el sendero no se utilizaba desde hacía años, y la selva estaba siempre dispuesta a recuperar el terreno perdido. Detrás de él, Diego lanzó un gruñido e insultó en voz baja. Al volverse Levine vio que Diego levantaba una pierna con cuidado; había metido el pie hasta el tobillo en un montón de excrementos verdosos de animal. Levine retrocedió.
Diego se limpió la bota en el tallo de un helecho. Aparentemente los excrementos se componían de motas claras de heno y una masa verde. La materia, seca y vieja, pesaba poco y se desmenuzaba fácilmente. No desprendía olor.
Levine rastreó el suelo hasta dar con el resto de la excreción. Eran heces bien formadas, de unos doce centímetros de diámetro. Sin duda procedían de un herbívoro de gran tamaño.
Diego guardaba silencio pero tenía los ojos muy abiertos. Levine movió la cabeza y siguió adelante. En tanto apareciesen sólo indicios de herbívoros no había por qué preocuparse. Al menos, no demasiado. De todos modos, acarició la culata de la pistola con los dedos como para darse confianza.
Llegaron a un arroyo de márgenes lodosas. Levine se detuvo. Nítidamente marcadas en el barro advirtió unas huellas de tres dedos, algunas muy grandes. La palma de su mano extendida cabía holgadamente en una de las huellas.
Cuando Levine levantó la vista, Diego volvía a santiguarse. En la otra mano sostenía el rifle.
Permanecieron inmóviles junto al arroyo, escuchando el suave gorgoteo de la corriente. Un objeto que brillaba en el agua llamó la atención de Levine. Se agachó y lo tomó. Era un fragmento de un tubo de cristal poco mayor que un lápiz. Tenía un extremo roto. A un lado se veían aún las marcas de una escala de medición. Comprendió que se traba de una pipeta como las que se usan en cualquier laboratorio del mundo. Levine la alzó y la miró al trasluz, haciéndola girar entre los dedos. Aquello le extrañó. Una pipeta como aquella implicaba…
Levine giró y de reojo percibió un movimiento, algo pardo y pequeño que se escabullía por el lodo de la orilla. Algo del tamaño de una rata.
Diego emitió un bufido de sorpresa. El animal desapareció en la espesura.
Levine avanzó unos pasos y se puso en cuclillas junto al arroyo. Examinó el rastro dejado por el minúsculo animal. Las pisadas tenían tres dedos, igual que las huellas de un ave. Vio otras pisadas, algunas mucho mayores, de varios centímetros de ancho.
Levine ya había visto antes huellas semejantes en senderos como el del río Purgatoire, en Colorado, donde la antigua costa se había fosilizado y las pisadas de los dinosaurios se conservaban en la piedra. Pero las pisadas que tenía ante sus ojos en esos instantes estaban impresas en barro, y pertenecían a animales vivos.