—No, desde hace un tiempo.
—Mmm —murmuró Malcolm—. Lo suponía.
—Me llamaron por última vez hace nueve meses —informó Levine—. Estaba en Siberia examinando la cría de mamut congelada que acababan de encontrar allí y no conseguí regresar a tiempo. Pero me dijeron que era una especie de lagarto grande y fuera de lo común, hallado muerto en la selva de Costa Rica.
—¿Y bien? ¿Qué fue de él?
—Quemaron los restos.
—Es decir, no queda nada.
—Así es.
—¿Ni fotografías? ¿Ni pruebas?
—Por lo visto, no.
—Entonces no son más que habladurías —dijo Malcolm.
—Tal vez. De todos modos creo que vale la pena organizar una expedición para conocer más detalles sobre esos supervivientes de los que se habla.
Malcolm le clavó la mirada.
—¿Una expedición? ¿Para encontrar un hipotético Mundo Perdido? ¿Quién va a financiarla?
—Yo —afirmó Levine—. Ya he iniciado los preparativos.
—Pero eso costaría…
—No me importa lo que cueste —aseguró Levine—. El hecho es que la supervivencia es posible. Ha ocurrido con diversas especies de otros géneros y podría haber también supervivientes del Cretácico.
—Fantasías —repitió Malcolm, negando con la cabeza.
Levine guardó silencio por un instante y miró a Malcolm a los ojos.
—Doctor Malcolm, le confieso que me sorprende su actitud. Acaba de exponer una tesis, y yo le ofrezco la oportunidad de verificarla. Esperaba verlo saltar de entusiasmo ante la perspectiva.
—Ya no estoy para saltos —repuso Malcolm.
—Y en lugar de aceptar mi propuesta se…
—No me interesan los dinosaurios —espetó Malcolm.
—A todo el mundo le interesan los dinosaurios.
—A mí no —respondió Malcolm, y giró sobre su bastón dispuesto a marcharse.
—A propósito —añadió Levine—. ¿Qué hacía en Costa Rica? Según he oído, pasó allí casi un año.
—Estaba en la cama de un hospital. No pudieron sacarme de terapia intensiva durante seis meses. Ni siquiera era posible trasladarme en avión.
—Sí, ya sé que tuvo un accidente —dijo Levine—. Pero, ¿qué lo llevó hasta allí? ¿No fue a buscar dinosaurios?
Malcolm lo miró con los ojos entornados a causa del sol resplandeciente y se apoyó en el bastón.
—No —contestó—. En absoluto.
Se hallaban los tres sentados alrededor de una pequeña mesa en un rincón del café Guadalupe, al otro lado del río. Sarah Harding bebía cerveza directamente de la botella y observaba a los dos hombres que tenía delante: Levine, visiblemente complacido de estar con ellos, como si compartir su mesa fuese para él un triunfo; Malcolm, con aspecto de hastío, como un padre que ha pasado demasiado tiempo con un hijo hiperactivo.
—¿Quiere saber qué ha llegado a mis oídos? —preguntó Levine—. Que hace un par de años una compañía llamada InGen creó dinosaurios mediante ingeniería genética y los llevó a una isla de Costa Rica. Pero algo salió mal, mucha gente resultó muerta, y los dinosaurios fueron eliminados. Ahora, por alguna razón legal, nadie está dispuesto a hablar. Debe de haber un pacto de no divulgación o algo así. Y el gobierno costarricense no quiere que el asunto afecte negativamente al turismo. Así que todo el mundo guarda silencio. Eso he oído.
Malcolm lo miró fijo.
—¿Y se lo creyó?
—Al principio no, la verdad —respondió Levine—. Pero el caso es que lo he oído una y otra vez. Los rumores están en el aire. Según se dice, usted, Alan Grant y unas cuantas personas más estuvieron allí.
—¿Le preguntó a Grant al respecto?
—Sí, el año pasado, en un congreso celebrado en Pekín. Me contestó que era una idea absurda.
Malcolm movió lentamente la cabeza en un gesto de asentimiento.
—¿También ésa es su respuesta? —inquirió Levine entre sorbo y sorbo de cerveza—. Por cierto, conoce a Grant, ¿no?
—No, no lo conozco.
Levine observó a Malcolm atentamente.
—Por lo tanto, ¿no es verdad?
Malcolm suspiró.
—¿Le suena el concepto de tecnomito? Lo desarrolló Geller en Princeton. Básicamente la tesis sostiene que hemos perdido los mitos antiguos: Orfeo y Eurídice, Perseo y Medusa. De modo que los hemos sustituido por tecnomitos modernos. Geller enumeró una docena aproximadamente. Uno es que hay un alienígena vivo en un hangar de la base aérea de Wright-Patterson. Otro es que alguien inventó un carburador con un consumo de un litro por cada sesenta kilómetros, pero los fabricantes de automóviles compraron la patente y la mantienen archivada. También existe el cuento de que unos niños adiestrados por los rusos en técnicas de percepción extrasensorial en una base secreta de Siberia son capaces de matar con la mente a personas en cualquier lugar del mundo. O la fantasía de que las líneas de Nazca, en Perú, son un aeropuerto para naves espaciales. Que la CIA propagó el virus del sida para acabar con los homosexuales. Que Nikola Tesla descubrió una increíble fuente de energía, pero sus notas han desaparecido. Que en Estambul existe un dibujo del siglo X que representa la Tierra vista desde el espacio. Que el Instituto de Investigación de Stanford encontró a un individuo que resplandece en la oscuridad. ¿Capta la idea?
—Pretende darme a entender que los dinosaurios de InGen son un mito —dijo Levine.
—Claro que lo son. No puede ser de otro modo. ¿Acaso cree que la ingeniería genética podría crear dinosaurios?
—Según sostienen los expertos, no.
—Y tienen razón —aseguró Malcolm. Dirigió una mirada a Harding como si buscase su confirmación. Ella permaneció en silencio, limitándose a beber cerveza.
En realidad, Harding sabía algo más sobre esos rumores referentes a los dinosaurios. Una vez, tras una intervención quirúrgica, Malcolm empezó a delirar a causa de la anestesia y los calmantes. Aparentemente asustado, se retorcía en la cama y repetía los nombres de varias clases de dinosaurios. Harding se lo comentó a la enfermera, quien le explicó que le ocurría lo mismo después de cada operación. El personal del hospital dio por sentado que se trataba de una fantasía provocada por la medicación, pero a Harding le pareció que Malcolm revivía alguna experiencia real aterradora. Esa impresión se vio reforzada por la familiaridad con que Malcolm se refería a los dinosaurios en una especie de jerga: «raptores», «compis», «trices». En apariencia, los raptores lo atemorizaban de una manera especial.
Más tarde, cuando Malcolm volvió a su casa, Harding le preguntó por aquellos delirios. Él les restó importancia contestando con un chiste malo: «Al menos no mencioné a otras mujeres, ¿no?». A continuación se escudó en vaguedades sobre su afición a los dinosaurios en la infancia y las regresiones causadas por los estados de enfermedad. En su actitud se adivinaba una afectada indiferencia, como si todo aquello fuese intrascendente. Harding tuvo la clara sensación de que sus respuestas no eran más que evasivas, pero prefirió no insistir; por aquel entonces estaba enamorada de él y se sentía inclinada a la condescendencia.
Ahora Malcolm la miraba con expresión interrogativa, como preguntándole si tenía intención de contradecirlo. Harding levantó una ceja y le devolvió la mirada. Malcolm debía de tener sus razones, y ella esperaría con paciencia.
—¿Así que el asunto de InGen es totalmente falso? —preguntó Levine inclinándose sobre la mesa hacia Malcolm.
—Totalmente falso —afirmó Malcolm sin titubear—. Totalmente falso.
Malcolm llevaba ya tres años desmintiendo esas especulaciones. A esta altura ya había desarrollado una verdadera maestría; su hastío no era ya fingido sino auténtico. En realidad, actuó como asesor de International Genetic Technologies de Palo Alto en el verano de 1989, y en representación de la compañía realizó un viaje a Costa Rica que terminó en un desastre. Inmediatamente después todos los implicados en el suceso se apresuraron a evitar la difusión de la noticia. InGen deseaba limitar su responsabilidad. El gobierno de Costa Rica quería salvaguardar su fama de paraíso turístico. Y los científicos participantes tenían prohibido hablar por un pacto de no divulgación, revalidado posteriormente mediante generosas gratificaciones destinadas a garantizar su silencio. En el caso de Malcolm consistían en el pago de dos años de facturas médicas por parte de la compañía.
Mientras tanto, las instalaciones de InGen en la isla de Costa Rica habían sido desmanteladas. Ya no quedaba allí ninguna criatura viviente. Además la compañía había contratado al eminente profesor George Baselton de Stanford, un biólogo y ensayista que gracias a sus frecuentes apariciones televisivas se había convertido en una autoridad popular en temas científicos. Baselton afirmó haber visitado la isla y desmintió infatigablemente los rumores de que habían existido allí animales extintos. Especialmente eficaz resultaba su irónico comentario: «¡Sí, ya lo creo, tigres de dientes de sable!».
Con el paso de los meses, el interés decayó. InGen había quebrado hacía tiempo ya; los principales inversores europeos y asiáticos aceptaron sus pérdidas. Aunque los bienes materiales de la compañía —edificios y equipo de laboratorio— se venderían parte por parte, se decidió que la tecnología básica desarrollada no se pondría en venta. En resumen, el capítulo InGen se había cerrado.
Ya estaba todo dicho.
Así que todo es mentira —comentó Levine mientras devoraba su tamal de maíz tierno—. Para serle sincero, doctor Malcolm, eso me tranquiliza.
—¿Por qué? —preguntó Malcolm.
—Porque significa que los restos que vienen apareciendo en Costa Rica deben de ser auténticos. Dinosaurios reales. Tengo un amigo de Yale, un biólogo, que está allí trabajando y asegura que los ha visto. Y yo le creo.
Malcolm se encogió de hombros y dijo:
—Dudo de que se encuentren más animales en Costa Rica.
—Es cierto que no ha aparecido ninguno desde hace casi un año. Pero por si acaso voy a viajar hasta allí. Y mientras tanto tengo la intención de preparar una expedición. He pensado mucho en eso. Creo que los vehículos especiales podrían construirse y estar disponibles en un año. Ya hablé con Doc Thorne. Luego reuniré un equipo en el que podría incluirse a la doctora Harding aquí presente, o a algún otro naturalista de experiencia equiparable, y a unos cuantos estudiantes graduados…
Malcolm negaba con la cabeza mientras escuchaba.
—Piensa que es una pérdida de tiempo —adivinó Levine.
—Sí, en efecto.
—Pero suponga, simplemente suponga, que aparecen otros animales.
—No ocurrirá.
—Pero suponga que así fuese —insistió Levine—. ¿Le interesaría ayudarme? ¿A organizar una expedición?
Malcolm terminó de comer y apartó el plato.
—Sí —respondió por fin—. Si aparecen más animales, lo ayudaré.
—¡Magnífico! —exclamó Levine—. Eso quería saber.
Afuera, bajo el deslumbrante sol que bañaba Guadalupe Street, Sarah y Malcolm se encaminaron hacia el destartalado Ford de éste. Levine subió a su Ferrari roja, se despidió con un alegre gesto y se alejó ruidosamente.
—¿Crees que es posible? —preguntó Harding—. ¿Que aparezcan otra vez… estos animales?
—No —contestó Malcolm—. Tengo la total certeza de que no aparecerá ningún otro.
—¡Qué optimista!
Malcolm sacudió la cabeza y subió torpemente al coche, metiendo la pierna lesionada bajo el volante con un balanceo. Harding ocupó el asiento contiguo. Malcolm la miró y puso el motor en marcha. Volvieron al instituto.
Al día siguiente Harding regresó a África. Durante los dieciocho meses posteriores tuvo una vaga noción de los progresos de Levine por las esporádicas llamadas que recibía de él para preguntarle sobre los procedimientos característicos de un trabajo de campo, los neumáticos más apropiados para los vehículos, o el mejor anestésico para animales en estado salvaje. A veces la llamaba Doc Thorne, encargado de la construcción de los vehículos. Casi siempre lo notaba preocupado.
De Malcolm no tuvo más noticia que la felicitación que le envió por su cumpleaños. Llegó con un mes de retraso. Al pie de la tarjeta escribió: «Feliz cumpleaños. Tienes suerte de no estar cerca de él. Me está volviendo loco».
En la región conservadora, lejos del borde caótico, los elementos se agrupan lentamente, sin mostrar pautas definidas.
I
AN
M
ALCOLM
El helicóptero sobrevolaba a baja altura la costa en la tenue luz vespertina, siguiendo la línea donde se unían la playa y la densa selva. Las últimas aldeas de pescadores habían quedado atrás hacía unos diez minutos. En esos momentos sólo se divisaban la impenetrable selva costarricense, los manglares y un kilómetro tras otro de arena desierta. Sentado junto al piloto, Marty Gutiérrez veía pasar velozmente la costa por la ventanilla. En aquella zona no había siquiera carreteras, o al menos no a la vista.
Gutiérrez era un biólogo norteamericano de treinta y seis años, tranquilo y barbudo, que llevaba ocho afincado en Costa Rica. Al principio viajó hasta allí sólo para estudiar la especiación de los tucanes en la selva tropical, pero consiguió un puesto de asesor en la Reserva Biológica de Carara, el parque nacional situado al norte del país, y se quedó a vivir. Accionó el micrófono de la radio y preguntó al piloto:
—¿Cuánto tiempo falta?
—Cinco minutos, señor Gutiérrez.