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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (14 page)

Eran cuatro. Dos esperaban a los otros dos, que bajaban la cuesta. Luego se reunieron los cuatro delante de nuestro patio y uno gritó que nos quedáramos allí.

Refrenaron sus caballos, pero los caballos piafaban y echaban espuma, y no paraban de moverse inquietos. Eran demasiado grandes para la calle.

—Vaya, vaya —dijo uno de los hombres, en griego—. Parece que sois los únicos que vivís en Nazaret. Tenéis todo el pueblo para vosotros solos. Y nosotros a toda la población reunida en un solo patio. ¡Estupendo!

Nadie dijo palabra. La mano de José en mi hombro casi me hacía daño. Todos nos quedamos quietos.

Entonces el que parecía el jefe, haciendo señas a sus camaradas de que callaran, avanzó como mejor pudo a lomos de su nerviosa montura.

—¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa? —espetó.

Otro bramó:

—¿Algún motivo para que no os crucifiquemos como a la otra chusma que encontramos por el camino?

Silencio. Y entonces, José habló con voz suave.

—Señor —dijo en griego—, venimos de Alejandría. Ésta es nuestra casa, pero no sabemos nada de lo que está pasando. Acabamos de llegar y nos hemos encontrado el pueblo vacío.

—Señaló hacia los burros con sus canastos, mantas y bultos—. Venimos cubiertos del polvo del camino, señor. Estamos a vuestro servicio.

Tan larga respuesta sorprendió a los romanos, y el jefe avanzó con su caballo, entrando en el patio y haciendo retroceder de miedo a nuestras bestias. Nos miró a todos, a nuestros fardos, a las mujeres y a los pequeños.

Pero, antes de que pudiera hablar, el otro soldado dijo:

—¿Por qué no nos llevamos dos y dejamos el resto? No tenemos tiempo para mirar en todas las casas. Elige dos y larguémonos de aquí.

Mi tía y mi madre gritaron al unísono, aunque al punto se contuvieron. La pequeña Salomé rompió a llorar y el pequeño Simeón se puso a berrear, aunque dudo que supiera por qué. Oí a mi tía Esther murmurar algo en griego, pero no entendí las palabras.

Yo estaba tan asustado que casi no podía respirar. Habían dicho «crucificar», y yo sabía qué era una crucifixión. Lo había visto cerca de Alejandría, pero sólo con miradas rápidas porque jamás había que quedarse presenciando una crucifixión. Clavado a una cruz, despojado de toda la ropa y miserablemente desnudo en su muerte, un crucificado era una visión horrible y vergonzosa. Sentí pánico.

El jefe no respondió.

—Así escarmentarán —insistió el otro—. Nos llevamos dos y dejamos que se vayan los otros.

—Señor —dijo José—, ¿ qué podríamos hacer para demostraros que no somos culpables de nada, que tan sólo acabamos de llegar de Egipto? Somos gente sencilla, señor. Observamos las leyes, tanto las nuestras como las vuestras.

José no exteriorizaba ningún miedo, como tampoco ninguno de los hombres, pero yo sabía que estaban aterrorizados. Mis dientes empezaron a castañetear. Ahora no podía romper a llorar. Ahora no, por favor.

Entretanto, las mujeres temblaban y sollozaban de manera casi inaudible.

—No —dijo el jefe—, estos hombres no tienen nada que ver. Vámonos.

—Espera, tenemos que llevarnos a alguien de este pueblo —dijo el otro—. Seguro que aquí también apoyaban a los rebeldes. Ni siquiera hemos registrado las casas.

—¿Cómo vamos a registrar tantas casas? —repuso el jefe. Nos miró—. Tú mismo has dicho que no podemos. Y ahora, en marcha.

—Uno, llevémonos a uno solo, para que sirva de ejemplo. Sólo uno.

—El soldado se situó delante del jefe y empezó a mirar a nuestros hombres.

El jefe no respondió.

—Entonces iré yo —dijo Cleofás—. Llevadme a mí.

Las mujeres gritaron al unísono; mi tía María se derrumbó sobre mi madre y Bruria cayó de hinojos y prorrumpió en llanto.

—Es para esto que sobreviví: moriré por la familia.

—No, llevadme a mí —dijo José—. Iré con vosotros. Si es que tiene que ir alguien, que sea yo. No sé de qué se me acusa, pero iré.

—No; voy yo —terció Alfeo—. Si es preciso, seré yo. Pero, os lo ruego, decidme el motivo por el que voy a morir.

—Tú no morirás —replicó Cleofás—. ¿No te das cuenta? Es por eso que no morí allá en Jerusalén. Ahora voy a ofrecer mi vida por la familia: es el momento perfecto.

—Seré yo quien vaya —intervino Simón, dando un paso al frente—. El Señor no alarga la vida de un hombre para hacerle morir en la cruz. Llevadme a mí. Siempre he sido lento y perezoso. Todos lo sabéis. Nunca hago nada bien; al menos ahora serviré para algo. Dejad que aproveche esta ocasión para ofrecerme por mis hermanos y por todos mis familiares.

—¡He dicho que no! ¡Iré yo! —se obstinó Cleofás—. Es a mí a quien se llevarán.

De repente, los hermanos empezaron a gritarse unos a otros, incluso a darse empujones suaves, cada cual asegurando que moriría por los demás. Cleofás porque de todos modos estaba enfermo, José porque era el cabeza de familia, y Alfeo porque dejaba a dos hijos fuertes y sanos, y así sucesivamente.

Los soldados, que habían enmudecido de asombro, prorrumpieron en grandes carcajadas.

Y Santiago bajó del tejado, mi hermano Santiago de sólo doce años, vino corriendo y dijo que quería ser él quien fuera.

—Iré con vosotros —le dijo al jefe—. He venido a la casa de mi padre, y del padre de mi padre, y del padre del padre de mi padre, para morir por esta casa.

Los soldados se rieron todavía más.

José hizo retroceder a Santiago y todos empezaron a discutir otra vez, hasta que los soldados miraron hacia la casa. Uno de ellos señaló con el dedo. Todos volvimos la cabeza.

De la casa, de nuestra casa, salía una anciana, una mujer tan vieja que su piel parecía cuero reseco. Traía en sus manos una bandeja de pastas y un odre de vino colgado del hombro. Tenía que ser la vieja Sara, no podía ser otra.

Los niños la miramos porque los soldados así lo hacían, pero los hombres continuaban discutiendo sobre quién iba a ser el crucificado, y cuando ella habló no pudimos oír sus palabras.

—¡Basta, callaos de una vez!

—Gritó el jefe—. ¿No veis que la anciana quiere hablar?

Silencio.

La vieja Sara se adelantó a pasitos rápidos.

—Haría una inclinación ante vosotros —dijo en griego—, pero soy demasiado vieja para eso. Y vosotros sois jóvenes. Tengo unos dulces y el mejor vino de los viñedos de nuestros parientes que viven más al norte. Sé que estáis cansados y en tierra extranjera.

—Su griego era tan bueno como el de José, y su manera de hablar denotaba alguien acostumbrado a contar historias.

—¿Darías de comer y beber a unos soldados que crucifican a tus compatriotas? —preguntó el jefe.

—Señor, podría prepararos la ambrosía de los dioses en el Monte Olimpo —dijo Sara—, y convocar a bailarinas y músicos y llenar vasos dorados con néctar, si con eso perdonarais la vida a estos hijos de la casa de mi padre.

Los soldados prorrumpieron en tales risotadas que fue como si no hubieran reído nunca. No era una risa malvada, no, sus rostros parecían ahora menos crispados, y se les notaba la fatiga.

Sara se acercó a ellos y les ofreció los dulces. Y los soldados aceptaron, los cuatro, y el soldado malvado, el que quería llevarse a uno de nosotros, cogió el odre de vino y echó un trago.

—Mejor que néctar y ambrosía —dijo el jefe—. Eres una mujer bondadosa. Me recuerdas a mi abuela. Si tú me dices que ninguno de estos hombres es un bandido, si me dices que nada tienen que ver con las revueltas de Séforis, yo te creeré, y dime también por qué el pueblo está vacío.

—Estos hombres son lo que dicen ser —confirmó la anciana. Santiago le cogió la bandeja mientras los hombres comían los dulces—. Han vivido siete años en Alejandría. Son artesanos que trabajan la plata, la madera y la piedra. Tengo una carta de ellos anunciando su regreso a casa. Y esta niña, mi sobrina María, es hija de un soldado romano judío estacionado en Alejandría, y su padre participó en las campañas del norte.

Tía María, que ya no se sostenía en pie y necesitaba la ayuda de dos mujeres, asintió con la cabeza.

—Tomad, aquí tengo la carta. Me llegó de Egipto hace solamente un mes, por el correo romano. Os la enseñaré. Podéis leerla. Está en griego, la redactó el escriba de la calle de los Carpinteros.

Sacó un pergamino enrollado, el mismo que mi madre le había enviado desde Alejandría.

—No, no hace falta —dijo el soldado—. Veréis, teníamos que sofocar esta rebelión, eso ya lo sabéis. Y buena parte de la ciudad ha sido pasto de las llamas. Eso no es bueno para nadie. Nadie quiere que eso pase. Mirad este pueblo. Mirad los cultivos. Estas tierras son buenas. ¿Para qué esta estúpida insurrección? Y ahora media ciudad incendiada, y los mercaderes de esclavos llevándose a rastras a mujeres y niños.

Un soldado empezó a refunfuñar, pero el malvado guardaba silencio. El que hablaba continuó.

—Estos insurrectos no pueden unificar el país. Sin embargo, se hacen coronar y se proclaman reyes. Y los rumores que llegan de Jerusalén indican que allí las cosas están peor. Sabéis que buena parte del ejército se dirige al sur, hacia Jerusalén, ¿no?

—Rezo para que cuando la muerte venga a cualquiera de nosotros —dijo la anciana—, nuestras almas estén juntas en el haz de los que viven ante el Señor.

Los soldados la miraron extrañados.

—Y no en el hueco de la honda, como las almas de quienes obran mal —concluyó la anciana.

—Bonita oración —dijo el jefe romano.

—Y espera a probar el vino —terció el soldado que le tendió el odre.

El jefe bebió.

—Muy bueno —repitió—. Un vino excelente.

—Para salvar a mi familia —dijo la anciana—, ¿creéis que os serviría un vino malo?

Los soldados rieron otra vez. La anciana les caía bien.

El jefe quiso devolverle el odre, pero ella lo rechazó.

—Quedáoslo —dijo—. Vuestro trabajo es muy duro.

—Duro, sí —asintió el romano—. Una cosa es pelear en el campo de batalla, y otra las ejecuciones.

—Nos miró despacio a todos, como si fuera a hablar. Pero en cambio dijo—: Gracias, anciana, por tu hospitalidad. En cuanto a este pueblo, lo dejaremos como está.

—Tiró de las riendas e hizo girar al caballo para alejarse calle abajo.

Todos inclinamos la cabeza.

La anciana habló y el jefe se detuvo para oír sus palabras: —«Que el Señor te bendiga y te guarde; que el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te otorgue su gracia; que el Señor vuelva hacia ti su rostro y te dé la paz.» El jefe se la quedó mirando un momento mientras los caballos piafaban en el polvo. Luego asintió con la cabeza y sonrió.

Y, tal como habían venido, se fueron, con mucho ruido y estrépito. Y Nazaret quedó tan vacío como lo estaba antes de su llegada.

Nada se movía salvo las florecitas y las hojas de las enredaderas. Y los retoños de la higuera, de un verde tan brillante. Sólo se oía el arrullo de las palomas y el suave canto de otros pájaros.

José se dirigió a Santiago en voz queda.

—¿Qué has visto desde los tejados?

—Cruces y más cruces —dijo el pequeño— a ambos lados del camino a Séforis. No he distinguido a los hombres, pero sí las cruces. No sé cuántas habrá. Quizás hay unos cincuenta crucificados.

—Bien, el peligro ha pasado —dijo José, y todo el mundo empezó a moverse y a hablar a la vez.

Las mujeres rodearon a la anciana y tomaron sus manos para cubrirla de besos, indicándonos por gestos que hiciéramos lo mismo.

—Esta es la vieja Sara —dijo mi madre—, la hermana de la madre de mi madre. Venid todos a saludar a la vieja Sara —nos dijo a los niños—. Dejadme que os la presente.

Sus ropas eran suaves, a pesar del polvo, y sus manos menudas y arrugadas como su rostro. Tenía los ojos hundidos en profundas arrugas, pero le brillaban.

—Jesús hijo de José —dijo la anciana—. Y mi Santiago, venid, dejad que me ponga debajo del árbol, venid, niños, venid todos, quiero veros uno por uno. Ah, y deja que tome a ese bebé en brazos.

Yo había oído hablar mucho de Sara. Desde siempre habíamos leído cartas de ella. Aquella anciana era el punto de confluencia entre la familia de mi padre y la de mi madre. Yo no recordaba todos los vínculos, pese a que me los habían repetido muchas veces. No obstante, sabía que era verdad.

De modo que nos congregamos bajo la higuera y yo me senté a los pies de la vieja. Había luz y manchas de sombra, y corría un aire límpido y casi tibio.

Tan gastadas estaban aquellas piedras que apenas mostraban ya señales de las herramientas del albañil, y eran piedras grandes. Me encantaron las enredaderas con sus flores blancas, que la brisa mecía. Allí había espacio y las cosas eran más suaves, o eso me pareció, que allá en Alejandría.

Los hombres fueron a ocuparse de las bestias y los chicos mayores estaban entrando los fardos en la casa. Yo quería ir a ayudar, pero también quería escuchar a la vieja Sara.

Mi madre le puso al pequeño Judas en el regazo mientras le contaba la historia de Bruria y su esclava Riba, y éstas dijeron que serían nuestras siervas para siempre y que hoy mismo se encargarían de preparar la comida, y que cuidarían de todos nosotros si les decíamos qué cosas utilizar y dónde encontrarlas. Todo el mundo hablaba a mi alrededor.

En cuanto al resto del pueblo, la gente estaba escondida efectivamente en los túneles subterráneos, dijo la vieja Sara, y algunos habían huido a las cuevas.

—Yo soy demasiado vieja para arrastrarme por un túnel —dijo—, y a los ancianos nunca los matan. Recemos para que no regresen.

—Los hay a millares —dijo Santiago, que había podido verlos desde los tejados.

—¿Puedo subir al tejado a mirar? —pregunté a mi madre.

—Ve a ver al viejo Justus —dijo Sara—. Está en la cama y no puede moverse.

Entramos en la casa, la pequeña Salomé, Santiago y yo, y los dos primos hijos de Alfeo. Cruzamos cuatro habitaciones seguidas antes de encontrarlo. Su cama estaba separada del suelo y una lámpara encendida despedía perfume. José estaba allí con él, sentado en un taburete junto a la cama.

Justus levantó una mano e intentó incorporarse, pero no pudo. José le fue diciendo nuestros nombres, pero el viejo sólo me miró a mí. Se tumbó de espaldas y vi que no podía hablar. Cerró los ojos.

Del viejo Justus también habíamos hablado, sí, pero él nunca escribía. Era más viejo todavía que Sara, y tío suyo. Pariente, además, de José y de mi madre, igual que Sara. Pero, una vez más, yo no habría podido distinguir los vínculos de su parentesco como mi madre que sí podía.

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