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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (15 page)

En la casa olía a comida, a pan recién horneado y a potaje de carne. Esto lo había preparado la vieja Sara en el brasero.

Aunque lucía un sol radiante, los hombres nos hicieron entrar a todos. Atrancaron bien las puertas, incluso las del establo donde estaban los animales (no había otros que los nuestros), y encendieron las lámparas. Nos sentamos en la penumbra. Hacía calor, pero no me importó. Las alfombras eran gruesas y suaves, y yo sólo pensaba en la cena.

Oh, sí, me moría de ganas de ver los campos y los árboles, y correr arriba y abajo de la calle y conocer a la gente del pueblo, pero todo eso habría de esperar hasta que los graves problemas hubieran terminado.

Aquí, juntos, estábamos a salvo. Las mujeres ajetreadas, los hombres jugando con los pequeños, y la lumbre del brasero despidiendo un bonito fulgor.

Las mujeres sacaron higos secos, uvas con miel, dátiles y aceitunas maceradas y otras cosas buenas que habíamos traído desde Egipto, y eso, sumado al espeso potaje de cordero y lentejas —cordero de verdad— y el pan fresco, fue todo un festín.

José bendijo el vino mientras bebíamos:

—Oh, Señor del universo, creador del vino que ahora bebemos, del trigo para hacer el pan que comemos, te damos gracias por estar finalmente en casa sanos y salvos, y líbranos del mal, amén.

Si había alguien más en el pueblo, no lo sabíamos. La vieja Sara nos dijo que tuviésemos paciencia, además de fe en el Señor.

Después de la cena, Cleofás se acercó a tía Sara, se inclinó y le besó las manos, y ella le besó la frente.

—¿Qué sabes tú de dioses y diosas que beben néctar y comen ambrosía? —bromeó él. Los otros hombres rieron un poco.

—Ya que te pica la curiosidad, mira en las cajas de pergaminos cuando tengas tiempo —respondió ella—. ¿Crees que mi padre no leía a Homero? ¿ O a Platón? ¿ Crees que él nunca les leía a sus hijos por la noche? No creas que sabes más que yo.

Los otros hombres fueron acercándose para besarle las manos. Me sorprendió que hubieran tardado tanto en decidirse a hacerlo, y que ninguno tuviera palabras de agradecimiento por lo que había hecho.

Cuando mi madre me acostó en la habitación con los hombres, le pregunté por qué no le habían dado las gracias. Ella frunció el entrecejo, meneó la cabeza y me susurró que no hablara de ello. Una mujer había salvado la vida de unos hombres.

—Pero si tiene muchos pelos grises —dije.

—Sigue siendo una mujer —replicó mi madre—, y ellos son hombres.

Por la noche me desperté llorando.

Al principio no supe dónde me encontraba. No veía nada. Mi madre estaba cerca y también mi tía María, y Bruria me estaba hablando. Recordé que estábamos en casa. Los dientes me castañeteaban pero no tenía frío. Santiago se acercó y me dijo que los romanos se habían ido. Habían dejado soldados vigilando las cruces, la rebelión estaba casi sofocada, pero el grueso del ejército había partido.

Me pareció que hablaba con mucha seguridad. Se acostó junto a mí y me rodeó con un brazo.

Deseé que fuera de día. Seguramente el miedo desaparecería cuando saliera el sol. Sollocé en silencio.

Mi madre me canturreó quedamente:

—Es el Señor quien otorga la salvación incluso a los reyes, es el Señor quien libró al mismo David de la odiosa espada; que nuestros hijos crezcan como crecen las plantas y que nuestras hijas sean piedras angulares, pulidas como las del palacio... Dichosa la persona cuyo Dios es el Señor.

Tuve sueños.

Cuando empezó a clarear abrí los ojos y vi amanecer por la puerta que daba al patio. Las mujeres ya estaban levantadas. Salí antes de que nadie pudiera impedírmelo. El aire era agradable y casi caliente.

Santiago salió detrás de mí y yo trepé por la escala que daba al tejado, y luego a otra escala que subía al siguiente tejado. Nos arrimamos al borde y miramos hacia Séforis.

Estaba tan lejos que lo único que distinguí fueron las cruces, y era como Santiago había dicho. No pude contarlas. Había gente moviéndose entre ellas. Gente también en el camino, así como carros y burros. El incendio estaba apagado aunque aún se veían columnas de humo, y buena parte de la ciudad no había sido pasto de las llamas. De todos modos, era difícil decirlo desde nuestra atalaya.

A mi derecha, las casas de Nazaret trepaban colina arriba pegadas unas a otras, y a mi izquierda descendían. No había nadie en los tejados, pero distinguimos esteras y mantas aquí y allá y, rodeando todo el pueblo, los verdes campos y los bosques frondosos. ¡Cuántos árboles!

José estaba esperándome cuando bajé. Nos agarró a los dos del hombro y dijo:

—¿Quién os ha dicho que podíais hacer eso? No volváis a subir.

Asentimos cabizbajos. Santiago se sonrojó, pero vi que cruzaban una mirada rápida, Santiago avergonzado y José perdonándole.

—He sido yo —admití.

—No volverás a subir ahí—dijo José—. Los romanos pueden volver, no lo olvides.

Asentí con la cabeza.

—¿Qué habéis visto? —preguntó.

—Se ve todo tranquilo —respondió Santiago—. La gente está recogiendo los cadáveres. Algunas aldeas han sido quemadas.

—Yo no he visto ninguna aldea —dije.

—Pues estaban ahí, muy pequeñas, cerca de la ciudad.

José meneó la cabeza y se llevó a Santiago para trabajar.

La vieja Sara estaba sentada al aire libre, toda encogida, bajo la vieja higuera. Las hojas eran grandes y verdes. Ella cosía, pero más que nada tiraba de los hilos.

Un viejo se acercó al portón, saludó con la cabeza y siguió su camino. También pasaron mujeres con cestos, y oí voces de niños.

Me quedé escuchando y volví a oír las palomas, y me pareció percibir el sonido de la vegetación sacudida por la brisa. Una mujer cantaba.

—¿Qué estás soñando? —preguntó la vieja Sara.

En Alejandría siempre había gente, gente por todas partes, y lo normal era estar con otras personas ya fuera charlando o comiendo o trabajando o jugando o durmiendo apretujados, nunca había habido tanta... tanta quietud.

Tuve ganas de cantar. Pensé en tío Cleofás y en cómo se ponía a cantar de repente. Quise cantar.

Un niño se asomó a la entrada del patio, y luego otro detrás de él.

—Entrad —les dije.

—Sí, Toda, entra, y tú también, Mattai —los animó la vieja Sara—. Este es mi sobrino, Jesús hijo de José.

Al momento, el pequeño Simeón salió de detrás de la cortina que tapaba el umbral, seguido por el pequeño Judas.

—Yo puedo llegar más rápido que nadie a la cima de la colina —dijo Mattai.

Toda le dijo que tenían que volver al trabajo.

—El mercado ha vuelto a abrir. ¿Has visto el mercado? —me preguntó.

—No, ¿dónde está?

—Vamos, id —dijo la vieja Sara.

El pueblo volvía a la vida.

13

El mercado no era más que una pequeña reunión de gente al pie de la colina. La gente montaba toldos y colocaba sus mercancías sobre mantas, y las mujeres vendían la verdura sobrante de sus huertos. También había un buhonero que ofrecía algunos artículos, incluida una vajilla de plata. Otro vendía ropa de cama y rollos de hilo teñido, así como toda suerte de chucherías y unos tazones de caliza, e incluso un par de pequeños libros encuadernados.

Encontré más niños, pero las madres no los dejaban alejarse. Y Santiago vino a buscarme enseguida.

El pueblo estaba cada vez más animado. Pasaban mujeres camino del mercado, había ancianos en los patios, y algunos hombres iban y venían de los campos.

Pero la gente estaba preocupada, los oías hablar en voz queda de los sucesos de Séforis, y nadie parecía tranquilo salvo aquellos que éramos pequeños y podíamos olvidarnos un rato de los problemas.

Cuando volví a casa me encontré con que otros niños habían ido a jugar con la pequeña Salomé y los demás, pero la mayoría de la familia estaba trabajando.

Había que evaluar las reparaciones más necesarias. Primero subimos al tejado de adobe y vimos los agujeros que era preciso arreglar, y luego fuimos de habitación en habitación para comprobar el enlucido y si los suelos de los pisos superiores estaban en buen estado. Había mucho que pintar de blanco allí donde el yeso se había vuelto gris o negro. En las habitaciones inferiores había vestigios de zócalos bien pintados y con dibujos que sin duda habían sido muy bonitos.

José y Cleofás hablaron de repintarlo todo; en Alejandría solían hacerlo con eficiencia y rapidez. Yo era demasiado pequeño para esa tarea, y nunca una larga tira de zócalo me saldría perfectamente recta.

Pero había muchas cosas que sí podía hacer.

Había que reparar los pesebres del establo, y las celosías de las enredaderas de la parte delantera del patio tenían que ser cambiadas.

Lo que más me sorprendió fue descubrir las grandes cisternas de que disponía la casa, ambas bastante llenas gracias a las intensas lluvias, aunque habría que remendarlas.

Y el último descubrimiento fue el gran mikvah, labrado en la piedra debajo de la casa hacía muchos, muchos años.

El mikvah era una honda alberca para la purificación de las mujeres, algo que nunca había visto en Egipto. Tenía escalones que bajaban hasta el fondo, de manera que uno podía andar bajo la superficie del agua y volver a salir por el otro extremo sin necesidad de agachar la cabeza. En ese momento tenía sólo la mitad de agua de la necesaria, y en muchos puntos sus paredes estaban desportilladas o renegridas. José dijo que achicaríamos el agua y enyesaríamos de nuevo aquella gran bañera. El agua le venía de una de las cisternas.

Nos contaron que el abuelo de la vieja Sara había construido la alberca a poco de instalarse en Nazaret. Aquélla había sido su casa y la de sus siete hijos. José conocía los nombres de todos ellos, pero yo no me acordaba, como tampoco de los de todos sus descendientes; sólo recordaba que el padre de mi madre descendía de ellos, lo mismo que el padre de la madre de José.

Tenía ganas de que nos pusiéramos a trabajar. A media tarde, un ejército de escobas procedió a barrer la casa. Las mujeres sacudían las alfombras y Cleofás acompañó a algunas de ellas al mercado para comprar comida. El horno que había en el patio no dejó de funcionar en ningún momento.

Bruria lloraba por el hijo que se había ido con los sublevados a Séforis. Estaba casi convencida de que habría muerto. Todos sabíamos que eso podía suponer que lo hubieran clavado a una de aquellas cruces del camino, pero no dijimos nada. Nadie iba a ir hasta Séforis, por el momento. Seguimos trabajando en silencio.

Para la noche, la casa quedó dividida entre las familias: Alfeo, su mujer y sus dos hijos a unas habitaciones; Cleofás y tía María a otras con sus hijos pequeños; y José, mi madre, Santiago y yo a otras, aunque las nuestras daban a la de tía María, y Sara y Justus dormían también con nosotros. Tío Simón y tía Esther y la recién nacida Esther estaban cerca del establo, en la parte central de la casa.

Bruria y su esclava Riba tenían una habitación propia.

Había una vieja sirvienta, una mujer flaca y silenciosa, de nombre Ide, a quien yo no había visto el día anterior. Cuidaba de la vieja Sara y el viejo Justus y dormía en el suelo del cuarto de ellos. No me quedó claro si la mujer podía hablar.

La cena volvió a ser exquisita gracias al cocido de la noche anterior, el pan calentado en el horno y más dátiles e higos. Todo el mundo hablaba a la vez sobre las cosas que había que hacer en la casa y el patio, y de las ganas que tenían de ir al huerto más allá del pueblo, y de ver a toda la gente que no habían visto todavía.

Estábamos tumbados, descansando, sin hablar mucho ya, cuando un hombre entró por el patio. José se puso de pie al instante. Cuando volvió de la puerta y la cerró para que no entrara frío, dijo:

—Las legiones romanas han salido de Galilea. Sólo ha quedado un pequeño grupo de soldados, y los hombres de Herodes, para mantener el orden hasta el regreso de Arquelao.

—Demos gracias al Señor de las Alturas —dijo Cleofás, y todo el mundo expresó lo mismo de un modo u otro—. ¿ Y esos hombres de las cruces? ¿Los han bajado a todos?

Sabíamos que un crucificado podía tardar dos o más días en morir.

—No lo sé —dijo José.

La vieja Sara, sentada en su taburete, inclinó la cabeza y cantó en hebreo. José dijo:

—Los últimos soldados han pasado por el camino hace más de una hora.

—Recemos para que no tengan que volver nunca —dijo mi madre.

—¡A un crucificado hay que bajarlo antes de que se ponga el sol! —Dijo Cleofás—. Es algo vergonzoso, y ya hace días que estos hombres...

—Cleofás, déjalo —dijo Alfeo—. ¡Estamos aquí y con vida!

Cleofás se disponía a replicar, pero mi madre estiró el brazo y le tocó la rodilla.

—Por favor, hermano —dijo—. En Séforis hay judíos que saben cuál es su deber. No le des más vueltas.

Nadie habló después de eso. Yo no quería dormirme, pero los ojos se me cerraban. Cuando fuimos a acostarnos me resultó muy extraño encontrarme en una habitación sólo con Simeón y Josías. Yo siempre había estado con las mujeres y los niños pequeños, pero éstos estaban ahora con sus madres. Y mi madre compartía espacio con la vieja Sara, Justus, Bruria y su esclava, aunque tuvieran un cuarto separado. Eché de menos a la pequeña Salomé. Incluso a Esther, la recién nacida, que se despertaba llorando y ya no paraba hasta quedarse dormida.

Me sentí muy mayor estando con José y Santiago, pero aun así le pedí a José si podía acurrucarme con él, y me dijo que sí.

—Si me despierto llorando —le dije—, ¿me llevarás con mi madre, por favor?

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó él—. ¿Que te pongan con tu madre? Eres pequeño para estar aquí con nosotros, pero tienes siete años y ya entiendes las cosas. Pronto cumplirás ocho. ¿Qué quieres? Si lo prefieres puedes estar con tu madre.

No respondí. Me di la vuelta y cerré los ojos.

Dormí de un tirón.

14

Hasta el tercer día no nos dieron permiso para rondar por donde queríamos. Para entonces Cleofás había recorrido un trecho del camino, y al volver dijo que ya no quedaba nadie en las cruces, que la ciudad había recuperado la normalidad, el mercado estaba abierto... Y luego, con una carcajada, añadió que necesitaban carpinteros para reconstruir lo que se había quemado.

—Aquí ya tenemos trabajo suficiente —dijo José—. En Séforis seguirán construyendo aun mucho después de que todos nosotros hayamos muerto.

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