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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (56 page)

—Forma parte del ritual
seppuku
. Un
kaishaku
es el segundo, el hombre que acaba con el samurái después de que los cortes rituales se han hecho, si éstos no lo consiguen hacer inmediatamente. En la Antigüedad era hecho por decapitación con una larga espada; después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, se hizo con un disparo —explicó Sugawara.

Sugawara fue hasta su tío y se inclinó profundamente.

—Hai.

Entonces, todo sucedió muy deprisa. Kurata se hundió la daga en el lado izquierdo del abdomen y lo abrió de un tajo con una gran herida que iba de lado a lado, cruzando la barriga. La sangre brotó de la inmensa herida; las entrañas se amontonaron hacia la abertura. Sugawara y Lara estaban paralizados.

Cuando Kurata sacó la daga, su
wakizashi
; sus ojos se fijaron en un punto distante que Lara y Sugawara no podían ver. La hoja de la
wakizashi
estaba impregnada de sangre. Luego Kurata con toda tranquilidad bajó la vista y pareció asentir. Con manos firmes y decididas, Kurata cambió la dirección de la
wakizashi
de forma que entonces el filo recorrió el abdomen de arriba abajo. Sosteniendo la empuñadura con ambas manos, Kurata alzó la punta de la
wakizashi
y apuntó al corte que ya había hecho hacia ambos lados. Las manos de Kurata temblaron un momento antes de clavar la hoja de la
wakizashi
hasta la empuñadura, ejerciendo presión mientras cortaba hacia arriba. En aquel momento, Kurata dejó escapar un «¡Ah!», como una exclamación de sorpresa, y quedó en silencio, mientras un gran chorro de sangre salía como un geiser de la herida. La hoja obviamente había cortado la aorta. La muerte se lo llevaría rápido. Cayó hacia delante y, con el rostro, golpeó el suelo.

Sugawara se inclinó sobre su tío y murmuró unas palabras para sí. Luego alzó la H&K hasta la sien de Kurata y apretó el gatillo.

En el exterior resonó otra explosión. Y, apenas audible, el sonido de las aspas de un helicóptero. Del exterior de la habitación llegó el ruido de una sierra mecánica al clavarse en la robusta puerta de la sala de reuniones.

Lara fue hasta Sugawara y tocó su espalda.

—Es hora de marcharse —le dijo.

Sugawara asintió con la cabeza.

Lara siguió a Sugawara en su descenso por el hueco, a través de la trampilla hasta el fondo, y luego dentro del lago. El agua era poco profunda y fangosa. Caminaron por el borde hacia un grupo de rocas artísticamente dispuestas que los protegían de la luz de los focos reflectores que iluminaban la zona de la casa como si fuese de día. El exterior estaba plagado de hombres armados.

Con una llamarada de gasolina explotando, otra de las bombas granadas de Charles Brooks se escuchó por toda la finca. Cuando lo hizo, los hombres armados se echaron al suelo, para ponerse a cubierto. Lara sonrió.

—¡Vamos! —apremió a Sugawara y salió de detrás de las rocas que los protegían hacia el camino empedrado que conducía al recinto de animales que tenían encerrados para servir de alimento a los Komodos. Sugawara la siguió.

Un montón de rocas explotó a su alrededor.

—¡Maldición! ¡Me han dado!

Lara se dio la vuelta y, a través de la densa cortina de oscuridad, vio que Sugawara se derrumbaba y caía de bruces. Dio media vuelta y tiró de él por un costado, intentando alzarlo y colocarlo sentado. Entre el recortado
staccato
de los disparos, Lara oía cómo las balas rebotaban en el suelo, a su alrededor.

—¡Vamos!

Se inclinó para ayudarle a incorporarse, pero las rodillas de Sugawara se doblaron; no le sostenían. Ella lo agarró como si lo abrazase y lo arrastró junto a sí, alejándole del devastador enjambre de balas.

Se produjo un momento de silencio; entonces Lara oyó los resoplidos que hacía Sugawara cada vez que respiraba, y olía el ácido y metálico olor de su sangre. Las balas los buscaban en la oscuridad.

—Vete —dijo Sugawara.

—Olvídalo.

La sangre hacía que el cuerpo de Sugawara fuese resbaladizo, pero Lara lo alzó, se lo cargó sobre un hombro y empezó a correr.

Avanzaba de un lado a otro, zigzagueando, mientras las balas le iban a la zaga. Se dio la vuelta y vio a un hombre que les disparaba desde el tejado de la mansión.

«Por aquí», se decía a sí misma, dirigiéndose hacia la pared de piedra que se alzaba paralela a la carretera.

—Los Komodos están por allí —gruñó Sugawara entre dientes.

—Los lagartos grandes no tienen pistolas —dijo Lara mientras se lanzaba con Sugawara a cuestas por encima de la pared y se adentraba en las sombras. El joven apretó los dientes para contener el dolor y dejó escapar sólo una débil protesta.

Instantes después, fragmentos de piedra volaron por lo alto del muro y pasaron silbando como metralla a su alrededor, por el suelo. Después los disparos cesaron.

—Tiempo de recarga —dijo Lara, y echó a correr agachada.

Volvió a cargarse a Sugawara a cuestas y echó a correr lo más rápido que pudo, aprovechando la protección que le brindaba la pared. En aquel momento empezó a llover de nuevo con fuerza. Grandes capas inclinadas de lluvia caían como cortinas que se interponían entre ellos y la mansión.

—Gracias, Dios mío —reconoció Lara en voz baja.

Delante de ella, escuchó los horribles balidos y chillidos de los animales encerrados y, un poco más lejos, los excitados gritos de un cazador, apremiando a sus camaradas a matar. Momentos después se reanudaron los disparos, primero de una metralleta, luego dos, y más tarde demasiadas para contarlas. Los disparos eran salvajes; fuego a ciegas entre la lluvia.

Lara y Sugawara llegaron a los reflectores verdosos más alejados de la mansión y a continuación, se internaron en las sombras. Al acercarse al recinto donde se criaba a los animales que servían de comida viva a los dragones, los pulmones de Lara ardían por el ejercicio pero liberó una mano y sacó su móvil. Redujo la marcha y anduvo sólo un minuto para asegurarse de que pulsaba el dial a la velocidad correcta.

—Estamos…; —el pie de Lara hizo un ruido sordo, inspiró profundamente, otro paso—, cerca —dijo por teléfono—. Animales…; —un paso, respiración profunda, otro paso—, recinto —paso, respiró, paso—. Ahora.

Casi por arte de magia, la oscura silueta en forma de libélula de un helicóptero con sus luces apagadas separó la implacable lluvia y la vegetación del lugar. A Lara, Sugawara le pareció más ligero que nunca y se abrió paso entre los animales, a través del estiércol del corral y el barro hasta que llegó al edificio de bajo techo de hojalata.

—Sugawara está herido —dijo por teléfono mientras se esperaba en el corral—. No podemos saltar al tejado como planeamos. Necesito una cuerda.

La estela de las aspas aún empujaba la lluvia con más fuerza si cabe, y apagaba las palabras de Lara, tanto que ni ella misma se escuchaba. Rogó para que la hubiesen entendido. Entonces, por primera vez aquella noche, creyó que iba a morir al escuchar los primeros disparos que tanteaban el terreno, buscando el ruido del motor del helicóptero.

El helicóptero se inclinó hacia abajo. Lara observó la cuerda de rescate que colgaba, bajando cada vez más. Las balas atravesaban la oscuridad a su alrededor y oyó que empezaban a dar contra el metal del helicóptero.

—Está bien —dijo ella, cuando la cuerda la alcanzó. Guardó el móvil en el bolsillo de su chaqueta, hizo un lazo con el extremo de la cuerda, luego se sentó a horcajadas en el lazo.

—¡Vamos, arriba! Nos tenéis a los dos —dijo ella. Intentó desesperadamente mantener la cuerda entre sus nalgas mientras el helicóptero se alzaba, despacio primero.

Después escuchó cómo la turbina del helicóptero chirriaba cuando el piloto inclinó el aparato hacia delante y aceleró para alejarse, con un impulso que la dejó allí colgando, sujeta con toda su considerable fuerza, con toda su alma, para salvar las vidas: la de ella y la de Akira.

Epílogo

La primavera había empezado a borrar la monotonía invernal de los parques de Tokio. Una brillante neblina verde colgaba entre las ramas de los árboles y teñía la oscura hierba muerta. El viento fresco todavía soplaba cortante contra la multitud reunida en la acera, delante de la antigua sede central de Daiwa Ichiban Corporation. La aglomeración hizo que la gente se saliese del bordillo de la acera y bloquease la calle como un obstáculo. Las furgonetas de las unidades móviles de la televisión se alineaban en el lado opuesto de la ancha avenida; sus antenas parabólicas se alzaban hacia arriba con expectación. Los cámaras se acercaban con sigilo, intentaban colocarse entre la multitud y llevaban a cabo entrevistas improvisadas delante de la entrada principal del edificio.

—Parece que esta mañana tenemos ante nosotros una representativa muestra de parte del presente de Tokio —dijo un periodista de la televisión, mientras hablaba ante las cámaras a micro abierto para proceder a una entrevista.

—Como cabía esperar, se han congregado aquí muchos miembros de la comunidad coreana y, por supuesto, ninguno del Diet, el gobierno de la nación, la ciudad o la prefectura. El acontecimiento se considera la muerte política de algunos funcionarios públicos.

La cámara retrocedió para mostrar a una joven japonesa que estaba al lado del reportero.

—Lo que es sorprendente es la gran cantidad de japoneses normales y corrientes que han hecho caso omiso de las llamadas de sus líderes políticos, han rechazado el boicot al acto y han salido a la calle, en tal cantidad, que han sobrepasado la capacidad de la policía para controlarlos. Y lo más sorprendente es lo que piensan aquéllos, en especial los jóvenes, que se han reunido aquí esta mañana para la inauguración de la Fundación DeGroot para la reconciliación internacional.

En el estrado, Lara Blackwood y el doctor Hassan Al-Bitar estaban rodeados por un remolino de periodistas de todo el mundo. En una esquina alejada, Henry Noord hablaba con una serie de ejecutivos de la fundación corporativa sin ánimo de lucro, que habían ido hasta allí para prestar su apoyo a la inauguración. Personal vestido de blanco servía café y té. Guardas de seguridad privados rodeaban el estrado. Bastante más lejos, una manifestación de neonacionalistas del ala derecha orquestaba una protesta agresivamente ruidosa, pero hasta el momento no violenta, contra la inminente inauguración. Las imágenes de la televisión habían mostrado a gran número de miembros del Diet y el gabinete que se mezclaban con los manifestantes.

Lara Blackwood escuchaba a medias al ejecutivo de la organización B'nai B'rith, mientras miraba uno de los muchos monitores de televisión instalado en el estrado.

—Eso es muy interesante —dijo ella, y luego ambos miraron al periodista japonés que entrevistaba a la joven nipona.

—… ; debemos repudiar las políticas racistas que nos llevaron a la Guerra del Pacífico y nos han comportado el desprecio del resto del mundo —decía la chica.

—¿Sus padres opinan lo mismo? —preguntó el entrevistador.

La joven hizo un gesto con la cabeza.

—Están por ahí.

Indicaba hacia donde estaban los manifestantes neonacionalistas.

—Pero ellos tampoco saben usar un ordenador y aún fuman los cigarrillos que los están matando. Son el pasado, sus ojos están cerrados al futuro y sus mentes cerradas a las nuevas ideas.

El periodista saludó con una inclinación y se volvió a la cámara. La imagen se acercó en un zoom para enfocarle la cabeza y los hombros.

—Hay esperanza —dijo Lara al hombre de B'nai B'rith.

—Eso espero —respondió él, pero se calló cuando el periodista empezó su monólogo.

—Está previsto que los actos de hoy empiecen dentro de unos diez minutos —dijo el periodista. Entonces cambió de posición para que la cámara mostrase un plano amplio, con el reportero al fondo.

—Hace menos de seis meses, los que podrían considerarse los acontecimientos más extraordinarios desde la Segunda Guerra Mundial sacudieron a la opinión pública japonesa. El destino de la poderosa Daiwa Ichiban aún está en juego. El último de los
zaibatsus
controlados por familias, Daiwa Ichiban, estaba dirigido con mano de hierro por el autoproclamado defensor de Yamato, Tokutaro Kurata, que murió por su propia mano junto con el leal sirviente de la familia Toru Matsue. El único heredero de Kurata, su sobrino Akira Sugawara, murió a causa de un disparo, al parecer efectuado por uno de los guardas de seguridad de Kurata, que fue detenido junto con gran número de compañeros de trabajo y acusados de asesinato. Sugawara, según nos han informado, escribió un precipitado testamento escrito a mano en el que dejaba toda su herencia a una norteamericana, Lara Blackwood, fundadora de GenIntron, una de las filiales de Daiwa Ichiban. El testamento ha sido impugnado.

Lara observó que la imagen de la televisión mostraba un plano corto del estrado tomado por un cámara. La voz del periodista se escuchó sobre el nuevo plano.

—La falta de una clara línea de sucesión ha resultado en un laberinto de disputas legales que hacen que su control final sea incierto. Los miembros del Diet han sugerido que la importancia industrial y económica de la compañía para la hacienda japonesa es demasiado grande para que quede en manos extranjeras. Como resultado, han introducido leyes para nacionalizar la compañía y, de alguna manera, compensar a Blackwood. El asunto continúa provocando gran confusión y controversia. Mientras, el consejo de administración de Daiwa Ichiban ha validado parcialmente el testamento holográfico de Sugawara nombrando a Blackwood presidenta directora general de toda la compañía.

»Si finalmente Blackwood se impone, ha afirmado que recuperaría el control de GenIntron y vendería el resto de las unidades empresariales de Daiwa Ichiban Corporation al presidente de Singapore Electrochip, el doctor Hassan Al-Bitar, quien ha dicho que si la venta se consuma, reuniría todos los ex activos de Daiwa Ichiban Corporation y los colocaría en un trust especial, en el que las acciones serían propiedad de la nueva fundación que se inaugura hoy. La nueva institución, en la actualidad fundada por Blackwood y Al-Bitar, estará dedicada a actividades que promocionen la justicia social y religiosa y el fomento al respeto y el entendimiento entre grupos tradicionalmente hostiles.

»Esta nueva fundación ha sido creada bajo circunstancias peculiares —continuó el periodista—. Por una parte, Blackwood fue el blanco de una intensa cacería humana internacional, acusada de una serie de asesinatos, hasta que las agencias norteamericanas implicadas revelaron que había sido un caso de confusión de identidad. Aún más extraños fueron los rumores de un grotesco plan tramado por una secta religiosa vinculada a Daiwa Ichiban Corporation para exterminar a los coreanos.

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