El oro de Esparta (11 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

«Según Arienne, cuando llegaron a Santa Helena, seis semanas más tarde, fueron recibidos en una pequeña cala por un hombre en una barca de remos, que subió a bordo una caja, de unos sesenta centímetros de largo y treinta de ancho. De espaldas a Arienne, el comandante abrió la caja, inspeccionó el contenido, la volvió a cerrar y, de pronto, desenvainó la espada y mató al barquero. El cadáver fue sujetado con un trozo de cadena y arrojado por la borda. El bote lo hundieron.

»Fue en este punto del relato de Arienne cuando el viejo contrabandista, según la historia, exhaló su último suspiro, nada menos que en mitad de la frase, y se llevó con él cualquier pista acerca del contenido de la caja o de dónde el comandante y él la hubiesen llevado. Este habría sido el final —añadió Selma—, de no ser por Lacanau.

—El nombre del viñedo particular de Napoleón —dijo Sam.

—Correcto. Mientras Arienne y el desconocido comandante iban camino de Santa Helena, el viñedo de Lacanau, que el gobierno francés había permitido con toda generosidad que permaneciera como parte de las propiedades de Napoleón, fue arrasado por un incendio provocado por una o varias personas desconocidas. Los viñedos, la bodega, todos los toneles quedaron destruidos. Incluso la tierra, a la que rociaron con sal y lejía.

—También las semillas, ¿no es así? —dijo Remi.

—Las semillas, también. En realidad el nombre «Lacanau» era de conveniencia. De hecho, las cepas del viñedo Lacanau procedían de semillas recogidas en las regiones corsas de Patrimonio y Ajaccio. Napoleón le ordenó a Archambault que las utilizase para crear la variedad Lacanau.

»En cualquier caso, cuando aún estaba en el poder, Napoleón dispuso que las semillas de las uvas Lacanau se guardasen en depósitos seguros en Amiens, París y Orleans. Según la leyenda, mientras los incendios consumían Lacanau, las semillas desaparecieron misteriosamente y se las dio por destruidas. La uva Lacanau, que solo crecía en aquella región costera de Francia, había desaparecido para siempre.

—Ahora supongamos que todo esto no es solo una leyenda —dijo Remi—. Así pues, desde el exilio, Napoleón, a través de un mensajero secreto, de una paloma mensajera o lo que fuese, le habría ordenado a Henry Archambault, su vinatero, que produjese una última partida de vino y lo enviase a Santa Helena, y luego habría dado órdenes a sus fieles en Francia para que destruyesen los viñedos, arruinasen la tierra y después recuperasen y destruyesen las semillas. Unos meses más tarde, le habría pedido a ese... comandante que viajase a la isla para llevarse el vino a unos destinos desconocidos. —Remi miró a Sam y Selma—. ¿Lo he explicado bien?

—Suena bien —dijo Sam.

Los tres hicieron una pausa durante diez segundos y miraron con nuevos ojos la botella que estaba sobre la mesa.

—¿Cuánto valdrá? —le preguntó Remi a Selma.

—La historia dice que había doce botellas en la caja que el comandante y Arienne se llevaron de Santa Helena, y, por lo que parece, una de las botellas se ha roto. Si la caja estuviese completa..., yo diría que nueve o diez millones de dólares, para el comprador adecuado, por supuesto. Pero si la caja no está completa, eso bajaría el precio. Si tuviese que dar una cifra..., diría que cada botella vale entre seiscientos y setecientos mil dólares.

—Una botella de vino —murmuró Remi.

—Por no mencionar el valor histórico y científico —señaló Sam—. Estamos hablando de una variedad de uva que con toda probabilidad se ha extinguido.

—¿Exactamente qué es lo que quieren hacer? —preguntó Selma.

—Debemos asumir que Caracortada busca el vino y no el submarino —respondió Sam.

—A mí no me pareció un entendido —añadió Remi.

—Eso significa que trabaja para alguien. Haré unas cuantas llamadas, cobraré unos cuantos favores y veré qué encontramos. Mientras tanto, Selma, llama a Pete y Wendy y ponlos al corriente. ¿Remi?

—Estoy de acuerdo. Selma, tú continúa investigando sobre Lacanau. Necesitamos saberlo todo: de la botella, de Henry Archambault... Ya sabes qué debes hacer.

Selma tomaba nota.

—Estoy en ello.

—Cuando Pete y Wendy —dijo Sam— lleguen aquí y estén preparados, que se ocupen de Napoleón y su misterioso comandante. Lo que sea.

—Hecho. No obstante, hay una cosa que no deja de inquietarme. La tinta hecha con cigarra machacada de la etiqueta viene del archipiélago toscano en el mar de Liguria.

Sam comprendió lo que ella insinuaba.

—Que es donde está Elba.

—Y donde Napoleón pasó su primer exilio —intervino Remi—. Seis años antes de la afirmación de Arienne de que él y el comandante habían llegado a Santa Helena para recoger el vino.

—Puede ser que Napoleón estuviese planeando eso desde Elba, o que se llevara la tinta a Santa Helena —señaló Sam—. Quizá nunca lo sepamos. Selma, empieza con tu parte.

—Vale. ¿Y ustedes dos?

—Tenemos que ocuparnos de unas lecturas —contestó Remi—. Esta botella estaba a bordo del submarino, dejada allí por Manfred Boehm. Descubrimos dónde iniciaron el viaje el UM-34 y Boehm. Descubrimos de dónde procedía la botella.

Leyeron el diario de Boehm y el diario de a bordo del submarino hasta altas horas de la noche. Remi tomaba notas que podían ayudarlos a entender mejor al hombre; Sam intentaba recrear el rumbo del submarino hasta su última posición.

—Ya está —dijo Remi, que se irguió en la silla y tocó el diario—. Esto es lo que estábamos buscando: Wolfgang Müller. Escucha este apunte: «3 de agosto de 1944: por primera vez como compañeros de armas, Wolfi y yo zarpamos juntos esta mañana. Ruego a Dios que triunfemos y nos mostremos dignos de nuestros mandos».

—Compañeros de armas —repitió Sam—, y el hombre con la otra botella. Así que Müller también pertenecía a la Kriegsmarine; Boehm era el capitán del UM-34, Müller el capitán de... ¿qué? ¿Quizá del Gertrude? ¿La nave nodriza de Boehm?

—Quizá. —Remi cogió el móvil y llamó al taller—. ¿Selma, puedes utilizar tu magia para nosotros? Necesitamos cualquier cosa que puedas averiguar de un marinero de la Segunda Guerra Mundial llamado Wolfgang Müller. En el verano o el otoño de 1944 pudo haber comandado una nave de algún tipo. Bien, gracias.

Fiel a su reputación, Selma llamó media hora más tarde. Remi puso el teléfono en manos libres.

—Lo encontré —dijo Selma—. ¿Quieren la versión larga o corta?

—La corta, por ahora —contestó Sam.

—Capitán de fragata Wolfgang Müller, nacido en 1910 en Munich. Entró en la marina de guerra en 1934. Los ascensos habituales, ninguna sanción disciplinaria. En 1944 fue nombrado capitán de la nave auxiliar Lothringen. Su base era Bremerhaven, y su zona de servicio, el Atlántico. Según la base de datos de la marina alemana, el Lothringen fue primero un transbordador francés llamado Londres. Los alemanes lo capturaron en 1940 y lo convirtieron en un lanzaminas. Fue reasignado para una tarea especial en julio de 1944, pero no hay ninguna mención de detalles.

—¿Un lanzaminas, dices? —exclamó Remi—. ¿Por qué querrían...?

—En ese momento de la guerra, los alemanes estaban perdiendo y lo sabían. Todos menos Hitler, por supuesto —dijo Selma—. Estaban desesperados. Los barcos auxiliares, que por lo general se habrían utilizado para llevar al UM-34, habían sido hundidos o convertidos en transporte de tropas.

»También encontré una página web llamada Sobrevivientes del Lothringen, junto con varios blogs dedicados al tema. Al parecer, el Lothringen fue atacado e inutilizado durante una tormenta por un destructor de la armada norteamericana en septiembre de 1944 frente a Virginia Beach.

—A unas cincuenta millas al sur de la bahía Pocomoke —dijo Remi.

—Así es. Solo la mitad de la tripulación del Lothringen sobrevivió al ataque. Los que lo lograron pasaron el resto de la guerra en un campo de prisioneros de Wisconsin llamado Campo Lodi. El Lothringen fue remolcado hasta Norfolk y vendido a Grecia después de la guerra. Hasta donde sé no hay ningún registro de que haya sido desguazado.

—¿Qué paso con Müller? ¿Alguna idea de qué fue de él, Selma?

—Nada todavía. Continúo buscando. Uno de los blogs sobre el Lothringen, que lleva la nieta de un sobreviviente llamado Froch, es en sí mismo un diario. Las entradas hablan mucho de las semanas anteriores al ataque. Si hemos de creer al relato, el Lothringen estuvo durante un mes en una base secreta alemana en las Bahamas para unas reparaciones, y los tripulantes se lo pasaron de miedo con las muchachas nativas. En un lugar llamado Rum Cay.

—Selma, ¿en el Lothringen había algún espacio destinado a hacer reparaciones?

—Ni hablar. Lo mejor que podía hacer era amarrar el UM-34 en la cubierta, taparlo con una lona para mantenerlo oculto de miradas curiosas y luego transportarlo a través del Atlántico.

—Eso explicaría por qué no hicieron ninguna reparación en el mar —dijo Remi.

—Es cierto, pero ¿por qué no hicieron la reparación en Bremerhaven antes de zarpar? Quizá tenían prisa. Como he dicho, por aquel entonces ya estaban desesperados.

—Esperad un momento —exclamó Sam. Cogió el diario de a bordo y comenzó a pasar páginas—. ¡Aquí, aquí mismo! Al principio del diario, Boehm menciona un lugar, pero solo con las iniciales: R. C.

—Rum Cay —murmuró Remi.

—Tiene que serlo.

—Encaja —asintió Selma.

Sam miró a Remi, que sonrió y asintió con un gesto.

—Vale, Selma, es hora de que hagas de agente de viajes. Búscanos dos asientos en el primer vuelo a Nassau.

—Hecho.

—También un coche de alquiler —añadió Sam—. Algo veloz y sexy.

—Me gusta tu estilo —dijo Remi con una sonrisa astuta.

13

Nassau, Bahamas

Selma había hecho de agente de viajes con su eficacia habitual y les había reservado dos asientos de primera clase en el último vuelo que salía de San Diego con dirección este. Tras siete horas de viaje, incluida una escala, aterrizaron en el Aeropuerto Internacional de Nassau, poco después del mediodía. Tuvieron menos suerte con el coche de alquiler, pues acabaron con un Volkswagen Escarabajo descapotable rojo brillante; según Selma, el coche más rápido y sexy de las Bahamas. Sam sospechó que Remi había sobornado a Selma, pero no dijo nada hasta que, al salir del aparcamiento, pasaron junto a un Corvette con la pegatina de Avis.

—¿Lo has visto? —dijo Sam, que miró por encima del hombro.

—Es por tu propio bien, Sam —respondió Remi, y le dio una palmada en la rodilla—. Confía en mí. —Mantuvo una mano en el ala de su sombrero blanco para impedir que volase y echó la cabeza hacia atrás para disfrutar del sol tropical.

Sam gruñó algo en respuesta.

—¿Qué has dicho? —preguntó Remi.

—Nada.

En la recepción del Four Seasons les esperaba un mensaje:

Tengo información.

Llamad por línea terrestre lo antes posible.

R.

—¿Rube? —preguntó Remi. Sam asintió.

—¿Por qué no vas tú al bungalow? Veamos qué tiene que decir, y después me reuniré contigo.

—Vale.

Sam buscó un rincón aislado en el vestíbulo y sacó su teléfono móvil. Rubin Haywood descolgó al primer tono.

—Espera, Sam. —Se oyó un clic y después un chirrido mientras Rube ponía en marcha lo que Sam dedujo que sería algún aparato de cifrado—. ¿Cómo estás?

—Muy bien. Gracias por esto. Te debo una.

—No, ni hablar.

La amistad de Haywood y Sam se remontaba a doce años atrás, a los primeros días de Sam en la DARPA, y se habían conocido en el Campo Perry de la CIA en los bosques de Virginia, cerca de Williamsburg. Haywood, que era un agente de la Dirección de Operaciones de la CIA, participaba en un curso de operaciones encubiertas. Sam estaba allí con el mismo propósito, pero como parte de un programa experimental destinado a someter a los mejores y más brillantes de la DARPA a una serie de situaciones reales que los agentes vivían en las misiones. La idea era sencilla: cuanto mejor pudiesen entender los ingenieros de la DARPA lo que era en realidad el trabajo de campo —de primera mano y desde cerca—, mejor diseñarían herramientas y artilugios que respondiesen a los desafíos del mundo real.

Sam y Rube se habían hecho amigos en el acto, y su amistad se consolidó durante las seis largas semanas de entrenamiento. Desde entonces se habían mantenido en contacto y una vez al año, en otoño, se encontraban para una excursión de tres días por Sierra Nevada.

—Todo lo que te diré no está clasificado, al menos oficialmente.

Sam leyó entre líneas. Después de recibir su llamada, Rube a su vez había hecho varias llamadas, aprovechando fuentes y contactos fuera del gobierno.

—Vale. Tú mensaje sugería que es urgente.

—Sí. El tipo al que tú llamas Caracortada utilizó una tarjeta de crédito ligada a una serie de cuentas falsas para pagar la embarcación en Snow Hill. Su nombre es Grigori Arjipov. Un antiguo miembro de las fuerzas especiales rusas. Estuvo destinado en Afganistán y Chechenia. Él y su mano derecha, un tipo llamado Jolkov, dejaron el ejército en 1994 y se pusieron a trabajar por libre. A Arjipov ya lo conoces; te envío por correo electrónico una foto de Jolkov. Si no lo has visto todavía, lo verás. Hasta donde sabemos, llevan trabajando para un único hombre desde 2005, un tío peligrosísimo llamado Hadeon Bondaruk.

—He oído ese nombre.

—Me sorprendería que no fuese así —manifestó Rube—. Es el rey de la mafia ucraniana y lo más destacado de la alta sociedad de Sebastopol. Ofrece fiestas y cacerías en su finca varias veces al año y restringe su lista de invitados a los supermillonarios: políticos, realeza europea, celebridades... Nunca ha sido acusado de un crimen, pero se sospecha que es autor de docenas de asesinatos; en su mayoría, de otros jefes mafiosos y matones que por alguna razón provocaron su ira. Aparte de los rumores, no hay gran cosa sobre su pasado.

—Me encantan los chismes —dijo Sam—. Cuéntamelos.

—El rumor dice que estuvo al mando de un grupo guerrillero en Turkmenistán durante todo el conflicto en la frontera ruso-iraní. Se movía por las montañas como un fantasma, emboscaba a patrullas y convoyes y nunca dejaba a nadie vivo.

—Un verdadero samaritano.

—¿Por qué te interesa?

—Creo que va detrás de lo mismo que nosotros.

—¿Que es qué?

—Será mejor que no lo sepas, Rube. Ya te has jugado bastante el pellejo.

—Venga, Sam...

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