El oro de Esparta

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

 

En el año 1800, mientras cruzaba los Alpes con sus tropas, Napoleón realizó un hallazgo asombroso: un tesoro persa perdido hacía siglos. Incapaz de transportarlo, dibujó en doce botellas de vino un enigmático mapa. Cuando Napoleón murió, lo hizo también su último secreto, pues la curiosa bodega se dispersó por el mundo. Sam y Reimi Fargo, dueños de la fundación Fargo, están rastreando tesoros en Maryland. Lo que hallan en el fondo de un pantano no es lo que esperaban: un pequeño submarino de la segunda guerra mundial. En su interior hay una extraña botella, quizá pertenezca a la mítica reserva personal de Napoleón. Fascinados por el descubrimiento, querrán buscar el resto de la colección. Pero Hadeon Bondaruk, un oscuro millonario mitad ruso mitad persa, también anda tras la pista de las botellas. Él sabe que son la antesala de una presa mayor, el legendario tesoro de Jerjes, el conquistador que desafió a Esparta en la batalla de las Termópilas. Está convencido de que el tesoro le pertenece a él por derecho de herencia y nada ni nadie debe interponerse en su camino.

Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta

Las aventuras de Fargo 1

ePUB v1.1

Rayul
09.07.11

Queremos agradecerles a las siguientes personas el habernos ofrecido generosamente su experiencia:

Yvonne Rodoni Bergero, Stanford Society, Archaeological Institute of America; Martin Burke; Christie B. Cochrell, director de exposiciones, Stanford University Press; K. Kris Hirst, Archaeology Section, About.com.

Doctor Patrick Hunt, director del Stanford Alpine Archaeology Project 1994-2009 y National Geographic Society Hannibal Expedition 2007-2008, Stanford University; Tom Iliffe, profesor de biología marina, Texas A & M University; doctor D. P. Lyle; Katie McMahon, bibliotecaria, Newberry Library, Chicago; Connell Monette, profesor agregado, Al Akhawayn University en Ifrane, Marruecos; Eric Ross, profesor adjunto, Al Akhawayn University en Ifrane, Marruecos; Jo Stoop; Stephen Toms; Tim Vandergrift, periodista experto en enología y gerente de servicios técnicos, Winexpert Ltd.

En último lugar, pero en absoluto la última: Janet, por sus aportaciones y comentarios.

Prólogo

Paso del Gran San Bernardo, Alpes Peninos, mayo de 1800

Una ráfaga de viento levantó la nieve alrededor de las patas del caballo llamado Styrie, que resopló nervioso y se apartó del sendero antes de que el jinete chasquease la lengua varias veces para calmarlo. Napoleón Bonaparte, emperador de Francia, se levantó el cuello del abrigo y entrecerró los ojos para protegerse de la ventisca. Al este consiguió atisbar el aserrado perfil del Mont Blanc.

Se echó hacia delante en la montura y palmeó el cuello del animal.

—Has visto tiempos peores, viejo amigo.

Napoleón se había hecho con el semental árabe durante su campaña en Egipto dos años antes. Styrie era un soberbio corcel, pero el frío y la nieve no eran para su naturaleza. Nacido y criado en el desierto, Styrie estaba acostumbrado a pisar la arena, no el hielo.

Napoleón se volvió y le hizo un gesto a su ayuda de cámara, Constant, que estaba a tres metros de él, con una reata de mulas. Más atrás, extendiéndose a lo largo de kilómetros por el sinuoso sendero, se encontraban los cuarenta mil soldados del ejército de reserva de Napoleón, junto con sus caballos, mulas y carros de municiones.

Constant desató la mula guía y se acercó deprisa. Napoleón le entregó las riendas de Styrie, luego desmontó y estiró las piernas, con la nieve hasta las rodillas.

—Vamos a dejar que descanse —dijo Napoleón—. Creo que esa herradura le molesta de nuevo.

—Ya me ocuparé, general.

En Francia, Napoleón prefería el titulo de primer cónsul, pero en campaña usaba el de general. Respiró hondo, se acomodó con firmeza el bicornio azul y miró las moles de granito que se alzaban ante ellos.

—Un día precioso, ¿no es así, Constant?

—Si usted lo dice, general... —murmuró el ayuda de cámara.

Napoleón sonrió para sus adentros. Constant, que llevaba con él muchos años, era uno de los pocos subordinados a los que les permitía una pequeña dosis de sarcasmo. Después de todo, pensó, Constant era un hombre viejo; el frío le calaba hasta los huesos.

Napoleón Bonaparte era de mediana estatura, con un cuello fuerte y hombros anchos. Su nariz aquilina destacaba sobre una boca firme y una barbilla cuadrada, y sus ojos eran de un gris penetrante que parecía diseccionar todo lo que lo rodeaba, humano o no.

—¿Alguna noticia de Laurent? —le preguntó a Constant.

—No, general.

El general de división, Arnaud Laurent, uno de los comandantes de mayor confianza e íntimo amigo de Napoleón, había marchado el día anterior con un pelotón de soldados para explorar el paso. Por poco probable que fuese encontrar allí tropas enemigas, Napoleón había aprendido hacía tiempo a prepararse para lo imposible. Muchos grandes hombres se habían visto derrotados por exceso de confianza. En esa zona, sin embargo, los peores enemigos eran la climatología y el terreno.

A dos mil seiscientos metros de altura en los Alpes Peninos, el paso del Gran San Bernardo había sido durante siglos la encrucijada de caminos para los viajeros. Ubicado entre las fronteras de Suiza, Italia y Francia, había visto pasar a muchos ejércitos: los galos en el 390 a. C, en su camino para aplastar Roma; la famosa travesía de Aníbal con los elefantes en el 217 a. C; Cario Magno en el 800, que regresaba de su coronación en Roma como primer emperador del Sacro Imperio romano.

Una excelente compañía, se dijo Napoleón. Incluso uno de sus predecesores, Pepino el Breve, rey de Francia, en 753 había cruzado los Alpes Peninos en su camino para encontrarse con el papa Esteban II.

Pero allí donde otros reyes han fracasado en su grandeza yo no lo haré, se recordó Napoleón a sí mismo. Su imperio se expandiría sobrepasando los más increíbles sueños de aquellos que lo habían precedido. Nada se interpondría en su camino. Ni los ejércitos, ni la climatología, ni las montañas, ni, desde luego, unos presuntuosos austriacos.

Un año antes, mientras él y su ejército conquistaban Egipto, los austriacos habían tenido el atrevimiento de recuperar el territorio italiano anexionado a Francia de acuerdo con el Tratado de Campo Formio. Su victoria no duraría mucho. Nunca esperarían un ataque en esa época del año, ni se imaginarían que ejército alguno intentara cruzar los Peninos en invierno. Con toda razón.

Con sus imponentes paredes de roca y las sinuosas gargantas, los Peninos eran una pesadilla geográfica para los viajeros solitarios, por no hablar de un ejército de cuarenta mil hombres. Desde septiembre el paso estaba cubierto con diez metros de nieve y a temperaturas siempre bajo cero. Los ventisqueros, con una altura de más de diez hombres, acechaban sobre ellos en cada recodo, amenazando con sepultarlos a ellos y a sus caballos. Incluso en el más soleado de los días, la niebla cubría el suelo hasta media tarde. Las tormentas de viento a menudo se levantaban sin previo aviso, convirtiendo un día apacible en una ululante pesadilla de nieve y hielo que les impedía ver más allá de un metro de sus pies. Lo más aterrador de todo eran las avalanchas, algunas veces de ochocientos metros de anchura, que se deslizaban por las laderas para sepultar a cualquiera que tuviese la desgracia de estar en su camino. Hasta ese momento Dios había considerado justo salvar a todos los hombres de Napoleón, excepto a doscientos.

Se volvió hacia Constant.

—¿Y el informe de intendencia?

—Aquí esta, general. —El ayuda de cámara sacó un fajo de papeles de debajo del abrigo y se lo entregó a Napoleón, quien le echó un vistazo. Realmente, pensó, un ejército lucha según lo que tiene en el estómago. Hasta entonces, sus hombres habían consumido diecinueve mil ochocientas diecisiete botellas de vino, una tonelada de queso y novecientos kilos de carne.

Desde la avanzadilla, bajo el paso, llegó el grito de los jinetes:

—¡Laurent, Laurent!

—Por fin —murmuró Napoleón.

Un grupo de doce jinetes surgió de entre la ventisca. Eran soldados fuertes. Los mejores que tenían, lo mismo que su comandante. Ninguno cabalgaba encorvado, sino erectos, con las barbillas alzadas. El general de división, Laurent, se acercó al trote con su caballo para detenerse delante de Napoleón y le saludó antes de desmontar. Napoleón lo abrazó y apartó con un gesto a Constant, quien se apresuró a ofrecerle al general una botella de brandy. Laurent bebió un trago, luego otro, y después le devolvió la botella.

—Informa, viejo amigo —le pidió Napoleón.

—Recorrimos doce kilómetros, señor. Ningún rastro de tropas enemigas. El tiempo mejora en las cotas bajas, y también es menor la densidad de la capa de nieve. A partir de aquí es más fácil.

—Bien... muy bien.

—Un detalle importante —añadió Laurent, con una mano apoyada en el codo de Napoleón para apartarlo unos pocos pasos—. Encontramos algo, general.

—¿Quieres explicarme la naturaleza de ese algo?

—Sería mejor que lo viese en persona.

Napoleón escudriñó el rostro de Laurent.

Había en sus ojos un brillo de ansiedad apenas contenida. Conocía a Laurent desde que ambos tenían dieciséis años y eran tenientes en la escuela de artillería La Fére. Laurent no era dado a la exageración ni a la excitación. Lo que fuese que hubiera descubierto tenía que ser importante.

—¿A qué distancia? —preguntó Napoleón.

—A cuatro horas a caballo.

Napoleón observó el cielo. Era casi media tarde. Por encima de los picos vio unos amenazadores nubarrones. Se acercaba una tormenta.

—Muy bien —dijo, y palmeó el hombro de Laurent—. Saldremos con la primera luz.

Como era su costumbre, Napoleón durmió cinco horas, y se levantó a las seis, mucho antes del alba. Desayunó y, mientras tomaba un té muy cargado, leyó los despachos de la noche enviados por los comandantes de brigada. Laurent se presentó con su pelotón poco antes de las siete, y marcharon valle abajo por el sendero que el general y los exploradores habían recorrido el día anterior.

La tormenta de la noche había dejado poca nieve, pero el feroz viento había levantado nuevos ventisqueros, imponentes paredes blancas que formaban un cañón alrededor de Napoleón y sus jinetes. El aliento de los caballos se convertía en nubes de vaho, y con cada paso la nieve en polvo se levantaba en el aire. Napoleón soltó las riendas de Styrie, confiando en que el árabe seguiría el sendero, mientras él contemplaba, fascinado, los ventisqueros, aquellas paredes labradas en espirales por el viento.

—Un tanto siniestro, ¿no, general? —preguntó Laurent.

—Es impresionante —murmuró Napoleón—, nunca me había encontrado en medio de un silencio como este.

—Es hermoso —convino Laurent—, y peligroso.

Como un campo de batalla, pensó Napoleón. Exceptuando quizá cuando estaba en la cama con Josefina, donde se sentía más a gusto era en el campo de batalla. El retumbar de los cañones, el estampido seco del fuego de los mosquetes, el olor de la pólvora negra en el aire...; todo eso le encantaba. Solo es cuestión de días, se dijo. En cuanto salgamos de estas malditas montañas... Sonrió para sí mismo.

Más adelante, el jinete de vanguardia levantó el puño por encima de la cabeza, para indicar un alto. Napoleón observó cómo el hombre desmontaba y avanzaba por la nieve, que le llegaba a los muslos, con la cabeza echada hacia atrás y la mirada atenta a los ventisqueros. Desapareció detrás de un recodo del sendero.

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