El oro de Esparta (5 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

—Tengo la sensación de que conduces demasiado rápido. —Ella disfrutaba del BMW, pero no tenía el latente anhelo de piloto de carreras que despertaba en su marido.

—Voy al límite de velocidad. No te preocupes, Remi. ¿Alguna vez he chocado?

—Bueno, aquella vez en Bombay...

—Oh, no. Si lo recuerdas, los neumáticos estaban casi sin dibujo, y nos perseguía un hombre muy enfadado en un enorme volquete. Además, no choqué. Solo... me salí de la carretera.

—Es una manera de decirlo.

—En mi opinión, es una descripción acertada.

—Vale, entonces, aquella otra vez en Escocia...

—De acuerdo, aquello sí fue culpa mía.

—No te sientas mal, Sam. Aquella turbera apareció delante de nosotros como salida de la nada.

—Muy gracioso...

—De todas maneras, nos sacaste de allí, y eso es lo que cuenta.

—Lo hice. Con una cuerda, el gato del coche, un tocón, una rama para hacer palanca y algunos principios básicos de física bien aplicados.

Prosiguieron el viaje en silencio y observaron el campo, cada vez más oscuro hasta que por fin aparecieron las luces de Princess Anne, casi un kilómetro más allá. Bautizada con el nombre de la hija del rey Jorge II, la ciudad —o aldea, como reclamaban muchos lugareños que se llamase— tenía una población de 2.200 almas, sin contar los estudiantes que consideraban su casa la universidad de Maryland Eastern Shore. Durante su primer viaje a Princess Anne, años antes, Sam y Remi habían admitido que, de no haber sido por los coches en las calles y el alumbrado eléctrico, no hacía falta esforzarse mucho para imaginarse transportado a los días de la Maryland prerrevolucionaria, de tan pintorescas como eran algunas partes de la población.

Sam recorrió la autopista 13 hasta el centro de la ciudad, y luego giró al este por la carretera de Mount Vernon, que siguió durante un kilómetro y medio antes de doblar al norte por East Ridge Road. Se hallaban en las afueras de Princess Anne. La tienda de Frobisher, cuyo segundo piso era su apartamento, estaba a cuatrocientos metros de la carretera al final de un largo camino de acceso bordeado de arces.

Cuando Sam llegó a la entrada, un Buick Lúceme negro salió del camino y pasó junto a ellos en dirección sur hacia Mount Vernon. En el momento en que las luces del BMW alumbraron el parabrisas del otro coche, Sam alcanzó a ver a Ted Frobisher sentado en el asiento del pasajero.

—Era él —dijo Remi.

—Sí, lo sé —murmuró Sam, distraído.

—¿Qué pasa?

—No lo sé... Su cara indicaba que algo no va bien.

—¿De qué hablas?

—Parecía... asustado.

—Ted Frobisher siempre parece asustado. O enfadado. Son sus dos únicas expresiones, ya lo sabes.

—Sí, quizá —murmuró Sam. Entró en el camino particular, frenó, dio marcha atrás y condujo el BMW de regreso a la carretera para seguir al Lúceme.

—Ay, madre —exclamó Remi—, allá vamos.

—Déjame darme el gusto. Con toda probabilidad no será nada.

—De acuerdo. Pero si se detienen en un área de servicio, prométeme que darás media vuelta y dejarás en paz al pobre hombre.

—Hecho.

El Lúceme no se detuvo en un área de servicio, ni tampoco siguió por la carretera principal mucho tiempo, sino que giró al sur por Black Road unos kilómetros más adelante. Las farolas habían desaparecido hacía mucho, y Sam y Remi conducían en la más absoluta oscuridad. La llovizna de antes se había convertido en un aguacero, y los limpiaparabrisas del BMW funcionaban con un rítmico barrido.

—¿Qué tal es tu visión nocturna, Remi?

—Buena... ¿Por qué?

En respuesta, Sam apagó las luces del BMW y aceleró para acortar la distancia con los faros traseros del Lúceme. Remi miró a su marido con los ojos entrecerrados.

—Estás preocupado, ¿no?

Él respondió con las mandíbulas apretadas.

—Solo es un presentimiento. Espero estar equivocado.

—Yo también. Me estás asustando un poco, Sam.

Él tendió la mano y le apretó el muslo.

—A ver, ¿alguna vez nos hemos metido en problemas...

—Bueno, aquella vez que...

—... sin haber salido bien parados?

—No.

—¿Tenemos cobertura? —preguntó Sam.

Remi sacó el móvil y miró si tenía señal.

—Nada.

—Maldita sea. ¿Todavía tenemos aquel mapa?

Remi buscó en la guantera, encontró el mapa y lo desplegó. Después de treinta segundos, dijo:

—Sam, por aquí no hay nada. Ni casas, ni granjas... Nada en muchos kilómetros.

—Curioso y más que curioso.

Delante, las luces de freno del Lúceme se encendieron una vez, luego otra, y después el vehículo giró a la derecha y desapareció detrás de unos árboles. Sam se acercó al cruce y redujo la velocidad a tiempo para ver que las luces traseras del Lúceme se encendían de nuevo, esa vez a la izquierda, en un camino a unos cien metros más allá. Apagó el motor y bajó la ventanilla del pasajero. Entre los árboles vieron que se apagaban las luces del Lúceme y, seguidamente, oyeron el sonido de una puerta del coche al abrirse y cerrarse, y al cabo de diez segundos, la otra.

Luego una voz.

—¡Eh... no!

La voz de Frobisher inquieto, con toda claridad.

—Bueno, ya tenemos la solución —dijo Sam.

—Sí —convino Remi—. ¿Qué quieres hacer?

—Tú vas hasta la casa más cercana o hasta donde encuentres cobertura y llamas a la policía. Yo voy...

—Oh, no, tú no vas, Sam.

—Remi, por favor...

—Que no, Sam. Sam gimió.

—Remi...

—Estamos perdiendo el tiempo.

Sam conocía a su mujer lo bastante bien para distinguir el tono de su voz y la expresión de su boca. Se había cerrado en banda, y no había nada que discutir.

—De acuerdo —dijo Sam—, pero nada de riesgos estúpidos, ¿eh?

—Eso vale para ti también. Él sonrió y le guiñó un ojo.

—¿Acaso no soy un ejemplo vivo de prudencia? Está bien, no me respondas.

—Huimos del fuego... —comenzó Remi.

—... para caer en las brasas —concluyó Sam.

5

Con los faros apagados, Sam condujo el BMW poco a poco por la carretera, con mucha precaución para evitar los baches, hasta que llegaron a unos cincuenta metros de la entrada de automóviles, y luego apagó el motor.

—Por favor, ¿podrías esperar en el coche? —preguntó Sam.

Remi lo miró ceñuda.

—Eh, creo que no nos han presentado. —Le tendió la mano para que se la estrechase—. Soy Remi Fargo.

Sam exhaló un suspiro.

—Entendido.

Mantuvieron una breve conversación sobre la estrategia y el peor de los escenarios. Después Sam le dio su americana y se bajaron del coche.

Se apartaron de la carretera y siguieron por una acequia, protegida a ambos lados por los hierbajos. Llegaba hasta el camino privado, donde desembocaba en una alcantarilla. Agachados, y haciendo pausas cada pocos pasos para escuchar, siguieron la acequia hasta el final y después buscaron un camino entre los árboles. Unos seis metros más allá, los árboles comenzaron a espaciarse, y se encontraron en el borde de un claro.

Era inmenso, aproximadamente una hectárea, y en él había unas grandes estructuras tubulares, algunas del tamaño de garajes, otras del tamaño de coches pequeños, tumbadas o inclinadas como un juego de palillos chinos. A medida que los ojos de Sam se acostumbraban a la oscuridad comprendió lo que estaba viendo: un desguace de calderas. Cómo y por qué estaban allí, en mitad de la campiña de Maryland, no lo sabía, pero allí estaban. A juzgar por el tamaño, se dijo que las calderas provenían de diversos orígenes: locomotoras, barcos y fábricas. La lluvia golpeaba las hojas a su alrededor y rebotaba con suavidad en el acero de las calderas, y el eco sonaba entre los árboles.

—Bueno, esto es lo último que esperaba encontrar aquí —susurró Remi.

—Yo también.

Y aquello les dijo algo del asaltante de Ted. O bien conocía esa zona a la perfección o bien la había investigado antes de ir. Ninguna de ambas cosas fue de mucho consuelo para Sam.

El Buick Lucerne estaba aparcado en mitad del claro, pero no había ninguna señal de Frobisher o del conductor del coche. Parecía evidente que se habían metido en el laberinto de calderas. Pero ¿por qué ir allí?, se preguntó Sam. La primera respuesta que le vino a la mente lo dejó helado. Lo que el secuestrador de Ted le tenía preparado era desconocido, pero una cosa era segura: el hombre necesitaba privacidad. O un lugar donde dejar un cadáver. Quizá las dos cosas. Sam sintió que se le aceleraba el corazón.

—Podemos cubrir más terreno si nos separamos —propuso Remi.

—Olvídalo. No sabemos quién es ese tipo o de lo que es capaz.

Estaba a punto de salir de entre los árboles cuando se le ocurrió una idea. Un Buick Lucerne. Buick... GMC. Llevó a Remi de nuevo a cubierto.

—Espera aquí —le dijo—. Ahora vuelvo.

—¿Qué...?

—Quédate aquí. No voy muy lejos.

Echó una última mirada a uno y otro lado, alerta al más mínimo movimiento y, luego, al no ver nada, salió corriendo hacia el Lucerne. Llegó a la puerta del conductor, se agachó y, tras una rápida plegaria, tocó la manilla. Se abrió. Se encendió la luz interior. Sam volvió a cerrar la puerta.

¡Maldita fuera! Al menos no había alarma de llaves en el contacto.

No había nada que hacer excepto arriesgarse.

Sam abrió la puerta, se metió en el Lucerne, cerró la puerta y esperó treinta segundos, mirando de vez en cuando por encima del salpicadero. No se movía nada. Comenzó a buscar en el interior y, casi de inmediato, encontró en el salpicadero lo que buscaba: un botón que decía OnStar. Sam lo apretó. Pasaron veinte segundos, y luego sonó una voz en los altavoces de la radio.

—Soy Dennis de OnStar. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Oh, sí —gruñó Sam—. He tenido un accidente. Estoy herido. Necesito ayuda.

—¿Señor, puede decirme dónde está?

—Eh... no.

—Espere un momento, señor. —Pasaron cinco segundos—. Ya está, señor. Lo tengo ubicado cerca de Black Road, al oeste de Princess Anne, Maryland.

—Sí, creo que sí.

—He avisado a la policía de su zona. La ayuda va de camino.

—¿Cuánto tardará? —gimió Sam con su mejor interpretación de conductor herido.

—Seis o siete minutos, señor. Continuaré conversando con usted.

Pero Sam ya había salido del coche y cerrado la puerta. Con su navaja suiza cortó la válvula del neumático trasero izquierdo. Luego se arrastró hasta el lado opuesto y repitió el proceso con el otro neumático trasero, y a continuación corrió hacia los árboles para reunirse con Remi.

—¿El OnStar? —preguntó Remi con una sonrisa.

Sam le dio un beso en la mejilla.

—Genios.

—¿Cuánto tardará en llegar la caballería?

—Entre seis y siete minutos. Sería fantástico si pudiéramos largarnos antes de que lleguen. No me apetece una sesión de preguntas y respuestas.

—A mí tampoco. Me apetece una copa de brandy tibio.

—¿Preparada para jugar al escondite?

—Guíame.

Tenían pocas esperanzas de poder encontrar huellas en el fango, así que Sam y Remi corrieron a través del claro y comenzaron a buscar un camino entre los senderos y túneles formados por las calderas. Sam encontró dos trozos de barra metálica, le dio el más corto a Remi y se quedó el largo. Solo habían avanzado unos quince metros cuando oyeron una débil voz a través de la lluvia.

—No sé de qué me habla... ¿Qué fragmento?

Era Ted.

Una voz masculina dijo algo, pero Sam y Remi no consiguieron entender las palabras.

—¿Qué cosa? Era un trozo de una botella. Nada importante.

Sam volvió la cabeza, intentando captar la dirección del sonido y saber de dónde procedía. Señaló con gestos adelante y a la izquierda, debajo de un arco formado por una caldera que estaba apoyada en otra. Remi asintió. Una vez pasado el arco, las voces se oían mejor.

—Quiero que me diga exactamente dónde la encontró —decía el hombre no identificado. La voz tenía acento de Europa del Este o de Rusia.

—Ya se lo he dicho... No lo recuerdo. Fue en algún lugar del río.

—¿El río Pocomoke?

—Así es —respondió Ted.

—¿Dónde?

—¿Por qué hace esto? No entiendo que...

Se oyó un sonido como el de una bofetada, algo duro que pegaba contra la carne. Ted gruñó, y luego se oyó un chapoteo que claramente indicaba que se había caído en un charco de barro.

—¡Levántese!

—¡No puedo!

—¡He dicho que se levante!

Sam le hizo un gesto a Remi para que esperase mientras él se adelantaba, muy pegado al costado de una caldera, y luego avanzó hasta poder mirar por la esquina.

Allí, en un espacio entre dos calderas del tamaño de camionetas, estaba Ted Frobisher. Caído de rodillas, con los brazos atados a la espalda. Su asaltante se encontraba a un par de pasos delante de él, con una linterna en la mano izquierda y un revólver en la derecha. El arma apuntaba al pecho de Ted.

—Dígame dónde la encontró y lo llevaré a su casa —dijo el hombre—. Se podrá olvidar de todo esto.

Es la mentira más grande que jamás he oído, pensó Sam. Aquel tipo no había llevado a Ted hasta allí solo para acompañarlo de vuelta a casa y acostarlo en su cama. «Lamento mucho todo esto, que descanse...» Consiguiese o no lo que quería el asaltante, el destino de Ted estaba escrito a menos que actuasen deprisa.

Sam reflexionó unos segundos y elaboró un plan rudimentario. Habría preferido una solución más elegante, pero no tenían ni tiempo ni medios. Además, lo sencillo a menudo era lo más elegante. Volvió donde Remi lo esperaba.

Le describió la escena que había visto y también su plan.

—A mí me parece que te estás quedando con la parte más peligrosa —opinó Remi.

—Confío plenamente en tu puntería.

—Y en mi sincronización.

—Eso también. Ahora mismo vuelvo.

Sam desapareció entre los árboles durante medio minuto, y después volvió para darle una piedra del tamaño de un pomelo.

—¿Podrás subirla con una sola mano? —preguntó señalando hacia una oxidada escalera que había en un lateral de la caldera más cercana.

—Si oyes un fuerte golpe en la oscuridad, tendrás la respuesta. —Se inclinó hacia delante, lo cogió de la pechera de la camisa y lo atrajo hacia ella para un darle un rápido beso—. Escucha, Fargo, intenta parecer inofensivo y, por lo que más quieras, ten cuidado. Si te matan, nunca te lo perdonaré.

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