El oro de Esparta (3 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

A pesar de sus estudios de ingeniería, Sam era el pensador intuitivo, mientras que Remi, antropóloga e historiadora formada en el Boston College, estaba sólidamente asentada en el pensamiento lógico. Si bien esta dicotomía los hacía una pareja afectuosa y bien equilibrada, también daba pie a enérgicos debates, que iban desde quién había comenzado la Reforma inglesa hasta qué actor encarnaba mejor a James Bond o quién era el mejor intérprete de Las cuatro estaciones de Vivaldi. La mayoría de las veces estos debates acababan en risas y en un continuado pero amistoso desacuerdo.

Doblado desde la cintura, Sam buscó al tacto debajo del agua. Deslizó los dedos a lo largo de la madera hasta que tocó algo metálico... Era un trozo de metal en forma de U y con un cuerpo cuadrado.

Un candado, pensó, y por su mente pasó la visión de un cofre cubierto de lapas.

—Tengo algo —anunció.

Remi se volvió hacia él con los brazos cubiertos de fango y pegados al cuerpo.

—¡Aquí está! —Sam lo sacó del agua. A medida que el barro chorreaba del objeto y caía de nuevo al pantano, vio el brillo del óxido y del metal plateado, y después unas letras en relieve: M-A-S-T-E-R-L-O-C-K.

—¿Y bien? —preguntó Remi en un tono cargado de escepticismo. Estaba habituada al, en ocasiones, prematuro entusiasmo de Sam.

—Acabo de encontrar, querida, un antiguo candado marca Masterlock, diría que de los años setenta, más o menos —respondió. Sacó del agua el trozo de madera al que había estado enganchado—. Junto con lo que parece el poste de una verja. —Lo dejó caer de nuevo en el agua y después se enderezó con un gemido.

Remi le sonrió.

—Mi intrépido buscador de tesoros... Bueno, es más de lo que yo he encontrado.

Sam consultó su reloj, un Timex Expedition que solo utilizaba en las expediciones.

—Las seis de la tarde. ¿Damos por acabada la jornada?

Remi se pasó la palma de la mano por el antebrazo opuesto para quitarse el barro, y le dedicó una amplia sonrisa.

—Creí que nunca lo dirías.

Recogieron las mochilas y caminaron los ochocientos metros que los separaban de su lancha, amarrada al tronco de un ciprés. Sam soltó la amarra y empujó la embarcación hasta aguas más profundas, chapoteando hasta la cintura, mientras Remi tiraba de la cuerda de arranque del motor. El fueraborda se puso en marcha y Sam subió a bordo.

Remi apuntó la proa hacia el canal y aceleró. La ciudad más cercana y su base de operaciones era Snow Hill, a cinco kilómetros corriente arriba del río Pocomoke. El hotel que habían escogido tenía una bodega de vinos muy buena y servía una sopa de cangrejo que había hecho que Remi gozara al máximo con la cena de la noche anterior.

Navegaron en silencio, adormecidos por el suave ronroneo del motor y la vista posada en la vegetación. De pronto Sam se volvió en su asiento para mirar a la derecha.

—Remi, disminuye la velocidad.

Ella desaceleró.

—¿Qué pasa?

Sam cogió los prismáticos de la mochila y se los llevó a los ojos. A una distancia de unos cuarenta y cinco metros de la orilla había un claro en el follaje; otra cala escondida de las docenas que ya habían visto. La entrada estaba tapada en parte por las ramas amontonadas por la tormenta.

—¿Qué has visto? —preguntó ella.

—Algo... No lo sé —murmuró Sam—. Me ha parecido ver una línea en el follaje..., una curva o algo así. No parecía natural. ¿Puedes llevarme hasta allí?

Remi movió el timón y condujo la lancha hacia la boca de la cala.

—Sam, ¿estás alucinando? ¿Has bebido bastante agua? Él asintió con la atención puesta en la cala. —Más que suficiente.

Con un suave golpe, la proa de la lancha topó contra el montón de ramas. La cala era más amplia de lo que parecía, casi quince metros de ancho. Sam ató el cabo a una de las ramas más grandes, y luego deslizó las piernas por encima de la borda y se dejó caer al agua.

—¿Qué estás haciendo, Sam?

—Ahora mismo vuelvo. Quédate aquí.

—Ni lo sueñes.

Antes de que ella pudiese decir una palabra más, Sam respiró hondo, se sumergió en el agua y desapareció. Veinte segundos más tarde, Remi oyó un chapoteo al otro lado de las ramas, seguido por el ruido de Sam al respirar.

—Sam, ¿estás...? —llamó ella.

—Estoy bien. Vuelvo en un minuto.

El minuto se convirtió en dos y después en tres. Por fin, Sam preguntó a través del follaje:

—Por favor, Remi, ¿podrías reunirte conmigo?

Ella notó el tono pícaro en su voz, y pensó: Ay, chico. Le encantaban los impulsos aventureros de su marido, pero ya había comenzado a imaginar las delicias de una buena ducha caliente.

—¿Qué pasa?

—Necesito que vengas aquí.

—Sam, ya estoy casi seca. ¿No podrías...?

—No, querrás ver esto. Confía en mí.

Remi exhaló un suspiro y luego se dejó caer al agua por encima de la borda. Diez segundos más tarde estaba junto a su marido. Los árboles a cada lado de la cala formaban una especie de dosel sobre el agua que los encerraba en un túnel verde. Aquí y allá el sol alumbraba la superficie cubierta de algas.

—Hola, es muy amable de tu parte haber venido —dijo Sam con una sonrisa, y le dio un beso en la mejilla a Remi.

—Vale, listillo, que estamos...

Él golpeó con los nudillos el tronco que sujetaba con un brazo, pero en lugar de oírse un ruido sordo, Remi oyó un repique metálico.

—¿Qué es?

—Aún no estoy seguro. Es parte de algo, aunque no podré saber qué parte es hasta que baje y entre. —¿Parte de qué? ¿Entrar dónde? —Aquí, ven.

Sam la cogió de la mano y se adentró en la cala para pasar por un recodo, donde el ancho del agua se reducía a seis metros. Se detuvo y señaló un ciprés cubierto de hiedra cerca de la orilla.

—Ahí... ¿Lo ves?

Remi entornó los ojos, y ladeó la cabeza a la izquierda y después a la derecha.

—No. ¿Qué debo ver?

—Aquella rama que sale del agua, aquella que acaba en forma de T.

—Vale, la veo.

—Mira mejor. Entorna los ojos. Te ayudará.

Ella lo hizo, y entrecerró los ojos hasta que poco a poco lo que veía se registró en su cerebro. Soltó una exclamación.

—Dios bendito, es un... No puede ser.

Sam asintió con una sonrisa de oreja a oreja.

—Sí. Lo es. Aquello, querida, es el periscopio de un submarino.

2

Sebastopol, Ucrania

Hadeon Bondaruk estaba frente a los ventanales de su despacho y contemplaba el mar Negro. El despacho era oscuro, alumbrado solo por las lámparas atenuadas que proyectaban suaves charcos de luz en las esquinas de la habitación. La noche había caído sobre la península de Crimea, pero por el oeste, en las costas de Rumania y de Bulgaria, iluminadas por detrás por los últimos rayos del sol poniente, se divisaba una línea de nubes de tormenta que se movía hacia el norte por encima del agua. Cada pocos segundos se veía un destello en el interior de las nubes, y los relámpagos formaban filigranas de luz a través del horizonte. Llegaría allí en menos de una hora, y Dios ayudase a aquellos idiotas que se viesen sorprendidos en medio de una tormenta en el mar Negro.

O que Dios no los ayude, pensó Bondaruk. No tenía importancia. Las tormentas, las enfermedades y, sí, también la guerra eran la manera que tenía la naturaleza de reducir los rebaños. Tenía poca paciencia con las personas que carecían de la sensatez o la fuerza para protegerse a sí mismas de la violencia de la vida. Era una lección que había aprendido de niño y que nunca había olvidado.

Bondaruk había nacido en 1960 en un pueblo al sur de Ashgabat, en Turkmenistán, en lo alto de las montañas Koper Dag. Su madre y su padre, y los padres de estos, habían sido agricultores y pastores que vivían en esa indefinida zona geográfica situada entre Irán y lo que entonces era la Unión Soviética, y como todos los nativos del Kopet Dag habían sido personas duras, que vivían de sus propios recursos y eran tremendamente independientes, sin reconocer a ninguno de los dos países como propios. Sin embargo, la Guerra Fría tenía otros planes para Bondaruk y su familia.

Con la Revolución iraní de 1979 y la caída del sha, la Unión Soviética había comenzado a enviar más tropas a la frontera norte de Irán, y Bondaruk, que entonces tenía diecinueve años, vio cómo la independencia de su pueblo les era arrebatada a medida que las bases del Ejército Rojo y las baterías de misiles antiaéreos comenzaban a aparecer en su, en otro tiempo, tranquilo hogar de montaña.

Las tropas soviéticas habían tratado a los pobladores de Kopec Dag como si fuesen salvajes: iban de pueblo en pueblo como una plaga para apropiarse de la comida y de las mujeres, mataban el ganado para divertirse, y detenían a «elementos revolucionarios iraníes» y los ejecutaban sumariamente. No tenía ninguna importancia que Bondaruk y su gente supiesen muy poco del mundo exterior y de la política mundial. El hecho de ser musulmanes y la proximidad con Irán los convertía en sospechosos.

Un año más tarde, un par de tanques habían aparecido en las afueras del pueblo, junto con dos compañías del ejército ruso. Un pelotón había sido emboscado en una zona cercana la noche anterior, les comunicó el comandante a Bondaruk y a los aldeanos. Ocho hombres a quienes habían degollado y robado sus prendas, armas y pertenencias personales. Los ancianos del pueblo tenían cinco minutos para entregar a los culpables si no querían que toda la comunidad fuese considerada responsable.

Bondaruk había oído historias de los guerrilleros turcomanos que luchaban en el campo ayudados por comandos iraníes, pero hasta donde él sabía, ninguno de los aldeanos estaba involucrado. Al no poder entregar a los culpables, el jefe del pueblo había suplicado misericordia al comandante soviético y, por ello, había sido ejecutado. Durante la hora siguiente, los tanques dispararon contra la aldea hasta reducirla a un montón de ruinas humeantes. En la conmoción, Bondaruk se vio separado de su familia, y él y un puñado de chicos y de hombres se retiraron a las alturas, lo bastante lejos para estar a salvo de los soldados, pero lo bastante cerca para ver durante la noche cómo arrasaban sus casas. Al día siguiente volvieron al poblado y comenzaron a buscar supervivientes. Encontraron más muertos que vivos, incluidos los familiares de Bondaruk, quienes habían buscado refugio en la mezquita y habían muerto sepultados cuando esta se derrumbó. Algo cambió en su interior, como si Dios hubiese echado un oscuro telón sobre su vida anterior. Bondaruk reunió a los aldeanos más fuertes y mejor dispuestos, hombres y mujeres por igual, y se los llevó a la montaña como guerrilleros.

En seis meses, Bondaruk no solo había alcanzado una posición de liderazgo entre sus combatientes, sino que también se había convertido en una leyenda para los compatriotas. Los guerrilleros de Bondaruk atacaban por la noche, tendían emboscadas a las patrullas y los convoyes soviéticos, para después desaparecer en el Kopet Dag como fantasmas. Al cabo de un año de la destrucción de su pueblo, habían puesto precio a la cabeza de Bondaruk. Había llamado la atención de los jefes en Moscú, que ahora se veían involucrados no solo en una creciente tensión con Irán y en una guerra a gran escala en Afganistán, sino también en una guerra de guerrillas en Turkmenistán.

Poco después de cumplir los veintiún años, Bondaruk recibió el aviso de que los agentes de inteligencia iraníes hacían correr la voz de que sus guerrilleros tenían un aliado en Teherán, si estaba dispuesto a sentarse y escuchar, cosa que hizo en un pequeño café cerca de Ashgabat.

El hombre con el que Bondaruk se encontró resultó ser un coronel de la organización paramilitar iraní conocida como Pasdaran, o Guardia de la Revolución. El coronel les ofreció, a Bondaruk y sus combatientes, armas, municiones, entrenamiento y suministros esenciales para su guerra contra los soviéticos. Desconfiado, Bondaruk había buscado alguna trampa en el trato: la condición que simplemente cambiaría la bota que les aplastaba el cuello, de los soviéticos a los iraníes. Le aseguraron que no existía tal condición. Tenían los mismos antepasados, la misma fe y la misma causa. ¿Qué más vínculos necesitaban? Bondaruk aceptó la oferta, y, durante los siguientes cinco años, él y sus guerrilleros, con la guía del coronel iraní, poco a poco fueron derrotando a los ocupantes soviéticos.

Aquello fue de lo más satisfactorio para Bondaruk, pero su relación con el coronel fue lo que le reportó más beneficios. Resultó que el coronel había sido profesor de historia persa antes de ser llamado para servir a la revolución. El Imperio persa, le explicó, se remontaba a casi tres mil años atrás, y en su momento de apogeo había abarcado las cuencas del mar Caspio y el Negro, Grecia, el norte de África y gran parte de Oriente Medio. De hecho, le dijo a Bondaruk, Jerjes I el Grande, que había invadido Grecia y derrotado a los espartanos en la batalla de las Termopilas, había nacido en las mismas montañas que Bondaruk llamaba su hogar y se decía que había engendrado a docenas de hijos en el Kopec Dag. Ese fue un pensamiento que nunca se apartó de la mente de Bondaruk mientras él y sus guerrilleros continuaban hostigando a los soviéticos hasta que por fin, en 1990, más de una década después de haber invadido el Kopec Dag, el Ejército Rojo se retiró de la frontera. Poco más tarde, se produjo el derrumbe de la Unión Soviética.

Acabada la lucha y en absoluto dispuesto a ser de nuevo un pastor vulgar, Bondaruk, ayudado por su amigo el coronel iraní, se trasladó a Sebastopol, que, tras la caída del imperio soviético, se había convertido en el Salvaje Oeste de la cuenca del mar Negro. Una vez allí, su capacidad de liderazgo y su falta de escrúpulos en el uso de la brutalidad y la violencia le aseguró primero un lugar en el mercado negro ucraniano y luego en la llamada Mafia Roja. Cuando cumplió los treinta y cinco, Hadeon Bondaruk controlaba casi todas las organizaciones criminales de Ucrania y era multimillonario.

Con la posición, el poder y la riqueza asegurados, Bondaruk centró su atención en una idea que le rondaba la cabeza desde hacía muchos años: ¿de verdad Jerjes el Grande había nacido y se había criado en las montañas Kopec Dag, en su tierra natal? ¿Jerjes y él, como niños separados por siglos, habían caminado por los mismos senderos y disfrutado de las mismas vistas de las montañas? Él mismo, Bondaruk, podía considerar descendiente de la realeza persa?

La respuesta no había llegado fácilmente. Había tardado cinco años, gastado millones de dólares y contratado a un equipo de historiadores, arqueólogos y genealogistas, pero, cuando cumplió los cuarenta, Hareon Bondaruk estaba seguro. Era un descendiente directo de Jerjes I, gobernante del Imperio persa.

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