Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood
—Oigo voces, risas... —dijo Remi—. Gente que sigue la canción.
—Sí.
Continuaron, y muy pronto llegaron al final del túnel, donde había unos escalones de piedra que llevaban a una trampilla. Sam levantó la cabeza y olisqueó.
—Estiércol.
—Entonces estamos en el lugar correcto.
La música y las risas sonaban cada vez más fuertes, al parecer, directamente por encima de sus cabezas. Sam apoyó un pie en el primer escalón. En aquel momento, le llegó el sonido de una pisada en la trampilla. Se quedó quieto. Otro pie se unió al primero, seguido por otros dos más ligeros, de alguna manera más delicados. A través de las grietas en la trampilla se movieron las sombras, tapando y destapando la luz.
Una mujer se rió y dijo en inglés con acento ruso:
—No, Dimitri, hace cosquillas.
—Esa es la idea, mi lapochka.
—Oh, me gusta. Para, para... ¿Y tu esposa?
—¿Qué le pasa?
—Venga, volvamos a la fiesta antes de que alguien nos vea.
—No, hasta que me lo prometas —dijo el hombre.
—Sí, lo prometo. La semana que viene en Balaclava.
La pareja se alejó y momentos más tarde llegó el sonido de una puerta de madera al cerrarse. En algún lugar relinchó un caballo y después se hizo el silencio.
—Hemos conseguido colarnos en una de las condenadas fiestas de Bondaruk —susurró Remi—. Para que después hablen de mala suerte...
—Quizá sea buena suerte —afirmó Sam—. A ver si podemos conseguir que trabaje a nuestro favor.
—¿A qué te refieres?
—Son muchas las probabilidades de que Bondaruk sea el único que sepa qué aspecto tenemos.
—Oh, no, Sam.
—Remi, ¿donde están tus modales? —Sam sonrió—. Vayamos a relacionarnos.
Una vez seguros de que no había nadie cerca, Sam subió los escalones, levantó la trampilla y miró alrededor. Se volvió hacia Remi.
—Es un trastero. Vamos.
Salió y sostuvo la trampilla para Remi, y después la cerró. Al otro lado de la puerta abierta había otro espacio, el cuarto de arreos, alumbrado por unos focos instalados en los zócalos. Lo cruzaron y salieron por la puerta opuesta, que daba a un pasillo de grava con establos a ambos lados. En el techo abovedado había extractores de aire y claraboyas por las que entraba la débil luz de la luna. Oyeron a los caballos resoplar suavemente y moverse en las caballerizas. En un extremo, a unos treinta metros de distancia, estaban las puertas. Fueron hasta ellas y echaron un vistazo.
Delante había una gran extensión de hierba rodeada por setos y antorchas. Banderines de seda multicolores ondeaban en los alambres colocados por encima de la hierba. Docenas de invitados con esmoquin y vestidos de fiesta, la mayoría de ellos parejas, estaban reunidos en grupos o paseaban mientras conversaban y reían. Los camareros, con uniformes blancos, se movían entre la multitud, con las bandejas de cócteles y aperitivos. La fuente de la canción de Frank Sinatra eran los altavoces colocados en columnas estratégicamente ubicadas alrededor de la extensión; en ese momento ofrecían música de jazz.
A la derecha de Sam y Remi se veían los pisos superiores de la casa de Bondaruk, con las cúpulas acebolladas contra el cielo oscuro. A la izquierda, en una entrada en los setos, Sam vio el aparcamiento, donde había coches Mercedes, Bentley, Lamborghini y Maybach.
—No llevamos las prendas adecuadas —murmuró Remi.
—Tienes toda la razón —asintió Sam—. No lo veo, ¿lo ves tú?
Remi se acercó al resquicio y observó a la multitud.
—No, pero a la luz de las antorchas es difícil saberlo.
Sam cerró la puerta.
—Vayamos a explorar el ala sudeste.
Volvieron hasta la trampilla, recorrieron de nuevo el túnel y siguieron por el ramal este. Casi de inmediato encontraron los túneles laterales separados por intervalos de seis a diez metros, a lo largo de la pared norte.
—Almacenes y otras salidas —dijo Sam.
Remi asintió, después de mirar su bosquejo a la luz de la linterna.
—Bohuslav los tiene marcados, pero no hay ninguna descripción de adonde llevan.
Alumbraron con sus linternas, pero no vieron más allá de los tres metros. En algún lugar a lo lejos oyeron el silbido del viento.
—No sé tú, pero yo voto por evitar otro laberinto estilo mazmorra si podemos.
—Amén.
Continuaron caminando y, después de unos pocos centenares de metros, se encontraron delante de otros escalones de piedra.
Esa vez Remi tomó la delantera, se agachó debajo de la trampilla y aguzó el oído hasta asegurarse de que el camino estaba despejado. Levantó la trampilla, asomó la cabeza y se agachó de nuevo.
—Está oscuro. No puedo saber dónde estamos.
—Subamos. A ver si se nos acomodan los ojos.
Remi salió por la trampilla y se apartó para dejar lugar a Sam. Él cerró la trampilla y, con mucho cuidado, extendió el brazo en un intento de medir el espacio. Era un cuadrado de casi un metro veinte de largo. Tras treinta segundos de espera, sus ojos fueron acomodándose poco a poco, y pudo ver un fino rectángulo de luz a su izquierda. Sam se acercó a la pared y acercó un ojo a la grieta. Se echó hacia atrás, frunció el entrecejo y miró de nuevo.
—¿Qué? —preguntó Remi.
—Libros —susurró él—. Parece una biblioteca.
Palpó a lo largo de la pared y encontró una palanca de madera. La movió hacia arriba, apoyó la palma de una mano en la pared y empujó con suavidad. Sin el menor sonido, la pared se abrió sobre unas bisagras ocultas y dejó una abertura de treinta centímetros. Sam se acercó a ella y se asomó. Echó la cabeza hacia atrás, y no había acabado de cerrar la librería cuando se oyó una voz de hombre: «¿Olga, eres tú?». Se oyeron unas pisadas sobre una alfombra, una pausa, y después se movieron en otra dirección. «¿Olga...?» Silencio durante unos segundos, y a continuación el sonido del agua que corría. Alguien cerró el grifo. Otra vez las pisadas y el ruido de una puerta que se abría y se cerraba.
Sam empujó de nuevo la librería y asomó la cabeza.
—Todo despejado —le susurró a Remi.
Salieron juntos y cerraron la librería detrás de ellos.
Estaban en un dormitorio. Medía unos seis metros de lado y tenía un baño anexo, y estaba decorado con muebles de cerezo, una enorme cama con dosel y carísimas alfombras turcas.
—¿Ahora qué? —preguntó Remi.
Sam se encogió de hombros.
—Es hora de acicalarnos y unirnos a la fiesta.
—Lo dices en serio, ¿no?
—¿No tengo cara de serio?
—Sí, eso es lo que me preocupa.
—¿Por qué?
—Porque es una locura, por eso.
—Hay una línea muy fina entre la locura y el ingenio.
—Y una incluso más fina entre el ingenio y la idiotez.
Sam se echó a reír.
—No vi ningún guardia de seguridad en la fiesta, ¿los viste tú?
—No.
—Eso significa que vigilan el perímetro para evitar que nadie entre. Todos los invitados han sido controlados y probablemente cacheados. Hay unas sesenta o setenta personas ahí fuera, y no a nadie comprobando las invitaciones. Ya conoces la regla: si te comportas con naturalidad, no llamarás la atención y nadie se fijará en ti.
—Eso parece más un samfargoísmo que una regla.
—Me gusta pensar que son lo mismo.
—Ya lo sé.
—En cuanto a los guardias, es poco probable que puedan distinguir entre nosotros y la reina de Inglaterra. ¿Crees que alguna vez se le pasó a Bondaruk por la cabeza que fuésemos a invadir su casa? En absoluto. Su ego es demasiado grande para eso. La fortuna favorece a los atrevidos, Remi.
—Otro fargoísmo. ¿Y qué pasa si aparece Bondaruk?
—Lo evitaremos. Mantendremos nuestras miradas atentas a los invitados. Dada la reputación de Bondaruk, serán nuestro mejor sistema de primer aviso. Cuando aparezca, se separarán como el cardumen ante la presencia de un tiburón.
Remi exhaló un suspiro.
—¿Hasta qué punto estás seguro de eso?
—¿De qué parte?
—De todo.
Sam sonrió y apretó la mano de su esposa.
—Relájate. En el peor de los casos, daremos una vuelta, nos haremos una idea del terreno, volveremos aquí y pensaremos en nuestro siguiente paso.
Remi se mordió el labio inferior mientras pensaba, y luego asintió.
—Vale, a ver si Olga es de mi talla.
La talla no era perfecta, pero con unos pocos alfileres que Remi encontró en el baño se ajustó el vestido negro con el escote en V tan bien que solo un modisto habría podido darse cuenta de que no era suyo. Remi hizo lo mismo con el esmoquin negro de Sam, le ajustó la cintura y le recogió la camisa con un alfiler en la espalda. Bien peinados y con los rostros limpios, y tras haber ocultado los monos de camuflaje y las mochilas al otro lado de la biblioteca, se miraron el uno al otro, guardaron algunas cosas esenciales en los bolsillos de Sam y salieron.
Cogidos del brazo caminaron por el pasillo, que, como el dormitorio, estaba decorado con madera oscura, gruesas alfombras, tapices y paisajes al óleo. Fueron contando las puertas a medida que caminaban, pero dejaron de hacerlo cuando llegaron a las treinta, tras decidir que la habitación que acababan de dejar no era la única. Quedaba claro que esa era el ala de invitados de Bondaruk.
—Un problema —murmuró Remi cuando llegaron al final del pasillo y entraron en una estancia de techo muy alto donde había dos escaleras de caracol de granito marrón. El resto del espacio estaba dividido en zonas para sentarse, con divanes y butacas de cuero. Aquí y allá había lámparas en las paredes que proyectaban unos suaves círculos de luz. Unas arcadas, delante y a la derecha, conducían a otras zonas de la casa.
—¿Qué problema? —preguntó Sam.
—Ninguno de los dos habla ruso o ucraniano.
—Es verdad, pero hablamos el lenguaje internacional —contestó Sam cuando otra pareja entró en la sala y caminó hacia ellos.
—¿Cuál es?
—Una sonrisa y un asentimiento cortés —contestó él, y lo puso en práctica con la pareja, que respondió de la misma manera. En cuanto se alejó, Sam añadió—: ¿Lo ves? Nunca falla.
Un camarero apareció ante ellos con una bandeja con copas de champán. Cada uno cogió una, y el camarero se marchó.
—¿Y si alguien intenta iniciar una conversación? —preguntó Remi.
—Pues entonces sufres un ataque de tos. Es una excusa perfecta para alejarse.
—De acuerdo. ¿En qué dirección vamos?
—Al oeste. Si la colección está aquí, es donde la encontraremos. ¿Tienes el plano?
—En el escote.
—Mmm...
—Compórtate.
—Perdón. Vale, averigüemos hasta dónde podemos acercarnos al depósito señalado como seguro, antes de ver señales de guardias. Hasta ahora no he visto ninguna cámara, ¿tú sí?
—No.
Se acercó otra pareja. Sam y Remi levantaron sus copas, sonrieron y continuaron caminando.
—Se me acaba de ocurrir una cosa —dijo Remi—. ¿Qué pasa si nos encontramos con Olga y su marido y ven que llevamos sus ropas?
—Bueno, sería un problema, ¿no?
La habitación siguiente era lo que Bohuslav había marcado como la «habitación de las espadas»; al entrar comprendieron que el nombre era lamentablemente muy poco adecuado. Medía veinticinco metros por quince, las paredes estaban pintadas de negro, y el suelo, cubierto de pizarra negra. En el centro de la sala había una vitrina de cristal iluminada desde el interior por focos colocados en el suelo. Más pequeña que el recinto por solo un par de metros y rodeada por alfombras rojo sangre, la vitrina contenía no menos de cincuenta armas blancas, desde hachas y espadas hasta alabardas y dagas, cada una en su propio pedestal de mármol con una placa escrita en ruso e inglés.
Unas ocho o diez parejas caminaban por la habitación, mirando, fascinadas, el contenido de la vitrina, con los rostros iluminados desde abajo, mientras señalaban las diferentes armas y murmuraban entre sí. Sam y Remi se les unieron, pero tuvieron la precaución de guardar silencio.
Sam, gran aficionado a la historia, reconoció de inmediato muchas de las armas: la famosa claymore, la tizona escocesa de dos manos; una bardiche, una alabarda rusa; una daga curva francesa; un shamshir, un sable persa; una janjar omaní con mango de marfil; una katana japonesa, el arma favorita de los samurais; la espada corta romana conocida como gladius.
Pero había otras que no había visto nunca: un sable mameluco británico, un yatagán turco, un hacha arrojadiza vikinga conocida como mammen, un koummya de Marruecos con rubíes en la empuñadura.
Remi se acercó para murmurarle:
—No es muy original, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Un asesino que tiene una colección de cuchillos. Habría sido más interesante que esta vitrina estuviese llena de muñecas de porcelana.
Llegaron al final de la vitrina, dieron la vuelta y se detuvieron para mirar un resplandeciente jopesh egipcio con forma de guadaña. Desde el otro lado de la vitrina se oyó el rumor de voces. A través del cristal, Sam y Remi vieron a las parejas separarse cuando una figura entró en la sala.
—El tiburón ha llegado —susurró Remi.
—Y aquí estoy yo sin mi cubo de sardinas —dijo Sam.
La profunda voz de bajo de Hadeon Bondaruk, que hablaba en inglés con un ligero acento, llenó la sala:
—Buenas noches, damas y caballeros. Veo por sus expresiones que mi colección les parece fascinante.
Con los hombros echados hacia atrás, las manos cruzadas a la espalda como un general que inspecciona a la tropa, Bondaruk caminó a lo largo de la vitrina.
—Las armas de guerra a menudo causan ese efecto. Como personas supuestamente civilizadas intentamos fingir que no nos cautivan la muerte y la violencia, pero están en nuestros genes. En nuestros corazones, todos somos personas primitivas que luchamos por la supervivencia.
Bondaruk se detuvo y miró a un lado y al otro como si desafiase a alguien a que mostrase su desacuerdo. Al no encontrar ninguna réplica, continuó caminando. A diferencia de sus invitados, no llevaba esmoquin, sino que vestía pantalón y camisa de seda negra. Era un hombre delgado, con las facciones muy marcadas, resplandecientes ojos negros y una cabellera negra recogida en una coleta. Parecía diez o quince años más joven de los cincuenta que tenía.
No prestó ninguna atención a los invitados, los cuales se apartaban respetuosamente cuando se acercaba; los hombres lo miraban con desconfianza y las mujeres lo hacían con expresiones que iban desde el miedo hasta la curiosidad.