El oro de Esparta (30 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

Bondaruk se detuvo y golpeó en el cristal.

—El kris —dijo sin dirigirse a nadie en particular—. El arma tradicional de los malayos. Hermosa, con su hoja ondulada, pero poco práctica. Es un arma de ceremonia más que para matar. —Continuó caminando y se detuvo de nuevo—. Aquí pueden ver otra magnifica pieza, el dao chino, quizá la mejor arma que se haya fabricado.

Continuó, y se fue deteniendo cada pocos pasos para observar una nueva arma y ofrecer una breve lección de historia por su valoración personal de la eficacia de aquella. Cuando se acercaba al final de la vitrina, Sam, con toda naturalidad, dio un paso hacia atrás atrayendo a Remi con él hasta que se encontraron con la espalda apoyada en la pared. Bondaruk, con el rostro reflejado en el cristal, dio la vuelta a la esquina y se detuvo para admirar una alabarda de metro ochenta de largo. Estaba a menos de dos metros de ellos.

Remi apretó con una mano el antebrazo de su marido. Sam, con su mirada fija en Bondaruk, se tensó, listo para arremeter contra él en el momento en que se volviese hacia ellos. De que los reconocería no había ninguna duda; la pregunta era si Sam sería capaz de dominarlo y convertirlo en un escudo humano. Sin esa ventaja, los guardias los detendrían en un minuto.

—La alabarda —comentó Bondaruk—. Dejemos a los ingleses la tarea de encontrar un arma que es al mismo tiempo fea e inútil.

Los invitados se rieron y murmuraron su asentimiento, y luego Bondaruk continuó caminando y dio la vuelta para seguir con su conferencia al otro lado de la vitrina. Después de unos pocos comentarios más, fue hacia la puerta, se volvió hacia la multitud, saludó con un gesto y se marchó.

Remi soltó el aliento.

—Bueno, debo reconocer que tiene presencia.

—Es la crueldad —murmuró Sam—. La lleva como una capa. Casi la puedes oler.

—Lo mismo olí en Jolkov.

—Sí —asintió Sam.

—Por un momento creí que arremeterías contra él.

—Por un momento también yo lo pensé... Vamos, a ver que podemos encontrar antes de que cambie de opinión.

39

Cuanto más caminaban al oeste a través de la mansión, menos invitados encontraban en el camino. Si bien el edificio y sus alas estaban dispuestos como el símbolo de la paz, la parte principal era un octógono con salones, cuartos pequeños, estudios y bibliotecas que rodeaban un vestíbulo central. Después de veinte minutos andando, se encontraron en un invernadero a oscuras donde abundaban los tiestos con palmeras y las espalderas cubiertas de trepadoras. A través de la bóveda de cristal vieron las estrellas como diamantes contra el fondo negro del cielo. A la izquierda, al otro lado de las paredes de vidrio, había una larga galería rodeada por setos.

En la pared noroeste había una única puerta. Dieron una vuelta por el invernadero para ver si había cámaras y asegurarse de que estaban solos, y fueron hacia la puerta. Estaba cerrada.

Sam ya metía la mano en el bolsillo para sacar el juego de ganzúas cuando una voz detrás de ellos dijo:

—Perdón, señor, ¿puedo preguntar qué hacen aquí?

Sam no se dio tiempo para pensar, sino que reaccionó por puro instinto. Se volvió hacia el hombre y exclamó con lo que esperaba fuese un inglés con acento ruso pasable:

—¡Por fin! ¿Dónde estaba? ¿Sabe que los sensores del control de humedad se han detenido?

—¿Disculpe?...

—Usted es de seguridad, ¿no?

—Sí, señor. Sin embargo...

—El señor Bondaruk nos dijo que viniésemos aquí, que alguien se reuniría con nosotros. Llevamos esperando durante... cuánto, querida, ¿cinco minutos?

Remi, con una expresión imperturbable, afirmó:

—Como mínimo.

El guardia los miró con los ojos entrecerrados.

—Si me permiten un momento, confirmaré...

—Muy bien, haga lo que deba, pero deje que le haga una pregunta: ¿alguna vez ha visto lo que la condensación puede hacerle a una bardiche de novecientos años de antigüedad con el mango de arce rojo de Mongolia? ¿Lo ha visto?

El guardia sacudió la cabeza con la radio a medio camino de la boca.

—Mire esta palmera —continuó Sam—. Aquí tiene un ejemplo perfecto de lo que hablo. ¿Ve las hojas?

Dio un paso adelante y hacia la izquierda del guardia al tiempo que señalaba una palmera.

Ya distraído con su propia radio, el guardia reaccionó con una curiosidad natural y volvió la cabeza para mirar hacia donde señalaba Sam.

En aquel fugaz momento Sam cambió de dirección. Giró sobre el tacón derecho, levantó el pie izquierdo en un corto arco para enganchar el tobillo derecho del hombre y hacerle una zancadilla. En el mismo instante en que el guardia caía hacia atrás, Sam giró de nuevo, esa vez para descargar un puñetazo perfectamente calculado que alcanzó al hombre en la barbilla. Quedó inconsciente antes de tocar el suelo.

—Vaya —exclamó Remi—. Y yo que creía que el judo no era más que un pasatiempo.

—Lo es. Pero resulta que también es un pasatiempo muy útil. Por cierto, el siguiente te lo dejo a ti.

—Trato hecho. ¿Arce rojo de Mongolia? ¿Existe tal cosa?

—No tengo ni idea.

Sam se arrodilló, recogió la radio y cacheó al guardia. Encontró una pistola Glock de calibre nueve milímetros en la funda sujeta a la cadera, unas esposas, una tarjeta llave como la de los hoteles y un llavero. Se lo dio a Remi, que comenzó a probar llaves en la puerta. Sam puso al guardia boca abajo, le esposó las manos a la espalda, lo amordazó con su corbata, después lo arrastró por el cuello hasta un rincón y trasladó unos cuantos tiestos con palmeras para ocultarlo.

—Lo tengo —dijo Remi, que se volvió con una de las llaves en alto.

—¿Has comprobado la puerta?

Ella asintió.

—No he visto ningún cable de alarma. La cerradura es común.

—Bueno, lo sabremos a ciencia cierta dentro de unos cinco segundos —dijo Sam. Metió la llave en la cerradura y giró el pomo. Silencio. Ni alarmas ni sirenas.

—Aun así, podría ser una alarma silenciosa —comentó Remi.

—Es verdad. Deprisa, vamos allá.

Corrieron hasta el rincón y se ocultaron junto al cuerpo del guardia. Pasó un minuto. Dos, y siguieron sin oír pisadas que corrieran o avisos por los altavoces.

—No puede ser tan fácil —dijo Remi—, ¿verdad?

—No lo sé. No hay marcha atrás. A menos que quieras...

—¿Quién, yo? —respondió ella con una sonrisa—. Si justo ahora empiezo a divertirme.

—Esta es mi chica.

Al otro lado de la puerta se encontraron con un pasillo de tres metros pintado de blanco e iluminado con tubos fluorescentes ocultos. Al final del pasillo había otra puerta, esa de acero y con una cerradura electrónica de tarjeta.

—Muy astuto —dijo Sam—. ¿Ves aquella pantalla encima del lector?

—Sí. Es un escáner biométrico del pulgar.

—Eso significa que en alguna parte hay un centro de control de seguridad.

—Estoy de acuerdo. Al parecer, necesitamos a nuestro amigo. Espera aquí.

Sam volvió a la primera puerta y reapareció arrastrando al guardia. Le dio a Remi la tarjeta llave, y entre los dos levantaron al hombre para que Sam pudiera sujetarlo por la cintura y Remi pudiese llegar a las manos esposadas.

—Quizá tengamos un par de oportunidades antes de que activemos algo y tengamos compañía —dijo.

—¿Paso primero la tarjeta y después la huella dactilar?

—Correcto. Espero.

—Fantástico.

Sam separó las piernas para apoyarse mejor, y después acercó el cuerpo del hombre al lector. Remi pasó la tarjeta, sujetó la mano del guardia y apoyó el dedo pulgar de esta en el escáner.

El lector emitió un sonoro pitido.

—Primer intento —dijo Sam.

—Estoy nerviosa.

—El segundo es el de la suerte. Deprisa, este tipo pesa cada vez más.

Remi hizo una pausa y probó de nuevo.

El lector emitió un tintineo de bienvenida, seguido por un chasquido metálico cuando se abrió la cerradura.

—Ábrela un par de centímetros antes de que se vuelva a cerrar —dijo Sam, retrocediendo para dejar al guardia en el suelo—. Ahora mismo regreso. —Arrastró el cuerpo del guardia hasta el otro lado, y volvió—. ¿Ves algo?

Remi abrió la puerta un poco más, miró por el resquicio durante unos segundos y después se apartó.

—Ninguna cámara, que yo vea.

—Pues adentro.

Remi abrió la puerta y entraron. La habitación era circular, con las paredes grises y una alfombra azul marino. Las luces del techo proyectaban círculos de luz en el suelo. Delante de ellos, en las posiciones de las diez y las dos, había dos puertas con cerraduras electrónicas. Cada uno escogió una puerta, Sam la izquierda, Remi la derecha, y buscaron cables. No encontraron ninguno.

Repitieron el anterior proceso de pasar la tarjeta y apoyar el pulgar con la puerta izquierda. Al otro lado había un pequeño rellano y unos escalones que bajaban unos cinco metros hasta un pasillo con una moqueta color burdeos iluminado por luces indirectas.

Abrieron la puerta de la derecha.

—Es una habitación cuadrada, de unos tres metros por tres —susurró Remi, con la puerta abierta unos centímetros—. Enfrente hay otra puerta, con cerrojo pero sin cerradura a la vista. La pared de la derecha es de cristal desde media altura hasta el techo. Al otro lado hay lo que parece una sala de control: un par de ordenadores y una consola de radio. Hay otra puerta, detrás de los ordenadores.

—¿ Luces?

—Todo oscuro, excepto por el resplandor de las pantallas.

—¿Cámaras?

Remi dio otra ojeada, esa vez agachada y torciendo el cuello. Se echó hacia atrás y asintió.

—Solo veo una: una luz verde que parpadea cerca del techo en la esquina derecha.

—¿Es fija?

—No, se mueve.

—Bueno para nosotros, malo para ellos.

—¿Por qué?

—En un espacio tan pequeño tendrían que haber puesto una cámara fija con un objetivo de ojo de pez... para que no quede ningún punto muerto donde ocultarse. Vigílala y calcula cuánto tarda en hacer un recorrido completo.

—Cuatro segundos.

—No es mucho tiempo. —Sam frunció el entrecejo—. ¿Tienes alguna preferencia? 

—No.

—Entonces, vayamos primero a la izquierda.

Arrastraron al guardia a través de la puerta, lo dejaron caer en el rellano y luego bajaron los escalones, agachados para poder vigilar el pasillo que tenían delante. No vieron ninguna luz verde que indicase la presencia de las cámaras. Siguieron caminando.

Después de diez metros, el pasillo acababa en una puerta de madera con una placa dorada y un rótulo en cirílico. Si bien ninguno de los dos leía ruso, sugería algo como «prohibida la entrada». El pomo también era dorado. Sam lo movió. No estaba cerrado con llave. Abrió la puerta.

Otra habitación circular, esa de unos diez metros de diámetro y revestida de madera. El suelo estaba cubierto con lo que parecía ser una alfombra turca tejida a mano.

—Es una dosemealti —susurró Remi.

—¿Perdón?

—La alfombra. Es una dosemealti; las tejen los nómadas yoruk. Son muy escasas y carísimas. Leí un artículo sobre ellas el mes pasado. En cada metro cuadrado de estas alfombras hay casi dos mil nudos hechos a mano.

—Impresionante.

—Sí, pero algo me dice que no es lo más valioso de esta habitación.

—No me digas.

Separadas cada pocos pasos a lo largo de las paredes curvas había resplandecientes urnas de cristal; cada una contenía un objeto militar sobre un pedestal de mármol. La habitación estaba a oscuras, salvo por una única lámpara halógena montada en el interior de cada urna. Sin embargo, a diferencia de la sala de las espadas, la decoración dejaba claro que esa colección solo era para el disfrute de Bondaruk. Cualquier duda al respecto quedaba disipada por la butaca de cuero con respaldo alto que estaba ubicada en el centro exacto de la sala.

—Tiene un claro aspecto de trono —comentó Sam. —Lo mismo pensaba yo.

Se separaron, y cada uno recorrió una de las paredes y fue observando de una en una las piezas.

—Aquí hay algo llamado gerron —dijo Sam por encima del hombro, delante de una urna donde había un escudo oval hecho de mimbre y cuero—. Utilizado por las tropas persas.

—Yo aquí tengo una espada persa —dijo Remi desde el otro lado—. Pone que se llama akinakes. Fue el arma de los Inmortales persas durante la dinastía aqueménida.

—Al parecer, existe un patrón. Aquí tengo una sagaris. Un hacha de batalla persa, también de la misma dinastía.

Continuaron el recorrido, cada uno leyendo en voz alta las respectivas placas. Escudos, lanzas, dagas, arcos largos..., todo proveniente de la antigua dinastía persa de Jerjes I.

—Creo que alguien tiene una pasión —comentó Remi cuando se encontraron de nuevo cerca de la puerta.

—Estoy de acuerdo —convino Sam—. A menos que esté muy equivocado, me parece que hemos encontrado el secreto de Bondaruk.

—Quizá, pero eso plantea una pregunta: ¿qué tiene que ver con la bodega perdida de Napoleón?

Cruzaron de nuevo la habitación circular con la alfombra azul. Remi se agachó junto a la puerta del lado derecho, la abrió y echó otro vistazo. —Ningún cambio.

—Vale, esto es lo que vamos a hacer —dijo Sam. Y se apresuró a explicar—: Una vez que entre, si la cámara deja de moverse, cierra la puerta y busca un lugar para ocultarte. Puede significar que han visto algo y que los guardias vienen de camino.

—¿Y tú?

—Preocúpate por ti. Yo te estaré pisando los talones.

Cambiaron sus posiciones ante la puerta. Sam esperó a que la cámara se moviese del todo a la derecha, se echó boca abajo y se arrastró para atravesar la puerta. Rodó hacia la derecha hasta que su espalda tocó la pared, y después fue a gatas hasta la otra puerta.

Entonces oyó el leve rumor del motor de la cámara. Remi, una vez más de rodillas junto a la puerta, golpeó el suelo dos veces con la uña para indicarle que la cámara se estaba alejando. Sam volvió la cabeza hasta poder mirar a través del cristal. Observó el techo y las paredes por encima de los ordenadores a la búsqueda de cámaras, pero no vio ninguna. Por el rabillo del ojo vio que la cámara se movía hacia él. Remi golpeó el suelo con la uña una vez para informarle de que la cámara se estaba acercando, y él se agachó de nuevo.

Pasaron cinco segundos, Remi golpeó dos veces. Sam levantó una mano y movió el pomo. Estaba abierta. Rodó a la izquierda y se puso de rodillas, con mucho cuidado de mantener la cabeza por debajo del cristal. Esperó hasta que Remi le diese la señal de todo despejado, giró el pomo, abrió la puerta, entró y la cerró. Tres segundos más tarde estaba de pie junto a la pared, debajo de la cámara. Levantó el pulgar. Quince segundos después ella había cruzado ambas puertas y estaba a su lado.

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