El oro de Esparta (41 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

A través de años de laboriosa investigación, Bucklin había llegado a una conclusión muy extraña: que la invasión de Jerjes en Delfos había tenido un éxito mayor del que los historiadores griegos estaban dispuestos a admitir. Según Bucklin, en las semanas anteriores a la invasión, los encargados del tesoro de los Sifnios idearon un plan para proteger sus riquezas. Como no sabían de ningún lugar que pudiese estar a salvo del saqueo persa, los sifnios fundieron el oro y lo moldearon en un par de cariátides. Cuando las columnas se enfriaron, las cubrieron con argamasa y las colocaron en lugar de las verdaderas columnas que estaban en la entrada del edificio del tesoro.

Por razones desconocidas, los asaltantes persas no se dejaron engañar. El destacamento de doscientos soldados de élite, denominados los Inmortales, huyeron con las cariátides, con la intención de salir de Grecia por el norte, antes de desviarse al este a través de Macedonia y Tracia y volver a Persépolis, donde Jerjes tenía planeado fundir las cariátides para hacer un enorme trono, un monumento a su triunfo sobre los griegos, que instalaría en la sala de las Cien Columnas para toda la eternidad.

Los Inmortales no sabían que la noticia del robo en Delfos había llegado a Esparta menos de un día después de que la fuerza persa se marchase. Un phratra de soldados espartanos, unos veintisiete, los persiguió, con la intención no solo de recuperar las cariátides, sino también de vengar a los compañeros que habían perdido en la batalla de las Termopilas.

Alcanzaron a los Inmortales en el territorio de la actual Albania y les cortaron la ruta que los llevaría al este. Durante tres semanas, los espartanos acosaron a los Inmortales y los persiguieron en dirección norte a través de las actuales Montenegro, Bosnia y Croacia, antes de arrinconarlos en las montañas que hay al noroeste de Eslovenia. Pese a que los Inmortales los superaban diez a uno, no eran rivales para los espartanos. Murieron casi todos. De los doscientos que habían dejado Grecia un mes antes, solo sobrevivieron treinta, aquellos que los espartanos decidieron que necesitaban como porteadores de las cariátides.

El comandante espartano había decidido no volver a casa, dado que el ejército de Jerjes aún continuaba atacando la polis. Las columnas se habían convertido en un símbolo de la supervivencia de Grecia, y los espartanos juraron morir antes que dejar que cayesen en manos de Jerjes. Como no sabían hasta dónde avanzaría la invasión persa, los espartanos continuaron hacia el norte, salieron de la actual Eslovenia con la intención de encontrar un lugar donde esconder las columnas hasta que llegase el momento de devolverlas a casa. Nunca más se volvió a saber nada de ellos, salvo por un único soldado que llegó a Esparta un año más tarde. Antes de sucumbir al agotamiento y a los efectos de la congelación, afirmó que el resto de sus compañeros habían muerto y que las cariátides se habían perdido con ellos. También se había perdido el secreto de su ubicación.

—Así que esta es la última pieza del rompecabezas —comentó Remi—. O al menos una de las últimas. Cómo Bondaruk y Bucklin se encontraron es algo que quizá nunca sabremos, pero está claro que Bondaruk cree la historia. Cree que la bodega perdida de Napoleón es el mapa del tesoro que lo llevará a las columnas de los sifnios. Es el legado familiar que intenta recuperar. Recuerdas qué más dijo Jolkov en Marsella sobre los motivos de Bondaruk: «Solo intenta acabar lo que comenzó hace mucho tiempo».

—Ese loco quiere fundirlas como pretendía Jerjes —dijo Sam—. No podemos permitir que se salga con la suya, Remi. Como piezas arqueológicas, las cariátides no tienen precio.

—Va más allá de no tener precio. Todo encaja: después de las batallas de Platea y Micale, Jerjes de pronto le entrega el control del ejército a Mardonio y emprende el regreso a su capital. Vuelve a casa convencido de que las cariátides van de camino. La mayoría de los relatos lo sitúan regresando a Persépolis para comenzar un enorme programa de construcciones, incluida la Sala de las Cien Columnas.

—Donde, según Bucklin, pensaba mostrar el trono. Te dejaré que adivines dónde piensa Bondaruk colocar su trono.

—En el museo persa que tiene en el sótano de su casa —contestó Remi—. Es triste cuando lo piensas. Jerjes murió esperando un premio que nunca llegó, un premio que significaba muy poco para los griegos, y Napoleón murió esperando a que su hijo siguiese las pistas de los acertijos y recuperase el mismo premio.

—Quizá podamos mantener la llama viva —manifestó Sam.

—¿A qué te refieres?

—Nos aseguraremos de que Bondaruk muera sin llegar a poner la mano sobre las cariátides. Estará en buena compañía.

A las seis de la mañana, sonó el móvil de Sam. Era Selma.

—Es temprano, Selma —protestó Sam, casi dormido.

—Aquí es tarde. Buenas noticias. Creo que vamos mejorando. Hemos descifrado el código, pero pensamos que les gustaría descifrar el acertijo.

—Vale, envíamelo por correo.

—Va de camino. Llámeme más tarde.

Sam despertó a Remi. Ella se dio la vuelta en el momento en que sonaba el aviso de entrada del correo electrónico de Sam.

—Otro acertijo —dijo él.

—Ya lo sé.

Sam abrió el correo y juntos leyeron las líneas:

El hombre de Histria, trece por tradición.

Casa de Lázaro en Nazaret.

Hijo de Morpeth, guardián de Leuce, la tierra que está sola.

Juntos descansan.

—¿Alguna idea? —preguntó Sam.

—Pregúntamelo después del café.

Tras haber descifrado dos de los acertijos, Sam y Remi tenían mucho más claro el método que Napoleón y Laurent habían empleado para crearlos. Una combinación de dobles significados y oscuras referencias históricas, la solución de cada enigma dependía de la combinación de las frases individuales.

A media mañana ya habían encontrado en internet las referencias más obvias de cada frase:

La primera —«Hombre de Histria, trece por tradición»— se refería a Histria, el nombre latino de Istria, una península entre el golfo de Trieste y la bahía de Kvarner en el mar Adriático.

La segunda —«Casa de Lázaro en Nazaret»— podía tener centenares de significados. El nombre de Lázaro era mencionado dos veces en la Biblia, una como el hombre que Jesús había resucitado de entre los muertos, y la otra en la parábola de Lázaro, el pordiosero. Nazaret, por supuesto, era el lugar del nacimiento de Jesús.

La tercera —«Hijo de Morpeth, guardián de Leuce»— era demasiado amplia para precisarla. Morpeth era una ciudad en el noreste de Inglaterra, y en la mitología griega, Leuce era una ninfa, la hija de Océano.

La cuarta —«Juntos descansan»— era la más ambigua de todas. ¿A quiénes se refería? ¿Descansan significaba dormir o estar muertos, o alguna otra cosa?

—Piensa en el último acertijo —propuso Sam—. Napoleón y Laurent utilizaron una línea similar: el «genio de Ionia» para referirse a Pitágoras. Quizá hicieron lo mismo aquí. Sabemos que la tercera frase probablemente contiene un lugar-nombre: Morpeth. Averigüemos si Morpeth fue el hogar de un residente famoso.

Remi se encogió de hombros.

—Vale la pena intentarlo.

Una hora más tarde tenían una lista de una docena de hijos de Morpeth que eran relativamente famosos. Ninguno de ellos les resultaba conocido.

—Vamos a cruzar los datos —dijo Remi— para ver si hay alguna relación entre alguno de los nombres de Morpeth y la palabra Leuce. ¿Alguno de ellos es experto en mitología griega?

Sam leyó la lista.

—No me parece. ¿Qué más sabemos de Leuce?

Remi buscó en sus anotaciones.

—Se la llevó Hades, el rey del inframundo. Según la versión que prefieras, después de su muerte se transformó en un álamo, ya fuese por obra de Hades o de Perséfone.

—Álamo —murmuró Sam, y escribió en el ordenador—. Leuce es una variedad de álamo. —Buscó en la lista de nombres de Morpeth—. Aquí puede haber algo: William Turner, nacido en Morpeth en 1508. Considerado por muchos como el padre de la botánica inglesa.

—Interesante. ¿Esta frase se referirá a Turner, o a los álamos?

—Ni idea. ¿Y la otra parte... «la tierra que está sola».

—Lo primero que se me ocurre es que se trata de una isla; están solas en medio del agua.

—Yo también he pensado lo mismo. —Sam buscó en Google las palabras isla, álamo y Turner, pero no encontró nada—. Hay varias referencias a una reserva de vida salvaje en la isla Poplar, en la bahía de Chesapeake, pero no hay ninguna relación con Turner, a menos que cuentes a Tina Turner, que donó dinero para la reserva.

—Probemos de nuevo con la primera frase: «El hombre de Histria, trece por tradición».

Como habían hecho con Morpeth, generaron una lista de figuras históricas vinculadas a la península de Istria, pero al igual que sucedió con Morpeth, ninguna de ellas tenía relevancia.

Pasaron a la segunda frase —«Casa de Lázaro en Nazaret»— y buscaron más a fondo, en las referencias más oscuras.

—¿Qué te parece esto? —preguntó Remi, que leía de la pantalla de su portátil—. Durante la Edad Media, las órdenes religiosas cristianas que atendían las colonias de leprosos eran conocidas como Casas de Lázaro.

—¿Como Lázaro, el santo patrono de los leprosos? —quiso saber Sam.

—Así es. En Italia, el término lazar se transformó en lazzaretto, un lugar donde las naves y las tripulaciones pasaban la cuarentena. El primer lazareto registrado se estableció en 1403 frente a la costa de Venecia, en la isla de Santa María de Nazaret. —Miró a Sam—. Podría ser nuestra vinculación entre Lázaro y Nazaret.

—Nos estamos acercando, pero no puede ser tan fácil —opinó Sam—. Aún nos falta solucionar la primera frase.

Hizo otra búsqueda en Google y fue añadiendo y quitando palabras hasta que encontró un artículo en un ejemplar del National Geographic de 2007, donde se describía el descubrimiento de una fosa común para las víctimas de la peste bubónica que habían sido puestas en cuarentena para proteger Venecia de la plaga.

—El lugar estaba en una isla de la laguna veneciana llamada Lazzaretto Vecchio —dijo Sam.

Remi buscó entre sus notas.

—Vecchio... es el nombre moderno de Santa María de Nazaret. Sam, tiene que ser esta.

—Es probable, pero vamos a confirmarlo.

Veinte minutos más tarde y después de docenas de permutaciones de búsquedas, dijo:

—Vale, aquí. He utilizado las palabras isla, Venecia y plaga y he encontrado esto: Poveglia. Es otra isla en la laguna veneciana, donde ponían en cuarentena a las víctimas de la plaga durante el siglo XVII. Los cadáveres eran enterrados en fosas comunes, algunas veces había vivos mezclados con los muertos, o eran quemados en grandes piras. Los cálculos sitúan el número de muertos entre... —Hizo una pausa y abrió los ojos como platos.

—¿Qué? —preguntó Remi.

—Las estimaciones sitúan el número de muertos entre los ciento sesenta mil y los doscientos cincuenta mil.

—¡Dios bendito!

—Algo más: antes de llamarse Poveglia, se llamaba Popilia.

—¿Por qué me suena?

—Popilia es una derivación de Populas, que en latín significa «álamo». Poveglia estuvo una vez cubierta con bosques de álamos.

—Así que, por un lado, tenemos Poveglia y, por el otro, Santa María de Nazaret; ambas son posibilidades muy sólidas. Tienes razón: aquí todo se reduce a la primera frase del acertijo, nuestro misterioso hombre de Histria.

—En cualquier caso, nuestra próxima parada es Venecia.

Sebastopol

—Por tu tono deduzco que no tienes buenas noticias —manifestó Hadeon Bondaruk al teléfono.

—Se han marchado y uno de mis hombres ha muerto —dijo Jolkov—. Encontramos el chip del teléfono de la mujer de Fargo a bordo de una de las embarcaciones eléctricas. No tengo idea de cómo lo descubrieron. —Jolkov recapituló el resto del encuentro en el Kónigssee, con la llegada a San Bartolomé hasta que perdieron a los Fargo en el lago—. De alguna manera consiguieron regresar a Schónau sin que los viésemos.

—¿Hallaron la botella?

—No lo sé.

—¿Donde están ahora?

—Encontramos a una persona que vio a alguien que respondía a la descripción subir a un Mercedes. Lo rastreamos hasta una agencia de alquiler de coches en Salzburgo. Ahora vamos para allí. Haremos averiguaciones en los moteles, el aeropuerto, la estación de trenes...

—No —dijo Bondaruk.

—¿Perdón?

—Cada vez que nos acercamos, se escapan del lazo. Creo que es el momento de retirarnos y dejar que los Fargo hagan lo que hacen mejor. Mientras tanto, quiero que sigas adelante con tu plan alternativo.

—Hay riesgos.

—No me importa. Estoy cansado de perseguir a esas personas por toda Europa. ¿Ya tienes al hombre?

—Sí —contestó Jolkov—. Según mis fuentes es el único que tiene familia: una esposa y dos hijas.

—Pues en marcha.

—Si nos denuncia en lugar de...

—Entonces asegúrate de que no nos denuncie. Convéncelo de que la cooperación es su único camino de salida. Es algo que puedes hacer, ¿no?

—Haré la llamada.

53

Venecia, Italia

El taxi acuático se detuvo en el embarcadero, y Sam y Remi se apearon. Juntos contemplaron los edificios.

—No importa cuántas veces la veo, siempre me quita el aliento —afirmó Remi.

La piazza de San Marco es un espacio trapezoidal en la boca este del Gran Canal. Famosa por las palomas y las losas, que siguen un diseño geométrico parecido al juego de la rayuela, es quizá la plaza más famosa de toda Europa, y en ella se hallan varias de las maravillas de Venecia, algunas de las cuales se remontan a mil años o más.

Sam y Remi dieron una vuelta completa como si la estuviesen viendo por primera vez: la basílica de San Marco, con sus cúpulas bizantinas; el Campanile, con su torre de cien metros de altura; el imponente palacio Ducal gótico, o palacio del Dogo; y por último, al lado opuesto de la basílica, el Ala Napoleónica, que había sido una vez el edificio de la administración francesa.

Fuese una coincidencia o no, no tardarían en saberlo, pero tenían muy clara la relación de Napoleón con Venecia y la piazza de San Marco, que él había bautizado como «la sala de Europa». En 1805, poco después de que Venecia fuese integrada en el recién creado Reino de Italia, el emperador ordenó la construcción del Ala, porque otros edificios, como los ocupados por la Zecca —o casa de la moneda—, la Librería Marciana y las Procuratie Nuove, no eran lo bastante grandes para acomodar a su corte.

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