El oro de Esparta (42 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

Eran casi las seis y el sol se inclinaba hacia el horizonte por encima del tejado de la Librería Marciana. Se habían encendido algunas de las luces de la plaza, que proyectaban charcos ámbar en las arcadas y cúpulas. La mayoría de los turistas se habían marchado y reinaba el silencio, excepto por un murmullo de voces y el arrullo de las palomas.

—¿Con quién nos vamos a encontrar? —preguntó Remi.

—La conservadora —respondió Sam—. Maria Favaretto.

Antes de tomar el vuelo de las dos que salía de Salzburgo, Sam había llamado a la conservadora del Museo Archeologico y se había presentado. Para su fortuna, la señora Favaretto había oído hablar de ellos. Le comentó que su descubrimiento del diario perdido de Lucrecia Borgia —la maquiavélica seductora y manipuladora política del siglo XV—, un año antes en Bisceglie había sido noticia de primera plana en Venecia. Aún más, un antiguo colega suyo era el ayudante del conservador del Museo Borgiano de la Biblioteca Vaticana, a la que Remi y él habían donado el diario. Favaretto había aceptado reunirse con ellos acabado el horario de visita al museo.

—¿Es aquella? —preguntó Remi, y señaló.

Una mujer les hacía señas desde el interior de uno de los pórticos de la Procuratie Nuove, donde estaba una parte del Museo Arqueológico; el resto se encontraba en el interior de la Biblioteca Nazionale Marciana, la Biblioteca Nacional de San Marcos. Sam y Remi se acercaron a la mujer.

—Señor Fargo, señora Fargo, soy Maria Favaretto. Es un placer conocerlos.

—Por favor, llámenos Sam y Remi —le pidió Remi, y le estrechó la mano.

—Y a mí llámenme Maria.

—Gracias por su ayuda. Esperamos no molestar.

—En absoluto. Recuérdenmelo de nuevo. ¿Qué período les interesa?

—No estamos muy seguros, pero ninguna de las referencias que hemos encontrado van más allá del siglo XVIII.

—Bien, creo que estamos de suerte. Si me siguen, por favor...

Los llevó más allá de una arcada, por un pasillo de azulejos crema, y entraron en el museo. La siguieron entre sarcófagos egipcios y carros asirios, estatuas y vasos etruscos, bustos romanos, tallas de marfil bizantinas y cerámica minoica.

Maria se detuvo delante de una puerta y la abrió con su llave. Caminaron por un largo pasillo en penumbra. Se detuvo de nuevo.

—Es una parte de la biblioteca que no está abierta al público. Dada la pregunta que quieren hacer, creo que la persona más indicada para ayudarlos es Giuseppe. No tiene ningún título, pero lleva aquí más que cualquier otro: casi sesenta años. Sabe más de Venecia que cualquier persona que conozca. —Titubeó y se aclaró la garganta—. Giuseppe tiene ochenta y dos años y es un tanto extraño. Creo que la palabra es excéntrico. Pero no se preocupen. Solo hagan sus preguntas y él encontrará las respuestas.

—De acuerdo —dijo Sam con una sonrisa.

—Les pedí una fecha porque Giuseppe es lo que se llama un hombre que vive en el pasado. No tiene ningún interés en nada moderno. Si no ocurrió en el siglo XIX o antes, no existe para él.

—No lo olvidaremos —prometió Remi.

Maria abrió la puerta y los invitó a pasar.

—Aprieten este timbre cuando hayan acabado. Vendré a buscarlos. Buena suerte. —Cerró la puerta.

La biblioteca del museo era larga y angosta, medía unos sesenta y seis metros por trece. Las paredes no eran paredes, sino estanterías desde el suelo hasta el techo. Tenían seis metros de altura. En cada una de las cuatro paredes había una escalera movible. En el pasillo central había una única mesa de tres metros de largo y una silla de respaldo recto. Focos halógenos colgados del techo proyectaban una suave luz sobre el suelo de mosaico verde.

—¿Hay alguien ahí? —llamó una voz.

—Sí. La señora Favaretto nos ha hecho pasar —respondió Sam.

A medida que sus ojos se acomodaban a la poca luz vieron a una figura en lo alto de la escalera, al fondo de la biblioteca. Estaba en el último escalón, con los dedos recorriendo los lomos de los libros y, de cuando en cuando, empujaba uno hacia dentro o sacaba otro hacia fuera. Pasados unos minutos, bajó de la escalera y caminó por el pasillo arrastrando los pies. Treinta segundos más tarde se detuvo ante ellos.

—¿Si? —dijo sin más.

Giuseppe apenas medía un metro cincuenta, con el pelo blanco revuelto como si se hubiese peleado con el peine. No podía pesar más de cuarenta y cinco kilos. Los escudriñó con unos ojos azules de mirada penetrante.

—Hola. Soy Sam y ella es...

Giuseppe agitó una mano como descartando la presentación.

—¿Tienen una pregunta para mí?

—Sí..., tenemos un acertijo. Estamos buscando el nombre de un hombre, probablemente de Istria, en Croacia, que pudo tener alguna relación con Poveglia o con Santa María de Nazaret.

—Dígame el acertijo —ordenó Giuseppe.

—Hombre de Histria, trece por tradición... —recitó Sam.

Giuseppe no dijo nada, sino que los miró durante diez segundos mientras movía los labios.

—También creemos que pudo tener algo que ver con los lazaretos... —añadió Remi.

Giuseppe se dio la vuelta de pronto y se alejó. Se detuvo en el pasillo y miró a cada pared. Su dedo índice se movía en el aire a la manera de un director de orquesta en cámara lenta.

—Está catalogando los libros en su cabeza —susurró Remi.

—Silencio, por favor.

Pasados dos minutos, Giuseppe fue a la pared a mano derecha, empujó la escalera hasta el fondo, subió, sacó un libro del estante, lo ojeó, lo volvió a poner en su sitio y bajó.

Repitió el proceso cinco veces más: miró las estanterías, movió el dedo en el aire, subió y bajó de la escalera hasta que por fin se acercó de nuevo a ellos.

—El hombre que buscan se llama Pietro Tradonico, el dogo de Venecia desde 836 hasta el 864. De acuerdo con la cronología, era el undécimo dogo, pero por tradición es considerado el décimo tercero. Los seguidores de Tradonico escaparon a la isla de Poveglia después de que lo asesinasen. Tenían algunas chozas cerca del extremo noreste de la isla.

Dicho esto, Giuseppe se volvió para alejarse.

—Una pregunta más —gritó Sam.

Giuseppe se giró sin decir nada.

—¿Tradonico está enterrado allí?

—Algunos creen que sí. Otros opinan que no. Sus partidarios reclamaron el cuerpo después del asesinato, pero nadie sabe adonde se lo llevaron.

Giuseppe se alejó de nuevo.

—Gracias —dijo Remi.

Giuseppe no respondió.

—¿Encontraron lo que buscaban? —les preguntó Maria unos minutos más tarde cuando salieron. La conservadora había tardado cinco minutos en llegar después de que ellos hubieran apretado el timbre. Durante ese tiempo, Giuseppe continuó con su trabajo como si ellos no existiesen.

—Así es —respondió Sam—. Giuseppe es todo lo que usted nos dijo. Le agradecemos su ayuda.

—Ha sido un placer. ¿Hay algo más que pueda hacer por ustedes?

—Dado que es tan amable... ¿cuál es la mejor manera para llegar a Poveglia?

Maria se detuvo para mirarlos. Su rostro mostraba una expresión tensa.

—¿Por qué quieren ir a Poveglia?

—Forma parte de la investigación.

—Pueden usar todas nuestras instalaciones. Estoy segura de que Giuseppe...

—Gracias, pero nos gustaría verlo por nosotros mismos —manifestó Sam.

—Por favor, piénselo.

—¿Por qué? —preguntó Remi.

—¿Hasta qué punto conocen la historia de Poveglia?

—Si se refiere a las tumbas de las víctimas de la plaga, leímos...

—No solo eso. Hay mucho más. Vayamos a tomar algo. Les contaré el resto.

54

—Explícamelo de nuevo —susurró Remi—. ¿Por qué no podemos esperar hasta mañana?

—Ya es mañana —respondió Sam, girando el timón ligeramente para mantener la proa en el rumbo. Si bien su punto de destino no mostraba ninguna luz, el campanario se recortaba con claridad contra el cielo nocturno.

Vista desde el aire, Poveglia tenía la forma de un abanico, y medía quinientos metros desde la parte superior hasta la base y trescientos de un lado a otro, donde un angosto canal con paredes cortaba la isla de oeste a este, excepto por un banco de arena en el centro.

—No me vengas con tecnicismos, Fargo. Por lo que a mí respecta, las dos de la madrugada es plena noche. No es mañana hasta que sale el sol.

Después de tomar algo con Maria, habían encontrado una agencia de alquiler de barcos abierta. El encargado solo disponía de una embarcación, una lancha de cuatro metros de eslora con un motor fuera borda. Aunque no era en absoluto lujosa, Sam decidió que les serviría. Poveglia solo estaba a tres millas de Venecia, dentro de los brazos protectores de la laguna, y casi no soplaba viento.

—No me digas que te has creído las historias de Maria —comentó Sam.

—No, pero tampoco se puede decir que fuesen muy alegres.

—Eso es verdad.

Además de haber servido como fosa común para las víctimas de la plaga, a lo largo de sus mil años de historia, Poveglia había sido hogar de monasterios, colonias, una fortaleza y depósito de municiones para Napoleón; y en fecha más reciente, en los años veinte, un hospital psiquiátrico.

Maria les había explicado, con tremendos detalles, que el doctor que estaba a cargo del centro, después de haber oído a los pacientes quejarse de haber visto los fantasmas de las víctimas de la plaga, había comenzado a realizar burdas lobotomías y terribles experimentos con los internos, su particular forma de exorcismo médico.

La leyenda decía que el médico había acabado por ver los mismos fantasmas que mencionaban sus pacientes, y se había vuelto loco. Una noche había subido hasta lo más alto del campanario y se había arrojado al vacío. Los pacientes recogieron el cadáver, lo llevaron a la torre y sellaron las salidas, enterrándolo para siempre. Poco después, el hospital y la isla fueron abandonados, pero hasta el día de hoy, los venecianos dicen haber oído tocar la campana de Poveglia o haber visto luces fantasmagóricas moviéndose en las ventanas del hospital.

Poveglia era, les dijo Maria, el lugar más maldito de Italia.

—No, no me creo la parte de los fantasmas —dijo Remi—, pero lo que pasó en aquel hospital está bien documentado. Además, la isla está cerrada al turismo. Nosotros estamos cometiendo un delito.

—Eso es algo que nunca nos ha detenido antes.

—Solo intento ser la voz de la razón.

—Debo admitir que es muy siniestro, pero estamos tan cerca de resolver este acertijo que quiero acabarlo de una vez.

—Yo también. Pero prométame una cosa. Al primer tañido de la campana, nos largamos.

—Si eso ocurre, tendrás que ganarme la carrera hasta la lancha.

Unos pocos minutos más tarde divisaron la entrada del canal. A unos centenares de metros de la costa se veían las siluetas oscuras del hospital y el campanario, que se alzaba por encima de los árboles.

—¿Ves alguna luz fantasma? —preguntó Sam.

—Tú continúa con tus bromas, gracioso.

Sam llevó la lancha a través de la resaca creada por las olas y entraron en el canal. Protegido por el lado del mar, había poca circulación; la superficie del agua se veía sucia y salpicada con trozos de vegetación, y en algunos lugares solo había unos palmos de profundidad. A la derecha, la pared de ladrillos cubierta con lianas; a la izquierda, árboles y maleza. Por encima oyeron el batir de unas alas y vieron murciélagos que cazaban insectos.

—Fantástico —murmuró Remi—. Tenían que ser murciélagos.

Sam se rió. Remi no tenía miedo a las arañas, las serpientes o los insectos, pero detestaba los murciélagos, los llamaba «ratas con alas y pequeñas manos humanas».

Diez minutos más tarde llegaron al banco de arena. Sam aceleró para encajar la proa en la arena, después Remi desembarcó y arrastró la lancha un par de metros. Sam se unió a ella y sujetaron la amarra con una estaca. Encendieron las linternas.

—¿Hacia dónde? —preguntó ella.

Sam señaló a la izquierda.

—Al extremo norte de la isla.

Cruzaron el banco de arena y subieron por la ribera opuesta hasta una zona de arbustos. Encontraron una brecha, se abrieron paso y salieron a un claro del tamaño de un campo de fútbol y rodeado por árboles bajos.

—¿Esto es...? —susurró Remi.

—Podría ser. —Ninguno de los mapas de Poveglia ubicaba con precisión las fosas comunes—. En cualquier caso, es extraño que aquí no crezca nada.

Continuaron su camino a través del campo, con cuidado y alumbrando el suelo con las linternas. Si se trataba de una fosa común, estaban caminando sobre los restos de decenas de miles de personas.

Cuando llegaron a la línea opuesta de árboles, Sam fue hacia el este unos treinta metros antes de desviarse de nuevo hacia el norte. Los árboles comenzaron a espaciarse y salieron a un pequeño claro con las hierbas muy altas. A través de los árboles, al otro lado del claro, vieron el reflejo de la luna en el agua. A lo lejos sonó una campana.

—Una boya en la laguna —murmuró Sam.

—Gracias a Dios. El corazón me ha dado un brinco.

—Aquí hay algo. —Avanzaron y se detuvieron junto a un bloque de piedra que asomaba por encima de los hierbajos—. Tuvo que ser parte de un cimiento.

—Allí, Sam —Remi alumbró con la linterna lo que parecía ser el poste de una cerca en el lado derecho del claro. Se acercaron. Atornillado al poste había una placa cubierta con un cristal:

Necrópolis del siglo IX de los seguidores de Pietro Tradonico, dogo de Venecia de 836 a 864. Restos desenterrados y trasladados en 1805. Sociedad Histórica de Poveglia

—Si Tradonico estuvo aquí, ahora se ha marchado —dijo Remi.

—Trasladados en 1805 —volvió a leer Sam—. Es más o menos la fecha en que Napoleón fue coronado rey de Italia, ¿no?

—También alrededor de ese año había convertido Poveglia en un depósito de municiones —señaló Remi—. Si Laurent estaba con él, es probable que aquí tuviesen la inspiración para el enigma.

—Y hubiesen sabido a qué lugar se habían llevado los restos de Tradonico. Remi, aquí nunca hubo una botella. Todo el acertijo no era más que un escalón para enviar a Napoleón hijo a alguna otra parte.

—Pero ¿adonde?

A la mañana siguiente, dos minutos después de las ocho, el taxi que llevaba a Sam y Remi se detuvo en una pequeña callejuela, dos manzanas al este de la iglesia de Santa María Magdalena. Le pagaron al taxista, bajaron del vehículo y subieron hasta una puerta roja bordeada con una reja negra de hierro forjado. Una pequeña placa de bronce en la pared junto a la puerta decía: sociedad histórica de poveglia.

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