El oro de Esparta (44 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

—No existe tal persona. Iovis tampoco era un reino o un territorio. Aquí hay algo... Estamos agrupando mal las palabras: «Iovis muere». En latín significa «jueves».

—¿Rey del jueves?

—Júpiter —le aclaró Sam—. En la mitología romana, Júpiter es el rey de los dioses, como Zeus es el de los griegos.

Remi captó la idea.

—También conocido como el planeta joviano. Así que del latín Iovis consiguieron jovis y después joviano.

—Eso es.

—Por lo tanto prueba con Júpiter, dubr, tres y siete.

—Nada. —Sam añadió y eliminó términos de búsqueda, y tampoco consiguió nada—. ¿Cuál era la quinta frase?

—«Templo en la encrucijada del conquistador.»

Sam probó Júpiter combinado con encrucijada del conquistador, pero no tuvo éxito, y entonces intentó con Júpiter y templo.

—Bingo —murmuró—. Hay muchísimos templos dedicados a Júpiter: Líbano, Pompeya... y Roma. Tiene que ser este. Roma, la colina Capitolina está dedicada a la tríada capitolina: Júpiter, Juno y Minerva. Y aquí tenemos el broche final: está ubicado en una de las siete colinas de Roma.

—Déjame adivinar: la tercera. «La tercera de las siete se alzará.»

—Sí.

Sam encontró un mapa, dibujado por un artista, del aspecto que tenía el lugar durante el apogeo de Roma. Giró la pantalla para que Remi lo viese. Después de unos pocos momentos ella sonrió.

—¿Ves aquí algo que te resulte familiar?

—¿Te refieres a algo aparte de la colina Capitolina? No.

—Mira al oeste.

Sam siguió con el dedo a través de la pantalla y se detuvo en una sinuosa línea azul que iba de norte a sur. —El río Tiber.

—¿Cuál es la palabra celta para agua? Sam sonrió. —Dubr.

—Si esas fuesen las únicas frases del acertijo, yo diría que es preciso que vayamos a Roma, pero algo me dice que no va a ser tan fácil.

Tras aceptar que la última frase —«Camina al este hasta el cuenco y encuentra el símbolo»— se resolvería por sí sola cuando llegasen a su destino, se concentraron en la cuarta y quinta frase —«Alfa a omega, Saboya a Novara, salvador de Styrie / Templo en la encrucijada del conquistador»—, y dedicaron las dos horas siguientes a llenar sus libretas y a andar en círculos.

Un poco antes de la medianoche, Sam se echó hacia atrás en la silla y se pasó las manos por el pelo. Se interrumpió de pronto.

—¿Qué pasa? —preguntó Remi.

—Necesito el resumen biográfico de Napoleón, aquel que nos envió Selma. —Miró alrededor, cogió el móvil de la mesilla de noche y buscó el mensaje—. Aquí está. Styrie.

—¿Qué pasa con él? —Remi buscó entre sus notas—. Es una región de Austria.

—También era el nombre del caballo de Napoleón, o al menos hasta la batalla de Marengo en 1800. Rebautizó a Styrie para conmemorar la victoria.

—Así que «salvador de Styrie»..., alguien que salvó al caballo de Napoleón. ¿Estamos buscando un veterinario? ¿Quizá al doctor Dolittle?

—No lo creo —dijo Sam, y se rió.

—Bueno, es un principio. Vamos a suponer que las dos frases anteriores («Alfa a omega, Saboya a Novara») tienen algo que ver con la persona que hizo el salvamento. Sabemos que Saboya es una región de Francia, y Novara, una provincia de Italia...

—Pero también tienen una relación napoleónica —manifestó Sam—. Novara era el cuartel general de su departamento del Reino de Italia antes de que fuese entregada a la casa de Saboya en 1814.

—Correcto. Volvamos a la frase anterior: «Alfa a omega».

—Principio y final, nacimiento y muerte, primero y último.

—Quizá habla de la persona que primero dirigió el departamento del Reino de Italia, y después asumió en 1814. No, eso no es correcto. Lo más probable es que estemos buscando un único nombre. ¿Quizá alguien que nació en Saboya y murió en Novara?

Sam escribió diferentes términos en Google y realizó combinaciones. Al cabo de diez minutos encontró una encíclica en la página web de El Vaticano.

—Bernardo de Menthon, nacido en Saboya en 923 y muerto en Novara en 1008. Fue santificado por el papa Pío XI en 1923.

—Bernardo —repitió Remi—. ¿Como en San Bernardo?

—Sí.

—Sé que no puede ser, pero lo único que se me ocurre son perros.

—Estás cerca. —Sam sonrió—. Los perros se hicieron famosos en el hospicio y monasterio del paso del Gran San Bernardo. Estuvimos allí, Remi.

Tres años antes se habían detenido en el hospicio durante un viaje en bicicleta por el paso del Gran San Bernardo en los Alpes Peninos. El hospicio, que se había hecho famoso por atender desde el siglo XI a los perdidos, tenía otro mérito para la fama: en 1800 había ofrecido descanso a Napoleón Bonaparte y a su ejército de reserva cuando cruzaban las montañas hacia Italia.

—No sé si habrá algún relato —dijo Sam—, pero no cuesta mucho imaginar a un agradecido Napoleón dando su caballo Styrie a los herreros del hospicio. En mitad de una ventisca habría parecido una salvación.

—Tendría que ser eso —manifestó Remi—. Una última línea: «Templo en la encrucijada del conquistador». Estas montañas han visto a muchos conquistadores: Aníbal... Carlomagno... Legiones romanas.

Sam ya escribía de nuevo en el ordenador. Su búsqueda —Júpiter, templo y Gran San Bernardo— lo llevó a un artículo de la Universidad de Oxford en el que se relataba una expedición al lugar del templo de Júpiter en la cumbre del paso.

—El templo se remonta al año 70 —dijo Sam—. Fue construido por el emperador Augusto.

Buscó el lugar en Google Earth. Remi se inclinó sobre su hombro. Solo vieron un montón de escarpados riscos de granito gris.

—No veo nada —dijo Remi.

—Está allí —insistió Sam—. Puede que solo sea un montón de piedras, pero está allí.

—Así que si miramos al este del templo... —Con el dedo índice trazó una línea a través del lago hasta el acantilado en la costa sur—. No veo nada que se parezca a un cuenco.

—No tenemos bastante resolución. Lo más probable es que necesitemos estar ahí mismo.

—Es una gran noticia —opinó Selma, cuando Sam y Remi la llamaron diez minutos más tarde. Se echó hacia atrás en la silla y dio un sorbo a su infusión. Sin su taza de hierbas, las tardes se le hacían interminables—. Déjenme que investigue un poco y los llamaré con un itinerario. Intentaré conseguirles el primer vuelo de la mañana.

—Cuanto antes mejor —dijo Remi—. Estamos en la recta final.

—Por lo tanto, si creemos la historia de Bucklin sobre los Inmortales y los espartanos, estamos aceptando que los espartanos llevaron las cariátides a través de Italia hasta el paso del Gran San Bernardo, y entonces... ¿qué?

—Entonces, dos mil quinientos años más tarde, Napoleón las encontró. Cómo y dónde no lo sabremos hasta que no vayamos hasta el templo.

—Es algo muy excitante. Casi me hace desear estar allí.

—¿Dejarías la comodidad de tu taller? —preguntó Remi—. Estamos asombrados.

—Tiene razón. Ya miraré las fotos cuando vuelvan.

Hablaron unos minutos más y colgaron. Selma oyó el roce de un zapato y, al volverse, vio que uno de los guardaespaldas que había enviado Rube Haywood iba hacia la puerta.

—Ben, ¿no? —llamó Selma.

El guardaespaldas se volvió.

—Así es. Ben.

—¿Necesita alguna cosa?

—Eh... no. Solo me pareció oír algo, así que vine a echar una mirada. Ha tenido que ser usted hablando por teléfono.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Selma—. No tiene buena cara.

—Es un resfriado. Creo que lo pillé de una de mis hijas pequeñas.

56

Paso del Gran San Bernardo, frontera suizo-italiana

Sam y Remi descubrieron que había dos rutas para llegar al paso: desde Aosta, en el lado italiano de la frontera, y desde Martigny, en el lado suizo, el camino que Napoleón y su ejército de reserva habían seguido casi doscientos años antes. Escogieron el más corto de los dos, el de Aosta, por la carretera SS27 al norte, a través de Entroubles y Saint Rhémy, por un camino serpenteante que cada vez ascendía más por la montaña hasta la entrada del túnel del Gran San Bernardo.

Una maravilla de la ingeniería, el túnel atravesaba las montañas a lo largo de casi seis kilómetros para unir los valles de Aosta y de Martigny, y ofrecía un paso protegido de las inclemencias del tiempo y las avalanchas.

—En otro momento —comentó Sam sin apartarse de la SS27. Añadiría casi otra hora al viaje, y puesto que no sabían cuánto tiempo les llevaría seguir la última línea del acertijo, prefirieron optar por la prudencia.

Después de otra media hora de camino enrevesado pasaron por un angosto cañón y se detuvieron en la cuenca de un lago. Dividido por la imaginaria frontera suizoitaliana, el lago era un espejo casi ovalado de agua azul verdosa rodeado por imponentes paredes de roca. En la costa este —el lado suizo— se encontraban el hospicio y el monasterio; en la costa oeste —el lado italiano—, había tres edificios: un café y hotel, alojamientos de personal, y el cuartel de los Carabinieri y el control aduanero. En lo alto, el sol brillaba en un cielo sin nubes, reflejándose en el agua y bañando en sombras los picos de la costa sur.

Sam entró en un aparcamiento en la orilla del lago, al otro lado del hotel. Bajaron del coche y desentumecieron los músculos. Había otros cuatro vehículos cerca. Los turistas paseaban por el lugar y hacían fotos del lago y la montaña.

Remi se puso las gafas de sol.

—Es precioso.

—Piensa dónde estamos —dijo Sam—. Estamos en el mismo lugar donde marchó Napoleón cuando Estados Unidos solo tenía veinte años de existencia. Bien podría ser que acabase de encontrar las cariátides, y él y Laurent estuviesen elaborando su plan.

—Es posible que les preocupase más cómo salir vivos de estas montañas en mitad de una tormenta.

—También puede ser. Vale, vayamos a buscar el templo. Tendría que estar en lo alto de la colina detrás del hotel.

—Perdón, perdón —llamó una voz que hablaba italiano con acento inglés. Se volvieron y vieron a un hombre delgado con un traje azul que se acercaba a la carrera desde la entrada del hotel.

—¿Sí? —dijo Sam.

—Perdón. —El hombre esquivó a Sam y se detuvo junto al parachoques del coche de alquiler. Miró el trozo de papel y luego la matrícula, y se volvió hacia ellos—. ¿El señor y la señora Fargo?

—Sí.

—Tengo un mensaje para ustedes. Una tal Selma intenta hablar con ustedes. Dijo que es urgente, que la llamen. Pueden utilizar el teléfono del hotel, si lo desean.

Lo siguieron al interior y encontraron la cabina de teléfonos en el vestíbulo. Sam tecleó el número de su tarjeta de crédito y llamó a Selma.

Atendió a la primera.

—Problemas —dijo Selma.

—No tenemos cobertura desde Saint Rhémy. ¿Qué pasa?

—Ayer cuando hablaba con ustedes por teléfono, uno de los guardaespaldas de Rube, Ben, estaba en la sala. Al principio no hice mucho caso, pero comencé a inquietarme. Efectué una revisión de todos los ordenadores. Alguien había instalado un dispositivo de registro de teclado, y después lo quitó.

—Para profanos, Selma.

—Es un pen USB cargado con un software que registra las pulsaciones del teclado. Lo conectas y lo dejas. Mientras ha estado instalado, ha guardado todo lo que yo he escrito. Todos los mensajes de correo, todos los documentos... ¿Cree que Bondaruk lo tiene a sueldo?

—A través de Jolkov. Ahora no tiene importancia. ¿Está allí ahora?

—No, y aún no ha llegado para el cambio de guardia.

—Si se presenta, no le dejes entrar. Llama al sheriff si es necesario. Cuando colguemos, llama a Rube y dile lo que me has contado. Él se encargará.

—¿Qué van a hacer?

—Asumir que no tardaremos en tener compañía.

Salieron, recogieron sus mochilas del coche y fueron hasta la parte de atrás del hotel para iniciar la subida por la ladera. La hierba comenzaba a verdear alrededor de los salientes de roca, y aquí y allá se veían flores silvestres rojas y amarillas. Cuando llegaron arriba, Sam sacó el GPS y tomó una lectura.

—¿Crees que ya están aquí? —preguntó Remi, que observaba la zona del aparcamiento con el teleobjetivo de la cámara.

—Quizá, pero no debemos engañarnos. Aquí hay centenares de personas. A menos que queramos marcharnos y volver más tarde, voto por seguir adelante.

Remi asintió.

Con la mirada fija en la pantalla del GPS, Sam caminó hacia el sur treinta metros, luego al este otros treinta, y se detuvo.

—Estamos encima. Remi miró alrededor. No había nada.

—¿Estás seguro?

—Aquí —dijo Sam. Señaló debajo de sus pies, y ambos se arrodillaron.

Apenas visible en la roca había una línea recta hecha a golpes de formón, de unos treinta y seis centímetros de largo. Muy pronto vieron otras marcas, algunas que se cruzaban y otras en diferentes direcciones.

—Debe de ser lo que queda de las piedras de los cimientos —dijo Remi.

Caminaron hasta lo que les pareció debía de ser el centro del templo y luego viraron al este. Sam se orientó con el GPS, escogió una señal al otro lado del lago y bajaron la colina. Abajo cruzaron la carretera por donde habían llegado y siguieron un sendero a lo largo de la costa más allá de un café, delante de una pasarela de madera. Continuaron por una repisa de piedra que bordeaba el agua hasta una abrupta cornisa. Bajaron y siguieron el sendero alrededor de una pequeña cala hasta otra zona llana cubierta con peñascos y retazos de hierba. Por encima de ellos, el acantilado sobresalía en un ángulo de cincuenta grados. A la sombra de los picos, la temperatura había bajado diez grados.

—Final del camino —comentó Sam—. A menos que debamos subir.

—Quizá nos pasamos algo atrás al venir.

—Lo más probable es que doscientos años de erosión hayan convertido el cuenco que había aquí en un plato.

—Quizá exageramos y ellos hablaban del lago en sí mismo.

Una racha de viento lanzó el pelo de Remi sobre sus ojos y ella lo apartó. Sam oyó un silbido a su derecha. Volvió la cabeza, con la mirada atenta.

—¿Qué pasa? —preguntó Remi.

Sam se llevó un dedo a los labios.

El sonido se repitió, unos pocos pasos más allá. Sam se acercó y se detuvo delante de una lápida de granito. Tenía tres metros de altura y un metro veinte de anchura. Dos tercios más arriba había una grieta diagonal tapada con líquenes amarillo-verdosos. Sam se puso de puntillas y apoyó las yemas de los dedos en la grieta.

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