El oro de Esparta (40 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

Remi puso en marcha el motor, movió la palanca del acelerador a tope y viró a babor. Navegaron durante treinta segundos, cerraron el acelerador y avanzaron hasta detenerse. Solo el chapoteo de las olas en el casco rompía el silencio. El viento había amainado casi por completo, y los gruesos copos de nieve comenzaron a amontonarse en las bordas y los asientos.

—¿Qué está haciendo? —susurró Remi.

—Lo mismo que nosotros. Escuchando, esperando.

—¿Cómo lo sabes?

—Es un soldado; piensa como tal.

A popa, quizá a unos doscientos metros, oyeron la aceleración de un motor. La mano de Remi se movió hacia el acelerador.

—Todavía no —dijo Sam.

—Está cerca, Sam.

—Espera.

El motor de Jolkov continuó acercándose, acortando la distancia. Sam señaló a popa por la banda de babor y se llevó el índice a los labios. Apenas visible entre la nevada, una larga silueta fantasmal pasó junto a ellos. Vieron la figura de un hombre de pie al volante del timón. La cabeza de Jolkov se movía de izquierda a derecha. Sam levantó el revólver, apuntó y siguió la trayectoria de la embarcación hasta que se perdió de vista. Después de diez segundos, Remi dejó escapar un suspiro.

—No puedo creer que no nos haya visto —dijo.

—Nos ha visto. Fue una pausa apenas perceptible cuando se volvió hacia este lado, pero nos ha visto. Ahora dará la vuelta. Ve marcha atrás, poco a poco. Con todo el silencio que puedas.

Remi lo hizo. Después de haber recorrido unos quince metros, Sam susurró:

—Adelante y despacio. Llévanos hacia la orilla. —Cogió el bichero de dos metros cuarenta del soporte junto a la borda y miró a través de la nieve. A su izquierda oyó el chapoteo del agua en las rocas—. Vale, apágalo —le dijo a Remi—. A la derecha.

Ella lo hizo.

Silencio.

Más allá de la borda apareció el difuso contorno de un pino, luego otro. Las ramas se inclinaban hacia ellos como dedos de un esqueleto. Sam sujetó una rama con el bichero para frenar la deriva, y se arrimó hasta que el casco golpeó contra la orilla. Las ramas cubiertas de nieve, que bajaban hasta a casi treinta centímetros de la superficie del lago, formaban un dosel sobre sus cabezas. Sam se arrodilló junto a la borda y se asomó entre las ramas. Remi hizo lo mismo.

Por delante y a la derecha llegó el ruido de un motor. Pasados diez segundos se detuvo. Un momento más tarde, su embarcación comenzó a balancearse cuando les alcanzó la estela de la lancha de Jolkov.

—En cualquier momento —susurró Sam—. Preparada para irnos.

Como si hubiese sido una señal, a una distancia de catorce metros pasó la lancha de Jolkov, que iba de nuevo hacia los muelles de la capilla. Con el motor a ralentí. Luego desapareció, perdida en la niebla.

—No nos ha visto —susurró Remi.

—Esta vez no. Vale, en marcha. Síguelo. Cinco segundos a baja velocidad. Diez segundos de planeo.

Remi volvió a colocarse al timón y se apartaron de las ramas, dieron media vuelta y siguieron la estela de Jolkov.

Durante los siguientes veinte minutos continuaron su juego de planear y reducir la velocidad, siempre guiándose por el ruido del motor de Jolkov directamente en la proa. Apagaban el motor cuando él lo hacía y avanzaban solo cuando él volvía a poner el marcha el motor. Avanzaban lentamente, cubriendo menos de quince metros cada vez. Los muelles de San Bartolomé aparecieron a la derecha, las cúpulas acebolladas rojas parecían flotar en el aire.

Delante, el motor de Jolkov aceleró y comenzó a desviarse a la izquierda. Sam le hizo una señal a Remi para que fuese a la derecha. De nuevo hacia la costa.

—Poco a poco y sin prisa. —El ruido del motor de Jolkov parecía ir hacia el centro del lago.

—Apaga el motor —susurró Sam, y Remi lo hizo.

—Cree que nos estamos escondiendo o que volvemos a Schónau, ¿no es así? —preguntó Remi.

Sam asintió.

—Montará una emboscada en algún lugar al norte. Por desgracia para él, no vamos a entrar en su juego.

Pasaron los minutos, los cinco se convirtieron en diez, luego en veinte. Por fin Sam dijo:

—Vale, continuemos. Seguiremos la costa hacia el sur. Ve apenas por encima del ralentí.

—Algo me dice que ese brandy caliente tendrá que esperar.

—¿No te conformas con un techo sobre tu cabeza y un buen fuego?

51

Hotel Schöne Aussicht Grössinger, Salzburgo

—Un mensaje de Evelyn Torres —dijo Remi, que se sentó en la enorme cama y se quitó los zapatos—. Solo dice: LLÁMAME. No obstante, parece nerviosa. Vive para esto.

—Primero el brandy que te prometí, después Evelyn —propuso Sam.

—Necesitamos ropa y cosas básicas.

—Brandy, dormir y comprar, Evelyn.

Después de eludir a Jolkov en el Kónigssee habían estado despiertos y activos durante más de veintiocho horas. Siempre en dirección sur a lo largo de la costa y a paso de caracol habían llegado a los muelles de Salet una hora más tarde. Tras desembarcar, Sam había abierto las barrenas de la embarcación, había esperado hasta que unos treinta centímetros de agua borbollasen en el fondo antes de apuntar la proa hacia el centro del lago y mover el acelerador un punto. La lancha no tardó en esfumarse en la cortina de nieve.

—No se puede decir que hayamos sido turistas que no dejan huella de su paso, ¿verdad? —opinó Remi.

—No te preocupes —respondió Sam con un guiño—. Haremos una donación anónima a la Sociedad Histórica de San Bartolomé. Se podrán comprar una flota de planeadoras.

Desde los muelles habían seguido el sendero de gravilla tierra adentro durante casi un kilómetro, y habían cruzado el puente de tierra hasta la desembocadura del Kónigssee, donde habían encontrado otro cobertizo similar al de San Bartolomé. Ese, en cambio, disponía de un salón caldeado. Dentro, se quitaron las ropas empapadas y las colgaron en los percheros de la pared. Hallaron una lámpara de petróleo, y permanecieron acurrucados junto a ella hasta que oscureció, cuando Sam encendió el fuego en la estufa de leña. Pasaron el resto de la noche durmiendo junto a la estufa. Se levantaron a las ocho y media, se vistieron con las prendas ya secas y esperaron que llegase la primera embarcación con turistas. Se mezclaron con ellos, caminaron durante unas horas y mantuvieron los oídos atentos a cualquier mención de disparos durante la noche anterior o del hallazgo de un cadáver en el lago. No oyeron nada. Al mediodía embarcaron con regreso a Schónau.

Una vez en la costa decidieron mantener las precauciones y no volvieron al hotel ni tampoco quisieron usar el coche de alquiler. Atentos a la presencia de Jolkov y sus hombres, se metieron en la primera tienda de regalos y salieron por la puerta de atrás, que daba a un callejón. Durante veinte minutos anduvieron con cuidado, lejos de los muelles de Schónau, hasta que dieron con un café en una tranquila calle lateral, desde donde llamaron a Selma.

A las dos de la tarde, un Mercedes de una agencia de alquiler de coches de Salzburgo se detuvo delante del café; y tres horas más tarde, después de un viaje con vistas preciosas, durante el cual Remi y Sam estuvieron siempre atentos a cualquier señal de persecución, se alojaron en un hotel con los nombres de Hank y Liz Traman.

Bien comidos y calientes con el brandy, primero le enviaron a Selma por correo electrónico las fotos de los símbolos de la botella de San Bartolomé, y después llamaron a Evelyn Torres a su casa.

—¿A qué viene el súbito interés en Jerjes y Delfos? —preguntó Evelyn por el altavoz tras un par de minutos de charla.

—Es un proyecto en el que estamos trabajando —contestó Remi—. Ya te contaremos los detalles cuando volvamos a casa.

—Bien, para responder a vuestras preguntas en orden, en el momento de la invasión de Jerjes, Delfos era, sin duda, el lugar más sagrado de Grecia. Las predicciones de la pitonisa se consultaban para todo, desde asuntos de Estado hasta un matrimonio. En cuanto a tesoros, no había allí mucha riqueza tangible: unas pocas piezas de valor, pero nada comparable con las riquezas de Atenas. Algunos eruditos no están de acuerdo, pero creo que Jerjes no comprendía el lugar de Delfos en la cultura griega. Por los pocos relatos orales que he leído, se consideraba el Oráculo como una novedad, algo parecido al tablero ouija actual. Estaban convencidos de que los griegos ocultaban algo en Delfos.

—¿Lo hacían?

—Siempre ha habido rumores, pero ninguna prueba sólida en la que basarse. Además, vosotros conocéis la historia: la tropa enviada por Jerjes fue apartada por la mano divina de Apolo, en la forma de un muy oportuno deslizamiento de tierras. Unos pocos persas consiguieron pasar y se llevaron algunos objetos ceremoniales, pero nada de importancia.

—¿Alguna cosa de valor sobrevivió a la invasión? —preguntó Sam.

—Las ruinas todavía están allí, por supuesto. Algunas de las columnas de los tesoros se encuentran en el Museo de Delfos, además de trozos de altares, frisos, el omfalos... Nada de oro o joyas, si eso es lo que os interesa.

—¿Recuerdas si alguien estuvo curioseando por Delfos cuando tú estabas allí? —preguntó Remi—. ¿Algo fuera de lo habitual?

—No, en realidad no. Solo las habituales peticiones formuladas por las universidades. —Evelyn hizo una pausa—. Espera un momento. Hace cosa de un año vino un tipo. Creo que era de la Universidad de Edimburgo, de la Facultad de Historia, Clásicas y Arqueología. Un tipo bastante extraño.

—¿A qué te refieres?

—Solicitó un permiso para examinar los restos de Delfos, y se lo concedí. Hay ciertas normas para los exámenes de los objetos; cosas que puedes hacer y cosas que no puedes hacer. Lo sorprendí tratando de destrozar uno de los importantes; mejor dicho, a punto de destrozarlo. Lo pillé cuando intentaba realizar una prueba con ácido en una de las columnas.

—¿Qué columnas? —preguntó Remi.

—Las cariátides. Estaban en la entrada del tesoro de los Sifnios en Delfos. —Antes de que Remi o Sam pudiesen formular la siguiente pregunta, Evelyn la respondió—: Una cariátide es una columna de piedra, por lo general de mármol, que representa a una mujer griega vestida con una túnica. Las más famosas son las que están en la Acrópolis de Atenas.

—¿Qué clase de prueba intentaba hacer? —preguntó Sam.

—No lo recuerdo. Tenía un martillo y un fino punzón de joyero, y un equipo con botellas de ácido... Lo escribí todo en un informe para la junta. Es posible que todavía tenga una copia. La buscaré mientras hablamos.

Oyeron moverse a Evelyn, luego el ruido de una caja y el rumor de unos papeles.

—¿Qué dijo cuando lo pillaste? —preguntó Remi.

—Que había entendido mal las reglas, cosa que era mentira. Yo misma se las había explicado. Mentía, pero se negó a decir por qué pretendía hacer la prueba. Lo echamos y comunicamos el incidente al director del departamento donde trabajaba en Edimburgo.

—¿No se avisó a la policía?

—La junta prefirió no hacerlo. Tuvo mucha suerte. Los griegos se toman ese tipo de cosas muy en serio. Podrían haberlo enviado a la cárcel. Sé que la universidad lo expulsó, y eso ya es un castigo severo. No sé qué fue de él después de aquel episodio. Aquí está el informe... Se llamaba Bucklin. Thomas Bucklin.

—¿Qué me dices del equipo de ácidos? —preguntó Sam.

El sonido de las hojas llegó por el altavoz.

—Qué raro —dijo Evelyn—. Había olvidado esta parte. Utilizaba ácido nítrico.

—¿Por qué es raro? —preguntó Remi.

—No es habitual. Es muy corrosivo. Nosotros no lo utilizamos.

—¿Quién lo utiliza?

—Los metalúrgicos —respondió Sam—. Lo utilizan para probar el oro.

Hablaron unos minutos más y se despidieron. Sam encendió su ordenador portátil, unas de las pocas cosas que habían llevado consigo en la mochila desde Kónigssee, y se conectó a internet. Había casi dos mil entradas sobre Thomas Bucklin. Solo tardaron unos minutos en dar con la precisa.

—Bucklin escribió varios artículos sobre historia clásica, la mayor parte referentes a Persia y Grecia, pero no hay ningún trabajo del último año.

—Más o menos cuando lo despidieron —señaló Remi, que miraba por encima del hombro—. ¿Hay disponibles algunos de sus trabajos?

—Al parecer, en JSTOR están todos. —JSTOR es una biblioteca virtual gratuita en la que se pueden consultar toda clase de publicaciones, entre ellas de arqueología, historia, lingüística y paleontología. Sam, Remi y Selma la usaban con frecuencia—. Le diré a Selma que los baje y los envíe.

Sam escribió un mensaje y lo envió. Selma respondió treinta segundos más tarde: EN CINCO MINUTOS.

—¿Alguna mención de lo que ha estado haciendo desde que dejó Edimburgo? —preguntó Remi.

—Nada.

Sonó el aviso de entrada del correo electrónico de Sam. Selma había encontrado catorce trabajos de Bucklin, y los habían adjuntado en un archivo en formato PDF.

—Aquí hay algo interesante —señaló Sam—. Según Selma, Bucklin disfrutaba del año sabático que había solicitado en la Universidad de Edimburgo cuando apareció en Delfos.

—O sea, que trabajaba por libre —manifestó Remi—. No estaba allí por encargo de la universidad. ¿Quién demonios es ese tipo?

Sam dejó de buscar; sus dedos permanecieron quietos sobre el teclado. Se inclinó sobre la pantalla y entrecerró los ojos.

—Aquí tienes tu respuesta. Echa una ojeada.

Remi se inclinó sobre su hombro. Uno de los trabajos de Bucklin incluía una foto del autor. Era pequeña y en blanco y negro, pero era imposible confundir la calva, la corona de pelo naranja y las gruesas gafas negras.

Thomas Bucklin era el hombre vestido con bata blanca que habían encontrado en el laboratorio privado de Bondaruk.

52

Los trabajos de Bucklin eran muy interesantes, aunque no muy bien recibidos o merecedores de una amplia difusión. Según JSTOR, Sam y Remi habían sido solo los segundos en comprarlos desde su publicación. No les costó mucho adivinar la identidad del otro interesado.

Sam envió los documentos a su iPhone, le dejó a Remi el portátil y dedicaron tres horas a leer los trabajos de Bucklin. Como no querían condicionar las conclusiones del otro, esperaron hasta el final para comparar notas.

—¿Tú qué crees? —preguntó Sam—. ¿Un loco o un genio?

—Depende de si está en lo cierto o está equivocado. No hay duda de que está obsesionado con Jerjes y Delfos. Su versión de la invasión no le ganó muchos amigos en el mundo académico.

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