El oro de Esparta (45 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

—Por aquí sale aire frío. Detrás hay un hueco. La parte superior no puede pesar más de doscientos cincuenta kilos. Con la palanca correcta podremos moverla.

De las mochilas sacó unas piquetas Petzl Cosmique y las metió en el cinturón. Aunque no tenían claro qué encontrarían una vez llegados al paso, suponían poco probable que las cariátides se hallaran escondidas en un armario del hospicio. Lo más verosímil era que el escondite estuviese en una grieta oculta o en algún lugar bajo tierra.

—En la próxima aventura, nada de meterse en cuevas, solo playas tropicales —dijo Remi.

—¿Alguien nos está mirando? —preguntó Sam.

Observaron con atención la orilla opuesta del lago y las carreteras.

—Si lo hacen —dijo Remi—, son muy discretos.

—¿Te importa hacer de escalera?

—¿Alguna vez he dicho que no?

Sam metió los dedos en la grieta y se levantó un poco. Remi puso los hombros debajo de sus pies y él se encaramó a la parte superior de la lápida. Se giró, con la espalda apoyada en la pendiente. Encajó el extremo afilado de las piquetas en la grieta entre la lápida y la ladera, de forma tal que los mangos apuntasen hacia fuera. Sujetó los mangos como si estuviese sujetando dos frenos de mano.

—Cuidado abajo.

Sam apretó las mandíbulas, tiró hacia arriba de los mangos y empujó con los pies. La lápida partida se movió hacia fuera, se balanceó un momento y se desplomó. Los pies de Sam se deslizaron con ella. Se giró sobre el vientre y cruzó los brazos para engancharse en el borde. La lápida cayó al suelo y levantó una nube de polvo.

—¿Qué ves? —preguntó Remi.

—Un túnel muy oscuro. De unos sesenta por sesenta centímetros.

Se dejó caer y los dos se arrodillaron junto a la lápida. Sam cogió la cantimplora que llevaba en el cinturón y se vació la mitad del contenido sobre el rostro para quitarse el polvo.

Grabada en la piedra había una cigarra.

57

Se colocaron los arneses, y las linternas en la frente, y cargaron con el equipo de escalada. Sam subió a la lápida y alumbró la entrada.

—Es recto y nivelado unos tres metros, y después se ensancha —dijo—. No veo ninguna repisa.

Se metió en el túnel con los pies por delante, y se agachó para ayudar a Remi. Una vez que ella estuvo montada en la lápida, continuó retrocediendo, y Remi avanzó a gatas tras él hasta que llegaron a la parte más ancha, donde Sam se volvió. El techo estaba a sesenta centímetros de altura y aparecía cubierto con pequeñas protuberancias de calcita.

Delante, en el suelo, un agujero en forma de embudo estaba cerrado en parte por una estalactita. No vieron ninguna otra abertura. Avanzaron a gatas y Sam miró por el agujero.

—Hay una plataforma a unos dos metros.

Se puso de espalda y golpeó la estalactita con los pies hasta que se desprendió del techo. La apartó del agujero.

—Yo iré primero —dijo Remi, que se adelantó y metió las piernas. Sam la sujetó por las manos y la bajó hasta que los pies de ella tocaron la plataforma—. Vale, parece firme.

La soltó, y un momento más tarde se dejó caer a su lado, levantó los brazos y volvió a colocar la estalactita en el agujero. Con un chirrido, se encajó en su lugar. Sacó un mosquetón del arnés y lo encajó entre la estalactita y el borde del agujero.

—Un sistema de alarma temprano —explicó.

Un tanto inclinada, la plataforma medía tres metros de largo por dos de ancho y acababa en una cornisa. Encima estaba la boca de una rampa en diagonal. Al resplandor de las lámparas vieron que se curvaba hacia abajo y a la derecha.

Sam sacó de la mochila un rollo de cuerda de nueve milímetros, le enganchó un mosquetón en un extremo, la pasó por encima de la repisa y dejó que cayese por la rampa. Había soltado unos seis metros de cuerda cuando el mosquetón se detuvo.

—Otro punto nivelado —dijo Sam—. Lo que no sabemos es qué ancho tiene.

—Bájame —le pidió Remi.

Sam recogió el mosquetón y lo enganchó al arnés de Remi. Con los pies apoyados en la pared, Sam la bajó por la rampa y fue soltando cuerda según sus indicaciones hasta que ella le dijo que parase.

—Otra plataforma —avisó Remi, y su voz resonó—. Hay paredes a la izquierda y delante, y una cornisa a la derecha. —Sam oyó el roce de las botas en las piedras sueltas—. Y otra rampa en diagonal.

—¿Qué ancho tiene la plataforma?

—Más o menos el mismo de donde estás tú.

—Muévete contra la pared. Ahora bajo.

Soltó la cuerda por encima del borde y se descolgó hasta que sus pies tocaron la rampa. Se sentó y se deslizó como quien baja por un tobogán hasta la plataforma. Remi lo ayudó a levantarse.

El techo era más alto, medio metro por encima de la cabeza de Sam, y estaba salpicado por finas estalactitas de unos tres centímetros de largo.

Sam se acercó a la cornisa y alumbró la siguiente rampa.

—Comienzo a intuir una pauta —le comentó a Remi.

Durante los siguientes quince minutos continuaron bajando por una serie de plataformas y rampas hasta que finalmente se encontraron en una caverna del tamaño de un granero con estalactitas en el techo y las paredes cubiertas con manchas marrones y crema. Unas estalagmitas gruesas como toneles parecían bocas de incendio retorcidas.

Sam sacó un tubo de luz química de la mochila, lo quebró y lo sacudió hasta que brilló con una luz verde neón. Lo dejó detrás de la estalagmita más cercana, donde no se podía ver desde la plataforma superior.

Delante había una pared ciega; a la derecha había tres fisuras verticales que correspondían a las entradas del mismo número de túneles. A la izquierda, una cortina de estalactitas como dientes de dragón bajaba hasta unos treinta centímetros del suelo.

—Estamos por lo menos a treinta metros bajo tierra —comentó Remi—. Sam, es imposible que alguien pudiese traer las cariátides hasta aquí abajo por este camino.

—Lo sé. Tiene que haber otra entrada, en algún lugar del paso. ¿Oyes eso?

En alguna parte, a su izquierda, más allá de los dientes de dragón, llegaba el sonido del agua en movimiento.

—Una cascada.

Caminaron a lo largo de la cornisa y se detuvieron a mirar por debajo cada pocos pasos. Más o menos por la mitad encontraron que los dientes de dragón estaban rotos y dejaban una abertura que les llegaba a la altura de la cintura. Al otro lado había un puente de piedra de un metro veinte de ancho que cruzaba una grieta; a medio camino, una fina cortina de agua caía al abismo, levantando una nube de bruma que resplandecía a la luz de las linternas. Apenas visible a través de la cascada distinguieron la silueta oscura de otro túnel.

—¡Es increíble! —exclamó Remi por encima del ruido—. ¿Viene del lago?

Sam le habló con la boca pegada a la oreja.

—Lo más probable es que sea una vertiente del deshielo. Seguramente no estará aquí dentro de un par de meses.

Volvieron por donde habían llegado. Procedente de algún lugar a lo lejos llegó un sonido metálico, seguido por el silencio y luego una serie de tintineos cuando el mosquetón de Sam cayó por las rampas de arriba.

—Quizá solo se resbaló —dijo Remi.

Volvieron a la plataforma y permanecieron inmóviles y atentos. Pasó un minuto, dos, y luego llegó el eco de una voz.

—Bájame.

—Maldita sea —murmuró Sam.

La voz era inconfundible: Hadeon Bondaruk.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó Remi.

—Tendrá más gente. Veinte, veinticinco minutos.

—Debe de creer que estamos en el camino correcto —manifestó Remi—. Ha venido a reclamar su recompensa.

En aquel momento eran pocas las personas que sabían que esa cueva era el escondite de las columnas: Sam y Remi, Bondaruk y quién fuese que lo acompañaba. Bondaruk no podía dejar que saliesen con vida.

—Pues se va a llevar una desilusión —afirmó Sam—. Vamos.

Caminaron en zigzag entre las estalagmitas hasta la pared opuesta y miraron en cada túnel. En el primero y en el del medio no vieron nada más que oscuridad. El tercero se desviaba a la izquierda dos metros más allá. Sam miró a Remi y se encogió de hombros. Ella hizo lo mismo y dijo:

—Cara o cruz.

Se colaron por la fisura y pasaron por la curva. Remi tropezó y cayó al suelo; se sentó para frotarse una rodilla. Sam la ayudó a levantarse.

—Estoy bien. ¿Qué es eso?

Un objeto en el suelo brillaba a la luz de la lámpara. Sam pasó junto a ella y lo recogió. Era una espada recta y fina de unos sesenta centímetros de largo. Aunque mostraba manchas de óxido, había puntos en los que el metal brillaba a lo largo de la hoja.

—Es una xiphos, Remi. La usaban los infantes espartanos. Dios mío, estuvieron aquí. —Salió de su sorpresa y continuaron avanzando.

El túnel se prolongaba otros quince metros, desviándose a un lado y a otro hasta que llegó a una intersección de tres salidas.

—El de la izquierda creo que es el túnel del medio. Lleva de nuevo a la caverna —dijo Sam.

—No, gracias.

Tras otros seis metros, el túnel comenzaba a bajar, primero suavemente y después más empinado, hasta que acabaron teniendo que ir apoyados en las paredes. Transcurrieron los minutos. Pasaron un recodo, y Sam resbaló hasta que se detuvo contra una pared.

—Callejón sin salida —dijo Remi.

—No del todo.

Donde la pared se unía con el suelo había una grieta horizontal. Sam se agachó y alumbró el interior. Apenas si tenía unos cincuenta centímetros de altura. El aire frío entraba por la abertura.

—Puede que haya otra entrada —señaló Remi—. Iré a comprobarlo.

—Demasiado peligroso.

Detrás de ellos una voz resonó en el túnel.

—¿Habéis visto algo?

Era Jolkov. Dos voces le respondieron:

—Nada.

—Bondaruk, Jolkov y dos más —dijo Sam.

—Voy —afirmó Remi.

—Remi...

—Es menos probable que yo me quede enganchada. Si me atasco, necesitaremos de tu fuerza para que me saques. No te preocupes, solo avanzaré un par de metros y veré lo que haya que ver.

Sam asintió con el entrecejo fruncido.

Remi se quitó la mochila y el arnés. Sam le ató un extremo de la cuerda a un tobillo, y ella se echó boca abajo y se arrastró por la grieta. Cuando solo se veían los pies, Sam acercó la boca a la abertura y dijo:

—Ya está bien.

—Espera, hay algo aquí delante.

Los pies desaparecieron y Sam la oyó arrastrarse por las piedras sueltas. Pasados treinta segundos, el sonido se apagó. Sam contuvo el aliento, por fin escuchó el susurro de Remi:

—Sam, hay otra caverna.

Se quitó la mochila y el arnés, los apiló sobre los de Remi y luego metió la espada entre las mochilas. Lo ligó todo con la cuerda y dio un tirón. El paquete desapareció a través de la grieta.

—Vale, ahora tú —llamó Remi.

Sam se tendió en el suelo y se metió por la abertura. Las paredes y el techo se cerraron a su alrededor, y se raspó los codos y la cabeza.

Entonces, desde detrás, llegó un sonido.

Se detuvo.

Unos pasos bajaban por el túnel, seguidos por el sonido de las botas que golpeaban en los cascotes. El rayo de una linterna se movió por las paredes de piedra.

—¡Aquí está! —gritó una voz—. ¡Los tengo!

Sam se movió a toda prisa, las manos buscando apoyos en el suelo, las botas apoyadas en los costados.

—¡Usted! ¡Alto!

Sam continuó moviéndose. Tres metros más allá había otra grieta, por la que Remi, alumbrada por la luz de la linterna, asomó la cabeza. Entonces aparecieron sus manos, y después un mosquetón al final de su cuerda, que se arrastró por el suelo entre golpes en su dirección. Sam lo sujetó y continuó avanzando. Remi tiraba de la cuerda con una mano detrás de la otra.

—¡Dispárale! —gritó Jolkov.

Sonó un estruendo. El túnel se llenó con una luz naranja. Sam sintió un dolor agudo en la pantorrilla izquierda. Cogió la mano que le tendía Remi, encogió las piernas y empujó con fuerza. Cayó de cabeza, hizo un torpe salto mortal y aterrizó hecho un ovillo. El arma disparó dos veces más, y las balas pasaron a través de la grieta por encima de sus cabezas para acabar dando en la pared.

Sam rodó sobre sí mismo y se sentó. Remi se arrodilló a su lado y le levantó la pernera.

—No es más que una rozadura —comentó—. Un par de centímetros a la derecha y no tendrías talón.

—Un milagro.

Remi sacó de la mochila el botiquín de primeros auxilios y se apresuró a cubrirle la herida con una venda elástica. Sam se puso de pie, probó la pierna y asintió.

Desde el interior de la grieta llegaron sonidos de algo que se arrastraba.

—Necesitamos taponarlo —dijo Sam.

La pareja miró alrededor. Ninguna de las estalactitas era lo bastante delgada para poder partirla. Algo cerca de la pared derecha llamó la atención de Sam. Se acercó. Recogió lo que parecía ser una vara, pero no tardó en saber qué era: una lanza. El mango estaba muy bien conservado, pintado con una especie de laca.

—¿Espartana? —preguntó Sam.

—No, la cabeza tiene otra forma. Diría que es persa.

Sam sopesó la lanza, volvió atrás y se apoyó en la roca debajo de la grieta.

—Dé la vuelta y retroceda —gritó.

Ninguna respuesta.

—¡Ultima oportunidad!

—¡Váyase al infierno!

El arma disparó de nuevo. La bala dio en la pared opuesta.

—Como quiera —murmuró Sam.

Se levantó, flexionó el brazo y metió la lanza en la abertura. Golpeó en algo suave y oyeron un gemido. Sam retiró la lanza y se agachó. Esperaron, atentos a oír al perseguidor llamando a su compañero, pero solo hubo silencio.

Sam asomó la cabeza. Un hombre yacía inmóvil medio metro dentro de la grieta. Alargó un brazo y le cogió el arma, un revólver Magnum 357.

—Dámelo a mí —dijo Remi—. Tienes las manos ocupadas. A menos que quieras desprenderte de tu atizador... —Sam le dio el revólver y Remi añadió—: Les llevará algún tiempo sacarlo de aquí.

—Bondaruk no se molestará si no le queda otra opción —avisó Sam—. Están intentando encontrar otra entrada.

Miraron alrededor para orientarse. Esa caverna tenía forma de riñón y era más pequeña que la principal, con un techo de cuatro metros de altura y una salida en la pared a mano derecha.

Sam y Remi buscaron entre las estalactitas, pero no encontraron ningún otro objeto hecho por el hombre.

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