El oro de Esparta (27 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

—Las dos cosas.

—Necesitarán detalles especiales. ¿Están dispuestos a pagar?

—Depende de los detalles —respondió Sam— y de lo especiales que sean.

—Primero, dígame, ¿saben quién vive allí ahora?

Remi se encogió de hombros.

—No, ¿por qué?

—Un hombre muy malo compró Jotyn en los noventa. Un criminal. Se llama Bondaruk. Ahora vive allí. Hay muchos guardias.

—Gracias por la información, pero no estamos pensando en un asalto —mintió Sam—. Háblenos de usted. ¿Cómo es que sabe tanto del lugar? No solo de los planos, espero.

Bohuslav sonrió, y dejó a la vista tres dientes postizos de plata.

—No, más que eso. Verá, después de la guerra, tras haber expulsado a los alemanes, estuve destinado allí. Era cocinero del general. Más tarde, en 1953, me trasladé a Kiev y trabajé en la universidad. Comencé como conserje, y ascendí a asistente investigador en el departamento de historia. En 1969 el gobierno decidió instalar un museo en Jotyn y le pidió a la universidad que dirigiese el proyecto. Fui con compañeros del departamento a hacer una inspección. Pasé un mes allí, tomando fotos, dibujando planos, explorando... Tengo todas mis notas originales, bocetos y fotos.

—¿Además de los planos?

—Los planos también.

—El problema es —señaló Remi— que han pasado cuarenta años. Muchas cosas pueden haber cambiado en ese tiempo. Quién sabe qué ha hecho el nuevo propietario desde que usted estuvo allí.

Bohuslav levantó un dedo en señal de triunfo.

—Ah... Se equivoca. Ese hombre, Bondaruk, me contrató el año pasado para que fuese a Jotyn y ayudase en la restauración. Quería que la finca volviese a tener el aspecto del período del cosaco. Pasé dos semanas allí. Excepto por la decoración, nada ha cambiado. Fui a casi todos los lugares que quería, y la mayoría de las veces sin escolta.

Sam y Remi se miraron de reojo. Tras enterarse de la oferta de Bohuslav por boca de Selma, su primera preocupación fue que Bondaruk les estuviese tendiendo una trampa, pero después de pensarlo un poco más, habían decidido que no era muy probable, sobre todo basándose en la ley inversa del poder y la presunción de invulnerabilidad, de Sam, pero también por la sospecha que les preocupaba desde el comienzo del viaje: Bondaruk, tras haber tenido poca fortuna a la hora de descifrar el acertijo por su cuenta, ¿les estaba dando rienda suelta para que lo llevasen hasta aquello que ellos llamaban el oro de Napoleón? Era posible, si bien eso no cambiaba sus opciones: seguir adelante o renunciar. Pero, por poco probable que pareciese la idea de una trampa, aún sentían curiosidad por los motivos de Bohuslav. La suma que pedía, cincuenta mil grivnas ucranianas, o diez mil dólares americanos, parecía una cantidad ridícula comparada con lo que Bondaruk le haría si descubría su traición. Sam y Remi sospechaban que se trataba de pura desesperación, pero ¿por qué?

—¿Por qué hace esto? —preguntó Sam.

—Por el dinero. Quiero ir a Trieste...

—Eso lo sabemos. Pero ¿por qué enemistarse con Bondaruk? Si es tan malo como usted dice...

—Lo es.

—Entonces ¿por qué arriesgarse?

Bohuslav titubeó y frunció el entrecejo. Exhaló un suspiro.

—¿Han oído hablar de Pripyat?

—La ciudad cercana a Chernóbil —dijo Remi.

—Sí. Mi esposa, Olena, estaba allí en la adolescencia, cuando estalló la planta nuclear. Su familia fue una de las últimas en salir. Ahora tiene cáncer de ovarios.

—Lo sentimos —manifestó Sam.

Bohuslav se encogió de hombros en una muestra de fatalismo.

—Siempre ha querido ver Italia, vivir allí, y le prometí que lo haríamos algún día. Antes de que muera, me gustaría cumplir mi promesa. Tengo más miedo de romper mi promesa a Olena que a Bondaruk.

—¿Qué le impide cambiar de bando y vendernos a Bondaruk por un precio mayor?

—Nada. Excepto que no soy un estúpido. No puedo ir a él y decirle: «Voy a traicionarle, pero por más dinero no lo haré». Bondaruk no negocia. El último hombre que lo intentó, un poli codicioso, desapareció junto con su familia. No, amigo, prefiero tratar con usted. Será menos dinero, pero al menos viviré para disfrutarlo.

Sam y Remi se miraron el uno al otro, y después miraron a Bohuslav.

—Les estoy diciendo la verdad —insistió él—. Me dan el dinero, y les prometo que sabrán más de Jotyn de lo que sabe Bondaruk.

35

Inclinada sobre la mesa de mapas, iluminada por el resplandor rojo de la lámpara de sobremesa, Remi utilizó el compás y las reglas transportadoras para calcular su actual posición. Con el lápiz que sujetaba entre los dientes hizo unos cuantos cálculos en el margen del mapa, después marcó un círculo en la línea del rumbo y susurró:

—Estamos aquí.

En respuesta, Sam, de pie en el timón, cerró el acelerador Y apagó el motor. El pesquero continuó avanzando entre la niebla, el agua rumoreaba a los lados hasta que se detuvo. Sam salió de la timonera, echó el ancla y volvió al interior.

—Tiene que estar a proa por babor —dijo Remi, que se unió a él junto a la ventana.

Sam se llevó los prismáticos a los ojos y observó la oscuridad delante de la proa, y por un momento solo vio el manto de niebla, y después, muy débil a lo lejos, una luz blanca que lanzaba destellos.

—Bien hecho —afirmó Sam.

Ese punto, a tres millas del faro, era el momento crítico del viaje de esa noche, y como el barco alquilado no tenía un sistema de navegación GPS, habían tenido que utilizar el sistema antiguo de navegar a la estima, basándose en el rumbo y la velocidad, y de vez en cuando en alguna marca recogida por el radar de corto alcance para guiarlos.

—Si solo esto fuese la parte difícil... —comentó Remi.

—Venga, vamos a cambiarnos.

La noche anterior, después de aceptar el precio de Bohuslav y llamar a Selma para que aprobase la transferencia a la cuenta del ucraniano, lo siguieron hasta la estación de trenes de Balaclava y esperaron en el coche mientras él iba a buscar un maletín de cuero en una de las taquillas de la consigna. Una rápida inspección del contenido del maletín pareció confirmar que Bohuslav era honesto: si los bosquejos, las notas, las fotos y los planos no eran genuinos es que estaban tratando con un falsificador profesional.

De nuevo en el hotel en Yevpatoria, a ochenta kilómetros por la costa de Sebastopol, vaciaron el contenido del maletín sobre la cama y se pusieron a trabajar, con Selma mirando a través de la cámara web. Después de una hora de cruzar los datos con lo que ya sabían de la finca de Bondaruk, quedó confirmado que el material de Bohuslav era auténtico. Cada entrada, cada escalera y cada habitación de la casa aparecía señalada, pero lo más importante eran los rumores sobre los túneles donde Bogdan Abdank ocultaba el contrabando. Jotyn estaba plagado de kilómetros de túneles, que comenzaban en el acantilado debajo de la mansión, donde descargaban las mercancías, y se ramificaban en incontables almacenes y salidas, algunas de las cuales emergían de la tierra a casi un kilómetro y medio más allá de los terrenos de la finca.

Lo más sorprendente fue el descubrimiento de que el comandante cosaco no había sido el único en aprovecharse de los túneles. Todos los posteriores ocupantes, desde el almirante Najimov de la guerra de Crimea pasando por los nazis y hasta el Ejército Rojo, los habían utilizado para distintos propósitos: depósitos de municiones, refugios antiatómicos, prostíbulos privados y, en algunos casos, como bóvedas para sus propios botines de guerra.

Sin embargo, la información que más necesitaban faltaba en el material de Bohuslav: dónde, exactamente, podía guardar Bondaruk la botella de la bodega perdida de Napoleón.

—Por supuesto, hay otra posibilidad —señaló Remi—. Quizá la tiene guardada en alguna otra parte.

—Lo dudo —afirmó Sam—. Todo en la personalidad de Bondaruk sugiere que es un maniático del control. No llegó donde está dejando las cosas importantes libradas al azar. Todo aquello que lo obsesiona quiere tenerlo cerca.

—Bien dicho.

—Asumiendo que eso es correcto —dijo Selma desde el ordenador—, puede haber alguna pista en los planos. Si es un coleccionista de verdad, y sabemos que lo es, entonces guardará sus piezas más preciadas en una zona con atmósfera controlada, y eso supone unidades de aire acondicionado separadas, sistemas de control de humedad, generadores de emergencia, sistemas contra incendios... Y lo más probable es que lo tenga separado del resto de la casa. Busquen en las notas de Bohuslav cualquier mención de estas cosas.

Les llevó una hora de trabajo buscar entre las notas de Bohuslav, que estaban escritas en inglés y ruso, pero por fin Remi encontró una habitación en el ala occidental que estaba marcada como depósito seguro.

—La ubicación encaja —dijo Selma.

—Aquí hay algo más —señaló Sam, leyó otra nota—: «Denegado acceso por el lado oeste». Si lo añadimos al depósito seguro, puede que hayamos encontrado nuestra X.

Como una ironía, la mansión tenía la forma del símbolo de la paz, con la parte principal de la casa en el centro, dos alas que iban por el sudeste y el noreste, y una tercera ala en el oeste, todo rodeado por un murete de piedra.

—El problema es —opinó Remi— que los planos muestran que los túneles de los contrabandistas se unían con la casa en dos lugares: en los establos, a unos doscientos metros al norte de la casa, y en el ala sudeste.

—O sea, que tenemos que correr a través de terreno abierto hasta el ala oeste —manifestó Sam— y confiar en que encontremos la manera de entrar, o ir por el ala sudeste y abrirnos paso a través de la casa... y rogar ser capaces de evitar a los guardias.

Como era natural, Selma les encontró una fuente de equipo fiable en Yevpatoria, un viejo almacén de excedentes de guerra del Ejército Rojo, atendido por un antiguo soldado que se había convertido en mecánico. Sus equipos para la noche eran unos monos de camuflaje de la época de la Guerra Fría; su transporte, un bote de goma de un metro cincuenta con un motor eléctrico.

Vestidos de tal guisa, con el rostro camuflado con pintura negra, hincharon la embarcación, colocaron el motor en el espejo de popa, y después la bajaron por encima de la borda, cargaron las mochilas y subieron a bordo. Remi empujó el costado del pesquero y en cuestión de segundos desapareció en la niebla. Sam dio el contacto, y el motor se puso en marcha con un zumbido. Sentada en la proa, Remi apuntó la brújula al faro, luego levantó una mano y señaló en la niebla.

—A la carga —dijo Sam, y aceleró.

El motor era silencioso pero lento, y los propulsaba a una velocidad de tres nudos, apenas un poco más rápido que el paso de un hombre, y, por lo tanto, transcurrió una hora antes de que Remi, que mantenía la brújula fija en el rayo del faro, levantase la mano para indicar un alto. Sam cerró el acelerador. Todo estaba en silencio excepto por el chapoteo de las olas en los costados de la embarcación. La niebla lo cubría todo salvo un par de metros de agua negra alrededor de ellos. Sam se disponía a hablar cuando oyó, en la distancia, el ruido amortiguado de los rompientes. Remi lo miró, asintió y señaló de nuevo.

Delante tenían el primer obstáculo. Dada la naturaleza de las corrientes del mar Negro, habían decidido acercarse por el sur. Se evitarían luchar con la marea, pero tendrían que abrirse paso entre los escollos que asomaban en la bahía debajo de la finca de Bondaruk, una tarea difícil en mitad de la noche, sin hablar de la niebla. Para complicar las cosas, ante la suposición de que Bondaruk tuviese guardias apostados en los acantilados, habían decidido no utilizar las linternas. Su ventaja estaba en el agudo oído de Remi y la rapidez de reflejos de Sam.

A media velocidad, Sam apuntó la proa durante treinta segundos en la dirección que le había indicado Remi y después redujo la velocidad. Aguzaron el oído. A izquierda y derecha, a lo lejos, llegaba el rumor de las olas. Con los ojos cerrados, Remi movió la cabeza a un lado y al otro, y señaló unos pocos grados a babor de la proa. Sam aceleró de nuevo y continuaron avanzando. Pasados veinte segundos, Remi levantó la mano. Sam cerró el acelerador hasta conseguir la potencia justa para mantener la posición. En el súbito silencio oyeron el romper de las olas, muy cerca, a la derecha. Después más a la izquierda. Y detrás. Estaban rodeados.

De pronto, delante mismo de la proa, una enorme pared de roca surcada por chorros de agua blanca apareció en la niebla. Las olas, que chocaban contra los bajíos debajo de ellos, levantaron la embarcación y la enviaron hacia delante.

—Sam —avisó Remi en voz baja.

—¡Sujétate! ¡Echate al fondo!

El escollo se alzaba delante de la proa. Sam esperó a que la embarcación bajase entre dos olas, luego aceleró al máximo y movió el timón a la derecha. La hélice batió el agua y los lanzó hacia el escollo antes de desviarse. La roca pasó a la izquierda y desapareció en la penumbra. Sam contó hasta diez y cerró el acelerador. Permanecieron atentos.

—Creo que está más cerca por la derecha —susurró Remi.

—A mí me parece que por la izquierda —dijo Sam.

—¿Lo echamos a cara o cruz?

—Ni hablar. Tu oído es mucho mejor que el mío —admitió Sam, y miró a la izquierda.

—Alto —avisó Remi diez segundos más tarde—. ¿Lo notas?

—Sí. —Sam miró a un lado y al otro.

La embarcación se movía de costado y ganaba velocidad. Sintieron cómo el estómago se les subía a la garganta cuando la barca se vio levantada en otra cresta. A tres metros a la derecha atisbaron una roca dentada que desapareció al cabo de un segundo, perdida en la niebla.

—Remos —dijo Sam, y cogió el suyo del fondo de la embarcación. A proa, Remi hizo lo mismo—. Ojos bien abiertos... —añadió.

—¡Detrás de ti! —avisó Remi.

Sam se volvió con el remo en alto como si fuese una lanza.

El escollo estaba allí mismo, al alcance del brazo.

Golpeó la pala del remo contra la piedra, se apoyó con todo su peso y empujó, pero la ola era demasiado fuerte y la embarcación giró alrededor del pivote creado por el remo.

—Estamos dando la vuelta —avisó Sam, con los dientes apretados.

—¡Lo tengo!

Remi ya estaba girando sobre las rodillas para mirar al otro lado, con el remo en alto y preparado. Con un sonoro golpe lo descargó contra la piedra. La barca, con la inercia interrumpida, se apartó del obstáculo y volvió a girar.

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