Read El oro de Esparta Online

Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

El oro de Esparta (24 page)

Junto a Remi, que llevaba el timón, Sam dijo:

—He estado pensando en las palabras de Jolkov. —Vio la expresión de ella y se apresuró a añadir—: No sobre su oferta, sino sobre el interés de Bondaruk por todo esto. Mencionó que era un legado. Sabemos que se lo toma muy en serio, así que quizá la respuesta esté en la historia de su familia.

—Bien pensado —afirmó Remi, que viró alrededor de una boya para dejarla por la banda de babor—. Le diremos a Selma que se ocupe de ello. No se te estará ocurriendo alguna otra cosa, ¿verdad?

—Solo en lo que a ti respecta.

Remi sonrió en la oscuridad, su rostro apenas iluminado por la luz verde de la consola.

—Hemos pasado por cosas peores.

—¿Cuáles?

—Bueno, para empezar, aquella vez en el Senegal, cuando insultaste a un chamán...

—Olvida mi pregunta.

Treinta minutos más tarde apareció a la vista la isla de If, una masa blanca que emergía del mar oscuro a media milla de la proa. El castillo había cerrado a las cinco y media y, aparte de una solitaria luz de navegación roja que parpadeaba contra el cielo nocturno, la isla estaba completamente a oscuras.

—No parece un lugar muy agradable de noche, ¿verdad? —comentó Remi.

—Tienes toda la razón.

Se habían preparado para el paseo nocturno, utilizando Google Earth para buscar en la isla los amarres que pudiesen ocultarlos no solo de Jolkov, si es que él y sus hombres los seguían, sino también de la patrulla portuaria de Marsella. Habían encontrado un lugar adecuado en el lado de la isla que daba a mar abierto.

Remi llevó el Mistral a babor. Dedicaron media hora a dar la vuelta a la isla, atentos a la presencia de otras embarcaciones o de señales de vida. Al no ver nada, viraron y fueron hacia la costa norte. La torre más al oeste del castillo, la más grande de las tres, apareció a la vista por encima de las almenas. Remi fue hacia la cala que había abajo, redujo la velocidad y dejó que el Mistral se detuviese en la base de la muralla. Aparte de la lluvia, el agua estaba en calma. Sam echó el ancla y utilizó el bichero para mantener el Mistral cerca de las rocas. Remi saltó a tierra y avanzó, con el cabo de popa en la mano. Sujetó la amarra alrededor de una roca del tamaño de una pelota de baloncesto.

Cogidos de la mano, buscaron su camino a lo largo de la muralla. Saltaron de un peñasco a otro hasta que llegaron a uno muy alto que habían visto en las fotos de satélite. Sam se encaramó, se colocó debajo de una saetera en las almenas utilizadas por los arqueros y luego saltó para sujetarse al borde interior de la pared. Trepó y pasó por encima del muro, y luego ayudó a Remi a subir. Se acurrucó junto a ella.

—Demos gracias a Dios por la mala arquitectura —dijo.

De no haber sido por las fortificaciones traseras, habrían necesitado una escalera extensible para conseguir lo que acababan de hacer.

—No veo a nadie —murmuró Remi—. ¿Y tú?

Sam negó con la cabeza. En su investigación no habían encontrado ninguna mención a que en la isla hubiese guardias, pero para estar seguros actuarían como si los hubiese.

Con Remi en cabeza, avanzaron a lo largo de la pared curva de la torre hasta donde se encontraba con la pared occidental, y la siguieron hasta el final. Junto a ellos, la piedra, calentada por el sol durante todo el día y después empapada por la lluvia, olía a tiza. Remi se asomó por la esquina.

—Despejado —susurró.

El móvil vía satélite vibró en el bolsillo de Sam. Lo sacó y respondió en voz muy baja. Era Rube.

—Malas noticias, Sam. La DCPJ no encuentra a Jolkov ni a sus compinches. Saben que entró en el país con su propio pasaporte, pero ninguno de los hoteles ni agencias de coches de alquiler tienen ningún registro de él.

—Utiliza un pasaporte falso —dijo Sam.

—Es probable. Por lo tanto, todavía anda por ahí. Tened cuidado.

—Gracias, Rube. Nos mantendremos en contacto.

Sam colgó y le comunicó la noticia a Remi.

—No estamos peor que antes. ¿Seguimos?

—Por supuesto.

Continuaron por la pared sur y llegaron a la siguiente torre, en la entrada lateral del castillo, una arcada que daba al patio de armas.

—Quieta —susurró Sam—. Agáchate muy despacio. —Se pusieron de rodillas.

—¿Qué? —susurró Remi.

—Delante de nosotros.

A unos cien metros al otro lado del patio había dos edificios de tejados rojos. El de la izquierda, con la forma de una J truncada, daba a la pared junto a la costa norte de la isla. Debajo de los aleros vieron cuatro ventanas, rectángulos negros en la penumbra. Esperaron, inmóviles durante un minuto, luego dos. Pasados tres minutos, Remi susurró:

—¿Has visto algo?

—Me lo ha parecido. Supongo que me he equivocado. Vamos.

—Quieto —dijo ella—. No te has equivocado. Allá, en la esquina más apartada.

Sam miró hacia donde señalaba Remi. Sus ojos tardaron un minuto en verlo, pero no se trataba de una equivocación. Apenas visible en la oscuridad estaba el óvalo blanco del rostro de un hombre.

31

Observaron aquel rostro durante un minuto; el hombre parecía una estatua, y solo de vez en cuando movía la cabeza para mirar atrás y a los lados, pero por lo demás permanecía inmóvil.

—¿Un guardia? —sugirió Remi.

—Quizá. Pero ¿un guardia perezoso que intenta mantenerse fuera de la lluvia estaría tan inmóvil? Estaría moviéndose, fumando o haciendo alguna cosa. —Con una lentitud exagerada, Sam buscó en el bolsillo interior del chubasquero y sacó un monocular Nikon. Lo enfocó hacia el edificio y se centró en el rostro del hombre—. No se parece a ninguno de los hombres de Jolkov que hemos visto.

—Si son ellos, ¿cómo llegaron aquí? No hemos visto ninguna embarcación.

—Son comandos entrenados, Remi. Infiltrarse es lo suyo.

Sam observó el terreno y se tomó su tiempo para mirar en las sombras y los portales oscuros, pero no vio a nadie más.

—Un magnífico regalo de Navidad —opinó Sam—. Un monocular de visión nocturna.

—Ha sido un placer.

—No veo a nadie más. Espera...

El hombre que estaba bajo los aleros se movió para mirar por encima del hombro. En la manga de la chaqueta llevaba una insignia; en el cinturón, una linterna y un llavero.

—Me alegra informarte de que me he equivocado —murmuró Sam—. Es un guardia. Así y todo, lo mejor será que no nos pesquen rondando por un monumento nacional francés en mitad de la noche.

—Tienes razón.

—Cuando diga vamos, muévete lentamente hacia el túnel y detente a medio camino. No vayas al patio. Y mantente alerta para quedarte inmóvil.

—De acuerdo.

Sam observó al guardia a través del monocular hasta que desvió la mirada una vez más.

—Ahora.

Remi corrió agachada hacia la esquina, luego siguió a lo largo de la pared y llegó al arco. Sam continuó vigilando. Pasaron otros dos minutos, pero por fin el hombre se movió de nuevo y Sam fue a reunirse con Remi.

—El corazón me late a cien por hora —admitió ella.

—El placer de la adrenalina.

Se tomaron un momento para recuperar el aliento, y luego avanzaron poco a poco por el túnel hasta la salida al patio, y solo se detuvieron al llegar al umbral.

A la izquierda de la puerta había un murete y un banco de madera. A la derecha, unos escalones de piedra con una barandilla de hierro forjado que subían por la pared interior del patio, giraban a la izquierda y continuaban hasta una torreta, donde se bifurcaban para comunicar con una pasarela que daba la vuelta al patio. Sam y Remi observaron la pasarela y se fueron deteniendo en cada ventana o puerta, atentos a cualquier movimiento. No vieron nada.

Miraron adelante, echaron una última ojeada al patio y la pasarela, y cuando se preparaban para moverse, Sam vio, entre las sombras, otra arcada debajo de los escalones.

Nada se movía. Aparte del repiqueteo de la lluvia, todo estaba en silencio.

Siempre atento a cualquier presencia en el patio, Sam se inclinó para hablar en susurros a Remi.

—Cuando te lo diga, sube los escalones y entra en la torreta. Yo estaré...

Detrás de ellos un rayo de luz llenó el túnel.

—¡Remi, ahora!

Como un velocista al oír el disparo, Remi salió disparada y subió los escalones de dos en dos. Sam se echó boca abajo y permaneció inmóvil. La luz de la linterna alumbró todo el túnel, y después se apartó y todo volvió a quedar a oscuras. Sam se arrastró por encima del umbral hasta el patio, luego se puso de pie y fue a reunirse con Remi en la torreta.

—¿Nos ha visto?

—No tardaremos en saberlo.

Esperaron un minuto, dos, para ver si el guardia cruzaba el arco, pero no apareció.

Sam miró el interior oscuro de la torreta.

—¿Estamos en la correcta?

El mapa del folleto señalaba varias entradas al nivel de los olvidados, y una de ellas estaba en esa torreta.

—Sí, es el siguiente rellano hacia abajo, creo —contestó Remi, e hizo un gesto hacia la escalera de caracol que bajaba; otra llevaba a las almenas.

Comenzaron a bajar los escalones, con Remi en cabeza. En el siguiente rellano encontraron una trampilla de madera en el suelo, asegurada al borde de piedra con un candado. Sam cogió una pequeña palanqueta que llevaba sujeta al cinturón. Dado que la mayor parte del castillo era de piedra, y al recordar las palabras de Müller cuando dijo que su hermano había encontrado las botellas escondidas en una grieta, habían supuesto que la herramienta les sería útil.

Si bien el candado parecía nuevo, el cerrojo era un trozo de metal oxidado por años de exposición al aire salado. Remi apuntó su linterna al cerrojo, pero Sam le impidió que la encendiese.

—Esperemos hasta estar fuera de su vista.

Tardaron treinta segundos de delicado trabajo con la punta de la palanqueta para quitar el cerrojo de la madera. Sam levantó la trampilla y dejó a la vista una escalera de madera que se perdía en un hueco oscuro.

—Será mejor que yo pruebe primero —dijo Remi.

Se sentó, deslizó las piernas en el interior del agujero y comenzó a bajar. Diez segundos más tarde susurró:

—Vale. Son unos cuatro metros. Baja con cuidado. Está atornillada a la piedra, pero parece tan vieja como el cerrojo.

Sam entró en el agujero, se agachó en el segundo escalón y cerró la trampilla dejando un espacio suficiente para los dedos, que utilizó para colocar el cerrojo de nuevo en su lugar; con un poco de suerte, el guardia no vería que estaba arrancado.

En la más total oscuridad y guiándose solo por el tacto, Sam comenzó a bajar. La escalera crujió y se movió, y en cuanto oyó qué los pernos rascaban en el interior de los agujeros, se quedó quieto. Contuvo el aliento durante diez segundos, y comenzó a bajar de nuevo.

El peldaño que tenía debajo del pie más adelantado se partió con un estampido seco. Se sujetó con las manos a los más altos, para detener la caída, pero el súbito cambio de peso fue demasiado para la escalera, que se movió de lado. Se oyó una detonación cuando los pernos saltaron de los agujeros y Sam comenzó a caer. Se preparó para el golpe, y chocó contra el suelo de espaldas.

—¡Sam! —susurró Remi, y al instante se acercó a la carrera y se arrodilló a su lado.

Sam gimió, parpadeó varias veces y luego se levantó apoyado en los codos.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Eso creo. Solo tengo un poco dolorido el orgullo.

—Y el trasero.

Lo ayudó a levantarse.

Delante de ellos la escalera era una ruina. Los largueros se habían separado y los peldaños colgaban en cualquier dirección.

—Bueno —dijo Remi—, al menos ahora sabemos cómo no podremos salir de aquí.

—Siempre hay un lado bueno —admitió Sam.

Remi encendió la linterna y miraron alrededor. Detrás de ellos había una pared de piedra; delante, un pasillo un poco más alto que Sam se adentraba en la oscuridad. A diferencia de las murallas de la fortaleza, allí las piedras eran de color gris oscuro y mal cortadas, y en ellas se veían las marcas de los formones, que tenían más de cuatrocientos años. Ese era el primer nivel de las mazmorras; había un segundo y, más abajo, el reino de los olvidados.

Remi apagó la linterna. Agarrados de la mano, caminaron por el pasillo.

Cuando habían dado veinte pasos, Sam encendió su linterna, echó una ojeada y la volvió a apagar. No vio el final del pasillo. Continuaron caminando. Después de otros veinte pasos, notó el apretón de la mano de Remi en la suya.

—He oído un eco —susurró ella—. A la izquierda.

Sam encendió la linterna, y quedó a la vista un túnel en el que había una docena de celdas, seis por cada lado. Por razones de seguridad habían quitado las puertas de barrotes. Entraron en la celda más cercana y echaron un vistazo.

Si bien esos túneles eran lóbregos por derecho propio, Sam y Remi encontraron que las pequeñas celdas donde no llegaba ni el más mínimo rayo de luz eran una pesadilla. Los guías del castillo acostumbraban a separar a los turistas en grupos de tres o cuatro, apagaban las luces y pedían que todos se mantuviesen en silencio durante treinta segundos. Aunque Sam y Remi se habían encontrado en situaciones similares antes —la más reciente en Rum Cay—, las celdas del castillo de If inspiraban una sensación de miedo única, como si estuviesen compartiendo el espacio los fantasmas todavía encerrados.

—Ya hemos tenido bastante —dijo Sam, y salió de nuevo al pasillo.

Encontraron el siguiente túnel un poco más allá a la derecha. Era algo más largo y tenía veinte celdas. Esa vez a paso más rápido, repitieron el proceso, pasando un túnel tras otro hasta que llegaron al final del pasillo, donde encontraron una puerta de madera. Estaba cerrada pero no tenía candado ni cerrojo. Junto a la puerta había un cartel en francés que decía: prohibida la entrada, solo personal autorizado.

—¿Por qué no hay cerradura? —se preguntó Remi en voz alta.

—Lo más probable es que la hayan quitado para evitar que algún turista acabe encerrado por accidente en lugares donde no debería estar.

Metió el dedo por el agujero de la cerradura y tiró con suavidad. La puerta se abrió un par de centímetros. Crujieron las bisagras. Se detuvo, tomó aliento y después abrió la puerta del todo.

Remi pasó por el hueco, Sam la siguió y cerró la puerta. Permanecieron inmóviles unos momentos, atentos a cualquier sonido, y después Remi hizo una pantalla con los dedos en el foco de la linterna y la encendió. Estaban en un pequeño rellano cuadrado de un metro veinte de lado. A la derecha de la puerta había un escalón; a su espalda, otra escalera de caracol que bajaba. Juntos echaron un vistazo por encima del reborde.

Other books

Love, Always by Yessi Smith
Sleepless Nights by Elizabeth Hardwick
Var the Stick by Piers Anthony
Love's Baggage by T. A. Chase
Seven Minutes in Heaven by Sara Shepard
Shoulder the Sky by Anne Perry