El oro de Esparta (23 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

Si bien la isla tenía una extensión de poco más de tres kilómetros cuadrados, el castillo era un cuadrado pequeño, de unos treinta y tres metros de lado, y consistía en un edificio de tres pisos flanqueado en tres lados por torres circulares con almenas para los cañones.

Construido por orden del rey Francisco I, el castillo de If había comenzado su vida en 1520 como fortaleza para defender a la ciudad de los ataques por mar, un propósito que duró muy poco porque se convirtió en cárcel para los enemigos políticos y religiosos de Francia. Al igual que la prisión de Alcatraz en San Francisco, la ubicación del castillo de If y sus mortales contracorrientes le dieron la fama de ser a prueba de fugas, una afirmación que fue desmentida, al menos en la ficción, por Edmundo Dantés, el personaje de El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, que logró escapar de If tras catorce años de encierro.

Sam leyó en voz alta el folleto que había recogido en la oficina de turismo del puerto Viejo:

—«Más negro que el mar, más negro que el cielo, se alza como un fantasma el gigante de granito, cuyas rocas sobresalientes parecen brazos dispuestos a atrapar a la presa.» Así es como lo describió Dantés.

—Visto desde aquí no tiene mala pinta.

—Ya me lo dirás cuando pases una docena de años en una de las mazmorras.

—Tienes razón. ¿Qué más?

—La cárcel funcionaba de acuerdo con una estricta estructura de clases. Los ricos podían disfrutar de celdas privadas en los pisos superiores, con ventanas y chimenea. En cuanto a los pobres, a ellos les daban los calabozos del sótano; y a los oubliettes, que son...

—Deriva de oublier, que significa «olvidar»; o sea, que oubliettes son los olvidados. Eran agujeros cavados en el suelo de las mazmorras, y cerrados con una trampilla. —Remi hablaba mejor el francés que Sam—. Te metían allí y te olvidaban; dejaban que te pudrieras.

Sonó el teléfono y Sam contestó. Era Selma.

—Señor Fargo, tengo algo para usted.

—Adelante —dijo Sam, mientras ponía el teléfono en manos libres para que Remi pudiese oírla.

—Hemos descifrado las dos primeras líneas de símbolos de la botella, pero eso es todo —comenzó Selma—. Las otras líneas nos llevaran más tiempo. Creo que nos falta una clave. En cualquier caso, las frases forman un acertijo:

Locura de los capetianos, revelación de Sébastien;

una ciudad bajo cañones;

desde el tercer reino de los olvidados,

una señal que el eterno Sheol fracasará.

—Intentamos descifrarlo...

—Hecho —proclamó Sam—. Se refiere al castillo de If.

—¿Perdón?

Le relató el encuentro con Wolfgang Müller.

—La fortaleza es donde su hermano encontró las botellas. Ya tengo la respuesta. A partir de allí es solo cuestión de ir hacia atrás. «Capetiano» se refiere a la línea dinástica a la que pertenecía el rey Francisco; él mandó construir la fortaleza. «Sébastien» es el nombre de pila de Vauban, el ingeniero que tuvo que decirle al soberano que la fortaleza era inútil. Por las razones que sean, los arquitectos la habían construido con las fortificaciones más fuertes y los emplazamientos de la artillería no apuntados al mar abierto ni a los posibles invasores, sino a la ciudad: «una ciudad bajo cañones».

—Impresionante, señor Fargo.

—Está todo en el folleto. En cuanto a la tercera línea, no lo sé.

—Yo creo que sí —dijo Remi—. En hebreo, Sheol significa el lugar de los muertos, la ultratumba. Lo opuesto, el Sheol eterno, es la vida eterna. ¿Recuerdas la cigarra de la botella?

Sam asentía con la cabeza.

—El escudo de Napoleón: resurrección e inmortalidad. ¿Y la otra parte... «el tercer reino de los olvidados»?

—Es el equivalente francés de una mazmorra: oubliette. Olvidar. A menos que estemos en un error, en algún lugar de los sótanos del castillo hay una cigarra que espera ser encontrada. Pero ¿por qué un acertijo? —se preguntó Remi—. ¿Por qué no simplemente: «Ve allí, encuentra esto»?

—Ahí es donde se pone interesante —manifestó Selma—. Por lo que he podido descifrar hasta ahora, el libro de Laurent es en parte un diario y en parte una clave de descifrado. Deja bien claro que las botellas en sí mismas no son el premio. Las llama «flechas en un mapa».

—¿Flechas a qué? —preguntó—. ¿Quién las debe seguir?

—No lo dice. Sabremos más cuando acabemos de descifrarlo.

—Bueno, parece que Laurent hacía esto obedeciendo las órdenes de Napoleón —dijo Sam—, y si se tomaron todo este trabajo para ocultar las botellas, lo que sea que esté al final del mapa ha de ser algo espectacular.

—Eso explicaría por qué Bondaruk no tiene ningún problema para asesinar —opinó Remi.

Conversaron un rato más, y después colgaron.

—Vaya, vaya —dijo Remi, señalando con la mirada—. Mira quién está aquí.

Sam se volvió. Jolkov cruzaba la terraza hacia ellos, con las manos en los bolsillos de la americana. Sam y Remi se tensaron, preparados para moverse.

—Tranquilos, ¿creen que soy tan estúpido como para matarlos a los dos en pleno día? —preguntó Jolkov, deteniéndose ante ellos. Sacó las manos de los bolsillos y las levantó—. Desarmado.

—Veo que escapó del pequeño balancín —comentó Remi.

Jolkov cogió una silla y se sentó.

—Por favor, siéntese —dijo Sam en tono desabrido.

—Podrían habernos empujado por el borde sin problemas —comentó Jolkov—. ¿Por qué no lo hicieron?

—Se nos ocurrió, créame. De no haber sido por su amigo del gatillo fácil, ¿quién sabe?

—Me disculpo. Una reacción excesiva.

—Supongo que no le importará explicarnos cómo nos ha encontrado —dijo Remi.

Jolkov sonrió. Pero la sonrisa no se reflejó en sus ojos.

—Supongo que no están dispuestos a decirme por qué se encuentran aquí.

—Supone acertadamente —respondió Remi.

—Lo que sea que vende, no estamos dispuestos a comprarlo —señaló Sam—. Su colega secuestró, torturó y a punto estuvo de matar a un amigo nuestro, y usted intentó matarnos dos veces. Díganos por qué está aquí.

—Mi jefe propone una tregua. Una alianza.

Remi se rió por lo bajo.

—A ver si lo adivino. Nosotros lo ayudamos a encontrar lo que sea que busca, y tarde o temprano usted nos mata.

—En absoluto. Unimos fuerzas y repartimos lo que sea, ochenta-veinte.

—Ni siquiera sabemos qué buscamos —admitió Sam.

—Algo de gran valor, tanto histórica como monetariamente.

—A Bondaruk ¿cuál de los dos aspectos le interesa más? —preguntó Remi.

—Eso es asunto suyo.

Sam y Remi no se hacían ilusiones. Su predicción sobre los planes que Bondaruk y Jolkov tenían para ellos era la muerte. Fueran cuales fuesen los verdaderos motivos de Bondaruk y la recompensa, de ninguna manera iban a permitir que cayesen en manos del ucraniano.

—Digamos que los artículos tienen que ver con un legado familiar —añadió Jolkov—. Solo intenta acabar algo que comenzó hace mucho tiempo. Si lo ayudan a conseguirlo, será muy generoso.

—No hay trato —dijo Sam.

—Y ya puede pasarle un mensaje a Bondaruk de nuestra parte: ¡que lo zurzan! —añadió Remi.

—Tendrían que reconsiderarlo —manifestó Jolkov—. Echen una mirada.

Sam y Remi lo hicieron. En el extremo más apartado de la terraza estaban tres de los hombres de Jolkov; todas caras conocidas de la cueva de Rum Cay.

—Toda la banda está aquí —dijo Sam.

—No, no están todos. Hay más. Allí adonde vayan, estaremos nosotros. De una manera u otra conseguiremos lo que buscamos. Lo que deben hacer es decidir si quieren salir con vida de todo esto.

—Ya nos apañaremos —afirmó Remi.

Jolkov se encogió de hombros.

—Ustedes mismos. Supongo que no habrán sido tan estúpidos como para traer con ustedes el libro del código, ¿verdad?

—No —respondió Sam—. Y tampoco somos tan estúpidos como para haberlo dejado en el hotel, pero puede ir a mirar.

—Ya lo hemos hecho. Supongo que ya está en manos de la señora Wondrash.

—Allí, o en una caja de seguridad —dijo Remi.

—No, no lo creo. Creo que su gente está intentando descifrarlo ahora mismo. Quizá les hagamos una visita. Me han dicho que San Diego es muy hermoso en esta época del año.

—Pues le deseo suerte —dijo Sam con un tono indiferente, al tiempo que se esforzaba por mantener el rostro impasible.

—¿Habla de su sistema de seguridad? —Jolkov hizo un gesto despectivo—. No será ningún problema.

—Está visto que no conoce mis antecedentes —le advirtió Sam.

Jolkov titubeó.

—Ah, sí, es ingeniero. Ha modificado el sistema de alarmas, ¿no?

—Incluso si consigue saltárselo, ¿quién sabe qué encontrará una vez dentro? —añadió Remi—. Usted mismo lo ha dicho: no somos estúpidos.

Jolkov frunció el entrecejo, una chispa de duda brilló en sus ojos, pero desapareció en el acto.

—Ya lo veremos. Una última oportunidad, señor y señora Fargo. Después, se acabaron los miramientos.

—Tiene nuestra respuesta —manifestó Sam.

30

Castillo de If, Francia

Poco después de salir del hotel, había empezado a caer una fina lluvia, que a medida que se acercaba la medianoche se había convertido en un aguacero que barría las calles y gorgoteaba en las alcantarillas. Las calles brillaban con el resplandor amarillo de las farolas. Aquí y allá los transeúntes caminaban presurosos por las aceras bajo paraguas o periódicos plegados, o esperaban al abrigo de las paradas de autobús.

Sam y Remi se encontraban en un callejón al otro lado del hotel, entre sombras, observando las puertas del vestíbulo.

Un poco más allá había un Citroen Xsara gris aparcado, a oscuras, con un par de figuras apenas visibles en el interior. Un rato antes, desde la ventana de la habitación del hotel, Remi había conseguido verle el rostro al conductor: había estado con Jolkov en el café de Malmousque. Si había más hombres vigilándolos por la zona, no lo sabían, pero se dijeron que era mejor creer que sí.

Después de despedirse de Jolkov en el café, habían pasado la tarde paseando por el Malmousque, haciendo algunas compras y disfrutando de las vistas durante unas horas. No vieron a Jolkov ni a ninguno de sus hombres hasta que emprendieron el regreso al hotel, cuando dos hombres montados en motocicletas siguieron a su taxi.

A pesar de su indiferencia ante las amenazas de Jolkov, Sam y Remi se las habían tomado muy en serio. Como sospechaban que podía haber micros en su habitación, buscaron un rincón tranquilo en el bar casi desierto del hotel y llamaron a Rube Haywood por el teléfono vía satélite; no estaba en el cuartel general de la CIA en Langley, pero lo encontraron en su casa.

Sam puso el teléfono en manos libres y le hizo un rápido resumen de la situación y sus preocupaciones.

—Conozco a un tipo en Long Beach —dijo Rube— que trabajaba para el servicio de seguridad diplomático. Ahora tiene su propio negocio. ¿Quieres que le llame para que mande a un par de los suyos a la casa?

—Te estaríamos muy agradecidos.

—Dame diez minutos.

Llamó en cinco.

—Hecho. Estarán allí dentro de dos horas. Dile a Selma que llevarán tarjetas de identidad: Kozal Security Group. Preguntarán por la señora French.

—Recibido.

—¿No creéis que ya es hora de dar por acabado este asunto? —preguntó Rube—. Ya habéis visto hasta dónde están dispuestos a llegar esos tipos. Nada puede valer tanto.

—Ni siquiera sabemos qué es —dijo Remi.

—Supongo que me habéis entendido. Estoy preocupado por vosotros dos.

—Te lo agradecemos, Rube, pero vamos a seguir este asunto hasta el final.

Haywood exhaló un suspiro.

—Al menos dejad que os ayude.

—¿Qué se te ha ocurrido? —preguntó Sam.

—He ojeado de nuevo el expediente de Jolkov. Hace unos años estaba en Chechenia; creemos que hacía de intermediario para un traficante que vendía AK-47. No costaría mucho colar su nombre en la lista de terroristas más buscados. Con un par de llamadas podría ponerlo en la mira de la DCPJ —respondió. Se refería a la Direction Céntrale Pólice Judiciaire, la versión francesa del FBI—. No hay nada que justifique su arresto, pero podrían retenerlos, a él y a sus compinches, durante un tiempo.

—Hazlo, cualquier pequeña ventaja que nos puedas conseguir nos ayudará.

—El problema es saber si serán capaces de encontrarlo. Dados sus antecedentes, desde luego no se lo pondrá fácil.

Tres horas más tarde, Rube volvió a llamar. La DCPJ había emitido una orden de búsqueda de Jolkov, pero no sabría nada más durante unas horas, si es que tenía suerte. Los franceses, comentó Rube, eran un tanto herméticos a la hora de compartir información.

—¿Supongo que no tendrás una versión francesa de Guido el zapatero-barra-traficante de armas?

—Sam, los franceses se toman muy en serio las leyes de tenencia de armas; no querrás que te pillen con una sin licencia. Pero conozco a un tipo llamado Maurice...

Le dio a Sam el número de teléfono y colgaron.

Remi se levantó el cuello de la chaqueta para protegerse del frío y se acurrucó junto a Sam debajo del paraguas.

—No veo a nadie más.

—Yo tampoco. ¿Nos vamos?

Tras una última mirada a su alrededor salieron del callejón y caminaron por la acera.

Sirviéndose de las artes secretas básicas que Sam había aprendido en Camp Perry, caminaron por las calles al norte de la bahía durante una hora, volvieron sobre sus pasos, entraron en cafés y salieron por la puerta de atrás, siempre atentos a cualquier señal de persecución. Convencidos de que estaban solos, tomaron un taxi y le dijeron al chófer que los llevase a la rué Loge en el puerto Viejo.

Tal como les había prometido el encargado de la compañía de alquiler, en un amarre de la esquina noroeste de la bahía encontraron un Mistral gris de seis metros de eslora. Aunque no era más que una chalupa a motor con una cabina acristalada apenas más grande que una cabina de teléfono, era ancho de manga y disponía de un motor Lombardi. Confiaban en que sirviera a sus propósitos.

Con la llave que el encargado le había enviado con un mensajero, Sam quitó el candado de la guindaleza y los cabos de amarre mientras Remi ponía el motor en marcha. Saltó a bordo y Remi aceleró al tiempo que apuntaba la proa hacia la bocana.

Diez minutos más tarde, el rompeolas apareció a proa. A popa las luces de Marsella, borrosas en la lluvia, se reflejaban en la ondulada superficie del agua. El único limpiaparabrisas se movía suavemente para quitar las gotas de lluvia que caían sobre el cristal de la cabina.

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