El oro de Esparta (26 page)

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Authors: Clive Cussler con Grant Blackwood

—La cigarra estaba allí —añadió Remi—, y parecía una réplica perfecta del sello de Laurent.

—Eso es mejor que nada —opinó Selma—. Estoy haciendo algunos progresos en descifrar las líneas tres y cuatro de la botella, pero en cuanto al resto, nada. Creo saber la razón: hay una tercera clave.

—Explícate —le pidió Sam.

—El libro de Laurent es una clave, y la botella que tenemos es otra, al menos las cuatro primeras líneas lo son. Creo que la tercera clave es otra botella. Necesitamos las tres para cruzar las claves y descifrar el resto de las frases.

—Parece complicado —dijo Remi.

—Quizá lo sea desde nuestra perspectiva, pero tenemos que hacer algunas suposiciones: primero, que Laurent tenía la intención de ocultar las doce botellas del cajón original en ubicaciones separadas, sus flechas en el mapa apuntan a lo que fuese, al final de esto.

—Necesitamos encontrarle un nombre a esto —señaló Sam.

—El oro de Napoleón —sugirió Remi y se encogió de hombros.

—A mí ya me vale.

—De acuerdo, el oro de Napoleón —asintió Selma—. Sospecho que su intención era que funcionase de esta manera: encuentras una botella, la descifras con el libro, después el acertijo te lleva a la siguiente botella...

Sam lo pilló en el acto.

—Entonces utilizas el libro para descifrar el código de la etiqueta, y con la primera botella descifras la siguiente línea.

—Y su acertijo te lleva a otra botella... y así siempre. La buena noticia es, y solo es una suposición, que no creo que haya una secuencia en el código; en otras palabras, Laurent lo diseñó de forma tal que cualquier botella pudiese llevar a otro acertijo.

—Si es así —dijo Remi—, ¿por qué ocultó tres botellas juntas en el castillo?

—No lo sé. Quizá lo averigüemos más adelante.

—Estamos negando la evidencia —manifestó Sam—. Sabemos a ciencia cierta que una botella se perdió; el fragmento del río Pocomoke lo demuestra. Sin esa botella, podríamos estar perdiéndonos el último enigma; aquel que nos señala el oro de Napoleón.

—Pensaba lo mismo —declaró Remi—. Supongo que no lo sabremos hasta haber llegado al final.

—Selma, ¿cuáles son las posibilidades de que la botella que Jolkov encontró en Rum Cay les sirva para algo? —preguntó Sam.

—Muy pocas. A menos que tengan un libro de códigos. Si nos basamos en que no dejan de pisarnos los talones, diría que están perdidos.

—De nuevo negamos la evidencia —señaló Remi—. En algún momento tendremos que hacernos con la botella de Rum Cay.

—Eso significa —afirmó Sam— meternos en la boca del lobo.

Sebastopol

Tres mil doscientos kilómetros al este de Marsella, Hadeon Bondaruk estaba sentado tras su escritorio, con las manos entrelazadas sobre la mesa. Encima de la carpeta de cuero rojo oscuro había una docena de fotos en color de alta resolución, cada una correspondiente a una hilera de símbolos. Por décima vez en una hora, cogió una lupa con luz y observó cada foto, atento a los más mínimos detalles de cada símbolo: el ángulo derecho de cierto cuadrado, la curva de una omega truncada, la inclinación de una media luna... Nada. ¡No había nada!

Tiró la lupa en la mesa y luego pasó el brazo por encima de la carpeta para dispersar las fotos.

A pesar de su valor monetario, la botella en sí era un objeto inútil para sus intereses, y ahora que los Fargo tenían el libro de Arnauld Laurent debía suponer que no tardarían en descifrar el código. Por mucho que deseara culpar a Jolkov por la pérdida del libro, Bondaruk debía admitir que también él había subestimado a los Fargo. Eran buscadores de tesoros, aventureros. Ni él ni Jolkov habían previsto que pudiesen convertirse en semejante problema. O que tuviesen tantos recursos. Quizá tendrían que haberlo hecho. Después de todo parecía lógico suponer que las aventuras de los Fargo los habían puesto en suficientes situaciones complicadas para dotarlos de una gran experiencia.

Así y todo, los recursos de los Fargo no podían compararse con los suyos. Solo en estudiar a Napoleón había gastado centenares de miles de dólares. Sus investigadores habían diseccionado la vida de ese hombre, desde la cuna hasta la sepultura, habían rastreado no solo a todos sus descendientes conocidos, sino también a las docenas de amigos, consejeros y amantes en quienes Napoleón hubiese podido confiar, incluido Arnauld Laurent. Cada libro escrito sobre Napoleón se había incorporado a la base de datos y analizado en busca de pistas. Obras de arte de la época, desde escenas de batallas hasta retratos y bocetos, habían sido examinadas tratando de hallar cualquier dato que pudiese orientarlos: un símbolo en el botón de una casaca, un dedo señalando a algo en el fondo, un libro en un estante detrás de la cabeza de Napoleón...

Como resultado de tantos esfuerzos, pese al dinero gastado y el tiempo invertido, no tenía nada más que una inservible botella de vino y el pictograma de un maldito insecto.

Sonó el teléfono que estaba sobre la mesa, y Bondaruk contestó.

—Soy yo —dijo Vladimir Jolkov.

—¿Dónde has estado? —gruñó Bondaruk—. Esperaba tu llamada anoche. Dime qué ha pasado.

—Los seguimos ayer por la tarde hasta Marsella. Me encontré con ellos y les propuse una tregua y una alianza.

—¿Has hecho... qué? ¡No te dije que hicieses eso!

—Proponer una tregua y mantenerla son dos cosas diferentes, señor Bondaruk. En cualquier caso, no aceptaron.

—¿Dónde están ahora?

—De nuevo en Marsella.

—¿De nuevo? ¿Eso qué significa?

—He tenido que dejar Francia; estoy en La Junquera, al otro lado de la frontera española. La policía francesa me busca. Alguien ha emitido un comunicado.

—Los Fargo. Han tenido que ser ellos. ¿Por qué lo habrán hecho?

—Lo estoy investigando. No tiene importancia. Si se marchan, lo sabré.

—¿Cómo? Jolkov se lo explicó.

—¿Qué pasa con el libro? —preguntó Bondaruk.

—Tengo a un hombre vigilando su casa, pero los Fargo no mentían. Tienen un dispositivo de seguridad muy bueno. Creo que causará más problemas de lo que vale. Dado que sabemos adonde van y cuándo, podemos dejar que hagan el trabajo duro por nosotros.

—De acuerdo.

Bondaruk colgó, fue hasta la ventana y se obligó a respirar hondo para calmarse. Jolkov tenía razón: aún había tiempo. Los Fargo llevaban ventaja, pero todavía tenían un largo camino por delante y muchos obstáculos que vencer antes de llegar al final. Tarde o temprano cometerían un error. Cuando lo hiciesen, Jolkov estaría allí.

34

Sebastopol

Sam salió con el Opel alquilado fuera de la carretera de tierra y se detuvo a un par de metros del borde del precipicio. Faltaba una hora para el ocaso y el sol bajaba hacia el horizonte, tiñendo la superficie del mar Negro con tonos dorados y rojos. Debajo de ellos, los acantilados del cabo Fiolent se sumergían en el agua azul verdosa y, a unos pocos metros de la costa, docenas de escollos afilados asomaban a la superficie, cada uno rodeado por la espuma de la marejada.

A lo lejos se oyó el grito de una gaviota, y después reinó el silencio y solo quedó el sonido del viento que pasaba a través de la ventanilla abierta de Sam.

—Algo inquietante —comentó Remi.

—Solo un poco —convino Sam—. Claro que hace honor a su reputación.

La reputación a la que se refería era la de Hadeon Bondaruk. Conscientes de que necesitaban otra botella para completar las otras frases del código, Sam y Remi habían escogido el único camino que tenían: robar la botella de Bondaruk.

Era una idea peligrosa y hasta cierto punto idiota, pero sus aventuras les habían enseñado muchas cosas, una de las cuales Sam la había llamado la «ley inversa del poder y la presunción de invulnerabilidad». Dado el poder y la fama de Bondaruk, ¿quién en su sano juicio se atrevería a robarle? Tras haber reinado como jefe supremo de la mafia de Ucrania durante tantos años, Bondaruk, como muchos hombres poderosos, había comenzado a creerse su propia fama. Desde luego, él y su propiedad estaban muy bien vigilados, pero, como los músculos que no se han ejercitado durante mucho tiempo, existía la probabilidad de que la seguridad se hubiese relajado; al menos, esa era la teoría.

Por supuesto, ninguno de los dos estaba dispuesto a arriesgarse a tal aventura solo por la intuición, así que le habían pedido a Selma que hiciese un estudio de las posibilidades: ¿había algún punto flaco en la seguridad de Bondaruk? Ella descubrió que los había. Uno, que guardaba su colección de antigüedades en la finca, al cuidado de un pequeño equipo de expertos que mantenían y supervisaban las piezas. Dos, la finca en sí misma era enorme y estaba cargada de historia, algo que, según Selma, podía ofrecerles un camino de entrada.

Bajaron del coche, fueron hasta el borde y miraron al norte. A un kilómetro y medio a lo largo de la ondulante costa, de cara a un puente de piedra que sobresalía del acantilado estaba Jotyn, la finca de cuarenta hectáreas de Bondaruk. El puente, tallado por milenios de erosión, se extendía hasta un pilar de roca que se erguía en el mar como un rascacielos.

El hogar de Bondaruk era un castillo de estilo ruso de Kiev, de cinco pisos con empinados techos de pizarra, ventanas con gabletes y minaretes con las cúpulas acebolladas de cobre, todo rodeado por un muro de piedra bajo y encalado, y por arboledas de hoja perenne.

Jotyn nació a mediados del siglo XVIII como residencia de un jefe del kanato de Crimea, descendiente de una rama escindida de la horda dorada mongol, que en el siglo XVI se había instalado en la zona. Tras cien años de dominio, la familia del jefe había sido reemplazada por las fuerzas rusas moscovitas dirigidas por un comandante cosaco de Zaporozhia que la reclamó como botín de guerra; treinta años más tarde, ocupó su lugar otro oficial más poderoso.

Durante la guerra de Crimea, Jotyn había estado ocupada por Pavel Stepanovich Najimov, el más destacado almirante de la flota del mar Negro del zar Nicolás II, que la utilizó como residencia particular, y después cambió de manos cuatro veces: primero fue museo dedicado al sitio de Sebastopol; luego, cuartel general de la Wehrmacht durante la Segunda Guerra Mundial; después, otra vez residencia veraniega de los altos mandos soviéticos, tras la liberación de la ciudad. Desde 1948 hasta la caída de la Unión Soviética, Jotyn se había convertido en una ruina, y había estado abandonada hasta que Bondaruk la compró al gobierno de Ucrania en 1997.

Dada la historia de la finca, Selma no había tenido mayores problemas en encontrar muchas pistas interesantes, pero al final fue una de las motivaciones humanas más básicas —la codicia— lo que facilitó una grieta en la coraza de Jotyn.

—Repíteme aquella historia —le pidió Sam a Remi mientras observaba la finca a través de los prismáticos.

—Su nombre era Bogdan Abdank —dijo Remi—. Era el cosaco de Zaporozhia que se la quitó a los mongoles.

—Así es.

—Al parecer, Abdank solo era cosaco a tiempo parcial. El resto del tiempo lo dedicaba al contrabando... de pieles, gemas, licores, esclavos y cualquier cosa que se pudiese vender en el mercado negro. El problema era que había otros muchos grupos cosacos y señores de la guerra rusos de Kiev que querían apropiarse del negocio de Abdank.

—Pero el viejo Bogdan era astuto —señaló Sam, entusiasmado con la historia.

—Y muy trabajador.

Según los archivos que Selma había conseguido en la Universidad Nacional Taras Shevchenko de Kiev, Abdank había utilizado mano de obra esclava para excavar, en los acantilados y las colinas que rodeaban Jotyn, una serie de túneles donde ocultar las mercancías. Los barcos de carga que traían visón de Rumania, diamantes turcos o prostitutas de Georgia destinadas a Occidente echaban el ancla en las aguas próximas a Jotyn para descargar en las chalupas, que después desaparecían en la noche para, de nuevo, descargarlo todo en los túneles del contrabandista, debajo de la mansión.

—Así que más cuevas en nuestro futuro —comentó Remi.

—Eso parece. La pregunta es: ¿hasta dónde conoce Bondaruk la historia de Jotyn? Si los túneles existen y lo sabe, ¿habrá decidido cerrarlos?

—Mejor todavía: ¿habrá seguido los pasos de Abdank y los utiliza?

Sam consultó su reloj.

—Bueno, no tardaremos en saberlo.

Tenían que encontrarse con un contacto.

Tal como resultó, la investigación de Selma sobre Jotyn se había convertido en algo así como ir de compras a unos grandes almacenes, pues no solo les había dado una pista de cómo colarse en Jotyn, sino también, con un poco de suerte, un mapa de carreteras para moverse por el lugar.

El encargado de los archivos de la universidad Taras Shevchenko, un hombre llamado Petro Bohuslav, detestaba su trabajo y deseaba con desesperación trasladarse a Trieste, en Italia, y abrir una librería. Después de algunas negociaciones, le había hecho su oferta a Selma: por el precio correcto, estaba dispuesto a compartir una serie de planos de Jotyn aún no archivados, además de su conocimiento personal de la finca.

Sam y Remi se encontraron con él en un restaurante que daba al puerto deportivo de Balaclava, unos pocos kilómetros más allá. Ya era de noche cuando entraron en el restaurante, iluminado con lámparas de aceite en cada mesa. Música folclórica sonaba en los altavoces ocultos por los helechos colgantes. El lugar olía a salchichas y a cebolla.

Cuando entraron, un hombre que estaba sentado en uno de los reservados levantó la cabeza y los observó durante cinco segundos, y después volvió a la lectura de la carta. Una camarera con falda roja y blusa blanca se les acercó. Sam sonrió y señaló al hombre mientras caminaban entre las mesas hasta el reservado.

—¿Señor Bohuslav? —preguntó Remi en inglés.

El hombre alzó la mirada. Tenía el pelo blanco y la nariz roja del bebedor. Asintió.

—Soy Bohuslav. ¿Ustedes son el señor y la señora Jones?

—Así es.

—Siéntense, por favor. —Lo hicieron—. ¿Les apetece comer alguna cosa? ¿Tomar una copa?

—No, gracias —contestó Remi.

—Quieren entrar en Jotyn, ¿no es así?

—Eso no lo hemos dicho —señaló Sam—. Somos escritores y estamos escribiendo un libro sobre la guerra de Crimea.

—Sí, me lo dijo su ayudante. Por cierto, una mujer muy dura.

—Lo es —admitió Remi con una sonrisa.

—¿El libro que están escribiendo es sobre el sitio de Sebastopol o sobre la guerra?

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