Pues no. No era simple, sólo ingenuo. No tenía ningún sentido prestar atención a los mensajes fantasmales y secretos sacados de mis sueños. Sueños que no existían en la realidad, que no dejaban huellas de garras al estilo Freddy Krueger en el mundo real. Lo cierto es que no podía salir de casa y salir a la carretera llevado por una visión psíquica. Yo era un ser lógico y frío. Y, por tanto, salí de casa y fui a por el coche con lógica y frialdad. No tenía la menor idea de adonde me dirigía, pero la necesidad de llegar cuanto antes había cogido las riendas y me azotaba en dirección al aparcamiento donde estaba mi coche. Pero a cincuenta metros de mi apreciado vehículo me detuve como si acabara de chocar contra un muro invisible.
La luz del interior estaba encendida.
Desde luego yo no la había dejado así: era de día cuando aparqué y, por lo que veía desde allí, las puertas estaban bien cerradas. Un ladrón casual habría dejado la puerta entreabierta para evitar el ruido que hacía al cerrarse.
Me acerqué muy despacio, sin saber qué esperaba ver o si de verdad quería verlo. Desde unos diez metros vi que había algo en el asiento del copiloto. Rodeé el coche lentamente y, con los nervios a flor de piel, me decidí a mirar. Y allí estaba. Otra Barbie. Ya empezaba a tener una colección.
Esta iba vestida con una gorrita marinera y una camisa cortada a la altura del pecho. Para completar, unos ajustados pantalones de color rosa. En una mano sostenía un pequeño maletín con la inscripción
CUNARD
impresa en un lateral.
Abrí la puerta y cogí la muñeca. Saqué el maletín de la mano de la muñeca y apreté el resorte que lo abría. Un pequeño objeto cayó de dentro y rodó por el suelo. Lo recogí. Se parecía mucho al anillo de graduación de Deborah. En el interior estaban grabadas sus iniciales,
D. M.
Me dejé caer en el asiento, agarrando la muñeca con manos sudorosas. Le di la vuelta. Le doblé las piernas. Le moví los brazos. ¿Qué hiciste anoche, Dexter? Bueno, estuve jugando a las muñecas mientras un amigo troceaba a mi hermana.
No perdí el tiempo preguntándome cómo había llegado hasta el coche aquella Barbie Sexy y Marinera. Resultaba obvio que se trataba de un mensaje… ¿o era una pista? Pero las pistas deberían apuntar en alguna dirección, y ésta parecía llevarme hacia una totalmente errónea. Tenía a Debbie, eso estaba claro. ¿Pero Cunard? ¿Cómo se conjugaba eso con un matadero tenso y frío? No veía la conexión. Pero la verdad es que sólo había un lugar en todo Miami donde esto cuadrara.
Subí por Douglas y giré a la derecha por Coconut Grove. Tuve que reducir la velocidad para ajustarla al desfile de imbéciles felices que bailaban entre las tiendas y los cafés. Todos parecían tener demasiado tiempo, demasiado dinero, y, aparte de eso, pocas luces. Tardé mucho más de lo necesario en cruzar la zona, pero resultaba un poco absurdo enfadarse cuando uno no tenía muy claro adónde iba. Seguí sin rumbo; tomé Bayfront Drive, crucé hacia Brickle y llegué al centro. No vi ningún neón enorme engalanado con flechas centelleantes y palabras de ánimo que dijera: «¡Vivisección a 2 km!». Pero seguí adelante, acercándome al edificio de American Airlines y, un poco más lejos, a la autopista MacArthur. En el rápido vistazo que pude dar al edificio distinguí la superestructura de un barco de Government Cut, no era de la línea Cunard, por supuesto, pero miré ansioso por descubrir cualquier señal. Me parecía obvio que las indicaciones no conducían a un crucero: demasiada gente, demasiados marineros fisgones. Pero algo cercano, algo relacionado de algún modo…
¿Pero qué significaba eso? No había más pistas. Miré el barco con una insistencia tal que habría podido fundir la cubierta, pero Deborah no bajó por un mástil ni salió bailando por la rampa.
Miré un poco más. Al lado del barco, unas grúas de carga destacaban sobre el cielo nocturno como si fueran restos abandonados de La guerra de las galaxias. Las montañas de cajas de carga apenas resultaban visibles por la sombra de las grúas, pero las había, desordenadas y en grandes cantidades, esparcidas por el suelo como si un niño gigante y aburrido hubiera derribado de un manotazo un juego de construcción. Algunas eran contenedores de almacenaje refrigerados. Y, más allá de esas cajas…
Espera un momento, querido amigo.
¿Quién me susurraba eso, quién murmuraba esas palabras a Dexter, el conductor solitario? ¿Quién estaba sentado detrás de mí? ¿De quién era aquella risa seca que ahora llenaba el asiento de atrás? ¿Y por qué? ¿Qué mensaje flotaba por mi cabeza, vacía y descerebrada?
Contenedores de almacenaje
.
Algunos refrigerados
.
¿Pero a qué venía eso? ¿Qué motivo podía tener para interesarme por un montón de espacios fríos y firmemente cerrados? Ah, ya. Si te pones así.
¿Podía ser éste el lugar que albergaría el futuro museo Dexter Morgan? ¿Con exhibiciones genuinas y en vivo, que incluían una extraña actuación de la única hermana de Dexter?
Giré el volante con decisión, cortando el paso a un BMW con un claxon muy potente. Extendí el dedo anular, conduciendo por una vez en mi vida como un auténtico nativo de Miami, y aceleré en dirección a la autopista.
El crucero estaba a mi izquierda. La zona de cajas y contenedores a la derecha, rodeada por una valla sujeta con cadenas y coronada de alambre. Tomé el camino que accedía hasta allí, luchando contra una marea creciente de certeza y un coro ronco de lo que parecían ser canciones de taberna entonadas por el Oscuro Pasajero. La carretera moría en un puesto de guardia situado antes de llegar a los contenedores. Había una verja custodiada por varios hombres uniformados; no había forma humana de cruzarla sin verse obligado a responder a algunas preguntas bastante embarazosas. Sí, agente, me preguntaba si podría entrar a echar un vistazo. ¿Sabe? Creo que podría ser un buen sitio para que un amigo despedace a mi hermana.
Atajé a través de una línea de conos anaranjados que había en medio de la calzada a unos diez metros de la verja y volví por donde había venido. Ahora el enorme barco quedaba a mi derecha. Giré a la izquierda antes de llegar al puente que llevaba hacia el centro de la ciudad, metiéndome en un área cortada en un extremo por una garita, y por una valla cerrada con cadenas en el otro. La valla estaba alegremente decorada a base de señales que advertían de los variados castigos que caerían sobre quien se atreviera a pasar sin permiso. Los firmaba el servicio de aduanas de Estados Unidos.
Si seguías la valla, llegabas a la carretera principal luego de atravesar un gran espacio que hacía las veces de aparcamiento, y que a estas horas de la noche estaba vacío. Recorrí despacio su perímetro, sin apartar la vista de los contenedores que había a lo lejos. Eran los que procedían de puertos extranjeros y debían pasar por la aduana, y, por tanto, su acceso estaba sometido a fuertes medidas de control. A nadie le sería fácil entrar y salir de esta zona, sobre todo si iba cargado con miembros humanos o algo por el estilo. O bien encontraba un área distinta, o bien me rendía a la evidencia de que estos difusos sentimientos originados por una serie de sueños absurdos y una muñeca escasa de ropa eran una pérdida de tiempo. Y cuanto antes lo admitiera, más posibilidades tenía de encontrar a Deb. No estaba aquí. No había motivo razonable que justificara su presencia.
Por fin un pensamiento lógico. Sólo eso ya me hizo sentir mejor, y no me cabe duda de que habría seguido mi propio consejo de no haber visto un camión aparcado al otro lado de la valla, en cuyo lateral podía verse la siguiente inscripción:
ALLONZO BROTHERS.
La multitud privada que habitaba en la base de mi cerebro cantaba a tanto volumen que sofocó mi propio suspiro, de manera que me acerqué hasta allí y aparqué. El chico listo que había en mí estaba golpeando la puerta principal de mi cerebro y gritando: «¡Deprisa, deprisa! ¡Ve!».
Pero, por el otro lado, el lagarto que también tenía dentro se arrastró hasta la ventana y sacaba la lengua con cautela, así que permanecí un momento sentado antes de salir del coche.
Caminé hasta la valla y me quedé allí, como un actor de reparto en una película de campos de exterminio ambientada en la Segunda Guerra Mundial: los dedos metidos en los agujeros de la valla, mirando con avidez lo que había al otro lado, separado sólo por unos metros pero a la vez inalcanzable. Estaba convencido de que alguien tan inteligente como yo tenía que descubrir el modo de entrar, pero, por si sirve de prueba del lamentable estado mental que me embargaba, la verdad es que era incapaz de encadenar una idea con otra. Tenía que entrar, pero no podía. Y así me quedé, parado ante la valla y mirando hacia dentro, consciente de que todo lo que importaba estaba allí, a sólo unos metros de distancia, y también de mi incapacidad de articular el gigantesco cerebro que poseía para resolver la situación. La mente elige momentos curiosos para irse de paseo, ¿no creen?
Saltó la alarma del despertador del asiento trasero. Tenía que moverme, y sin perder un segundo. Me encontraba en un área vigilada y en actitud sospechosa. Era de noche: en cualquier momento, algún guardia se interesaría por el apuesto joven que fisgaba desde la valla. Tendría que hacer algo, encontrar el modo de entrar, mientras rondaba en el coche. Me aparté de la valla, dedicándole una última mirada llena de cariño. Justo donde mis pies la habían tocado había un hueco apenas visible. Los alambres habían sido cortados hasta abrir un agujero lo bastante grande como para que entrara un ser humano, incluso un tipo adulto como yo. Una tela ocultaba el orificio, sujeta por el peso del camión aparcado para que el viento no se la llevara revelando lo que escondía. Tenía que haber sido realizado recientemente, esta tarde. Después de la llegada del camión. La invitación final.
Volví al coche muy despacio, sintiendo cómo una sonrisa despistada me ascendía por la cara. Hola, agente, sólo estaba dando un paseo. Una noche perfecta para un despedazamiento, ¿no cree? Me metí alegremente en el coche, sin ver nada más que la luna flotando sobre el agua, silbando una feliz melodía mientras yo arrancaba y me alejaba. Nadie parecía prestarme la menor atención: lo único que oía era el coro que entonaba un Aleluya en mi mente. Llevé el coche hasta un aparcamiento cercano a la oficina del barco, a unos cien metros de mi artesana entrada vía de acceso al paraíso. Había otros coches allí. A nadie le extrañaría ver el mío.
Pero, cuando aparcaba, otro coche se detuvo junto a mí, un Chevy azul claro conducido por una mujer. Me quedé un momento inmóvil. Lo mismo hizo ella. Abrí la puerta y bajé.
La inspectora LaGuerta me imitó.
Siempre se me han dado bien las situaciones sociales comprometidas, pero debo admitir que ésta me dejó atónito. La verdad es que no sabía qué decir, y me quedé mirando a LaGuerta, que sostuvo mi mirada sin pestañear y mostrando ligeramente los colmillos, cual felino depredador que vacila entre jugar contigo o devorarte. No se me ocurría ninguna observación que no empezara con un tartamudeo, mientras que ella sólo parecía interesada en observarme. De manera que nos quedamos así durante un momento eterno. Por fin, fue ella quien rompió el hielo con uno de sus agudos comentarios.
—¿Qué hay allí? —preguntó, señalando en dirección a la valla que se erguía a unos cien metros.
—¡Qué sorpresa, inspectora! —grité, con la esperanza de que no siguiera por ese camino, supongo—. ¿Qué hace por aquí?
—Te he seguido. ¿Qué hay allí?
—¿Allí? —dije. Una observación bastante idiota, lo sé, pero, con sinceridad, ya se me habían agotado las réplicas inteligentes y en aquellas circunstancias no podía esperarse que tuviera una idea luminosa.
Inclinó la cabeza y sacó la lengua, dejando que ésta recorriera su labio inferior: lentamente, primero hacia la izquierda, luego a la derecha, izquierda de nuevo, y después de vuelta a la boca. Después hizo un gesto de asentimiento.
—Debes de creer que soy imbécil —afirmó. Bueno, no puede decirse que esa idea no me hubiera pasado por la mente una o dos veces, pero no me pareció el momento oportuno de confesárselo—. Pero quiero que recuerdes que soy inspectora de Homicidios, y que estamos en Miami. ¿Cómo crees que llegué hasta aquí, eh?
—¿Por lo guapa que es? —dije, dedicándole una sonrisa deslumbrante. Un cumplido nunca está de más con una mujer.
Me mostró su encantadora dentadura, aún más brillante por los faros que iluminaban la zona.
—Muy bueno —dijo ella, moviendo los labios hasta que dibujaron una extraña media sonrisa que le hundió las mejillas y la envejeció—. Esa es la clase de mierda que me tragaba cuando creía que te gustaba.
—Claro que me gusta, inspectora —le dije. ¿Con demasiada ansiedad, tal vez? No pareció oírme.
—Ya, por eso me tiras al suelo como si fuera una cerda. Y yo me pregunto, ¿qué he hecho mal? ¿Tengo mal aliento? Y entonces se hace la luz. No soy yo. Eres tú. En ti hay algo raro.
Tenía razón, por supuesto, pero aun así oírlo de sus labios me dolió.
—No sé… ¿A qué se refiere?
Volvió a sacudir la cabeza.
—El sargento Doakes quiere matarte y ni él sabe por qué. Debería haberle hecho caso. A ti te pasa algo. Y me juego el cuello que tienes algo que ver con el caso de las putas.
—¿Algo que ver? ¿De qué está hablando?
La sonrisa que me brindó tenía esta vez un aspecto salvaje, y el acento cubano volvió a su voz.
—Ahórrate la representación para tu abogado. Y para el juez también. Porque creo que te he pillado.
Me contempló con dureza durante un momento y luego sus negros ojos brillaron en la oscuridad. Tenía un aspecto tan inhumano como yo, y eso hizo que un escalofrío me cosquilleara en la nuca. ¿La había subestimado? ¿Era realmente así de buena?
—¿Y por eso me ha seguido?
Más dientes.
—Sí. Exactamente. ¿Por qué estabas parado delante de la valla? ¿Qué hay allí?
Estoy seguro de que, en condiciones normales, se me habría ocurrido antes, pero apelo a su comprensión. No se me pasó por la cabeza hasta ese momento. Pero, cuando lo hizo, fue como una luz centelleante y dolorosa.
—¿Cuándo empezó a seguirme? ¿En mi casa? ¿A qué hora?
—¿Por qué te empeñas en cambiar de tema? ¿Voy bien encaminada, eh?
—Inspectora, por favor… Esto podría ser de una gran importancia. ¿Cuándo y dónde empezó a seguirme?
Me observó durante un minuto, y empecé a comprender que, en realidad, sí la había subestimado. Esa mujer tenía mucho más que instinto político. Parecía estar en posesión de algún talento extra. No acababa de estar convencido de que se tratara precisamente de inteligencia, pero lo que sí tenía era paciencia, y a veces dicha cualidad era mucho más útil en su campo de trabajo. Estaba dispuesta a observarme, esperar y repetir la misma pregunta hasta obtener una respuesta. Y después formularía la pregunta unas cuantas veces más, esperaría y me observaría un poco más, a ver qué hacía. En cualquier otro momento habría podido desesperarla, pero no esta noche. De manera que compuse la expresión más humilde que pude y repetí: