Resultaba obvio que le estaba apartando de los otros para interrogarle, una táctica muy recomendable, pero para ser sinceros no es que la idea me llegara al corazón. Sin saber bien por qué, tenía la absoluta certeza de que ni una sola de esas personas podía realizar la menor contribución significativa. A juzgar por este primer espécimen, uno podía hacer extensiva esta afirmación a toda su vida en general. Esto no era más que aburrido teatro policial, asignado a Deb porque, aunque el capitán creía que había hecho algo bueno, seguía considerándola una pesada. De manera que la había apartado, encomendándole una auténtica e inútil tarea policial que la mantuviera entretenida y fuera de su vista. Y a mí me habían arrastrado hasta allí porque a Deb le apetecía hacerlo. Supongo que quería ver cómo mis poderes extrasensoriales adivinaban qué habían desayunado aquellos pobres corderitos de oficina. Una mirada a la piel de este joven bastaba para asegurar que había tomado pizza fría, una bolsa de patatas y un litro de Pepsi. Le había estropeado el cutis y le había conferido un aire de vacua hostilidad.
Sin embargo, seguí sus pasos mientras el señor Gruñón dirigía a Deborah a una sala de conferencias de la parte trasera del edificio. En el centro había una gran mesa de roble con diez sillas negras de respaldo alto, y en el rincón había un escritorio provisto de un ordenador y un equipo audiovisual. Mientras Deb y el chico de los granos se sentaban y empezaban con los formulismos, yo me dirigí hacia el escritorio. Junto a él, bajo la ventana, había una librería baja. Miré por la ventana. Directamente a mis pies contemplé la creciente turba de reporteros y coches patrulla que rodeaban la puerta por la que habíamos entrado en compañía de Steban.
Eché un vistazo a la librería, diciéndome que con gusto apartaría unos cuantos tomos y me tumbaría allí, pasando olímpicamente de la conversación. Había una pila de carpetas de papel de estraza y, sobre ellas, un objeto pequeño y gris. Era cuadrado y parecía de plástico. Un cable negro iba desde ese objeto a la parte de atrás del ordenador. Lo agité para mover el objeto.
—¡Hey! —dijo el tipo de los granos—. ¡No juegue con la webcam!
Miré a Deb. Ella me miró, y juro que pude ver cómo las aletas de su nariz temblaban como las de los caballos de carreras en la línea de salida.
—¿La qué? —dijo en voz baja.
—La tenía enfocando la entrada —dijo él—. Ahora voy a tener que enfocarla de nuevo. ¿Por qué tienen que andar tocándolo todo?
—Ha dicho webcam —dije a Deborah.
—Una cámara —me dijo ella.
—Sí.
Deb se volvió hacia el Príncipe Azul.
—¿Está en marcha?
Él la miró, boquiabierto, todavía concentrado en mantener el ceño fruncido.
—¿Qué?
—La cámara —dijo Deborah—. ¿Funciona?
Él soltó un gruñido sordo y después se rascó la nariz.
—¿A usted qué le parece? ¿La tendría allí montada si no funcionara? Me costó doscientos pavos. Claro que funciona.
Miré por la ventana siguiendo la dirección adonde apuntaba la cámara, mientras él seguía rezongando.
—Hasta tengo un sitio web y todo: Kathouse.com. La gente puede ver al equipo cuando entra y cuando sale.
Deborah se acercó a mí, y su mirada siguió la mía.
—Enfocaba la puerta —dije.
—Ya —repuso nuestro feliz amiguito—. ¿Cómo va a ver la gente las entradas y salidas del equipo si no?
Deborah le miró fijamente. Unos segundos después el chico enrojeció y bajó los ojos hacia la mesa.
—¿La cámara estaba encendida anoche?
No levantó la cabeza, se limitó a murmurar:
—Claro. Bueno, supongo.
Deborah se volvió hacia mí. Sus conocimientos informáticos se reducían a saber lo suficiente para rellenar informes de tráfico estandarizados y sabía que yo entendía un poco más del tema.
—¿Cómo está programada? —pregunté a la coronilla del tipo, que seguía cabizbajo—. ¿Las imágenes se archivan automáticamente?
Esta vez sí que levantó la mirada. Supongo que se debió a que utilicé el verbo archivar.
—Sí —dijo él—. Las imágenes cambian cada quince segundos y la anterior pasa al disco duro. Normalmente las borro por la mañana.
En ese momento Deborah me apretaba el brazo con tal fuerza que creí que me rompería la piel.
—¿Las has borrado esta mañana? —le preguntó.
El chico desvió la mirada.
—¡Que va! Llegaron ustedes con todos esos gritos y golpes. Ni siquiera he podido abrir el correo.
Deborah me miró.
—Bingo —dije.
—Acércate —ordenó Deborah a nuestro desgraciado amigo.
—¿Eh?
—Que vengas —repitió ella. El chico se levantó despacio, con la boca abierta y sin dejar de frotarse los nudillos.
—¿Qué?
—¿Sería usted tan amable de acercarse, señor? —ordenó Deborah con auténtico estilo de policía veterano, y él se puso lentamente en marcha e hizo lo que le pedía—. ¿Podemos ver las imágenes de anoche, por favor?
Él clavó la vista en el ordenador y luego en mi hermana.
—¿Para qué? —preguntó.
—Ah, la inteligencia humana es inescrutable.
—Porque —dijo Deborah muy despacio y enfatizando cada palabra— creo que podrías haberle sacado una foto al asesino.
La miró, parpadeó y luego enrojeció.
—No puede ser —exclamó.
—Puede ser —contradije yo.
—Asombroso —susurró—. No están de cachondeo, ¿no? Perdón… Bueno, ya me entienden. —Enrojeció aún más.
—¿Podemos ver las fotos? —dijo Deb. Él se quedó inmóvil durante un segundo, después se dejó caer en la silla y movió el ratón. De inmediato la pantalla cobró vida, y el chico se lanzó a teclear y a clicar el ratón con furia—. ¿A qué hora quieren que empiece?
—¿A qué hora se marchan todos? —preguntó Deb.
Él se encogió de hombros.
—Anoche esto estaba vacío. Los últimos debieron de salir sobre…, no sé, ¿las ocho?
—Empieza a medianoche —dije, y él asintió.
—Vale. —Trabajó en silencio durante unos minutos y después murmuró—: Venga. Son sólo seiscientos megahercios. Dicen que con eso basta, pero va taaan lenta, y no… Ya está —dijo de repente.
En el monitor apareció una imagen oscura: el aparcamiento vacío de abajo.
—Medianoche —dijo él, con la vista fija en la pantalla. Tras quince segundos, la imagen se cambió por otra idéntica.
—¿Tenemos que ver cinco horas de esto? —preguntó Deb.
—Avanza rápido —dije—. Busca faros o algo que se mueva.
—Vaaaaale —dijo él. Hizo unos cuantos movimientos rápidos y las imágenes empezaron a pasar a una por segundo. Al principio no variaban mucho: el mismo aparcamiento oscuro, alguna luz brillante en el borde de la imagen. Tras unas cincuenta fotos, una imagen saltó a la vista.
—¡Un camión! —exclamó Deborah.
El gilipollas que teníamos por mascota sacudió la cabeza.
—Son los de seguridad —dijo él. En la siguiente imagen, el coche de seguridad se veía claramente.
Siguió avanzando a través de toda una serie de imágenes, interminables e inmutables. Cada treinta o cuarenta fotos veíamos pasar el mismo vehículo de seguridad, y luego nada. Tras varios minutos de lo mismo, el patrón cambió de pronto al más absoluto vacío.
—Nada —dijo nuestro grasiento amiguito.
Deborah le lanzó una mirada fulminante.
—¿Se estropeó la cámara?
Él la miró y volvió a enrojecer.
—Los tíos de seguridad —explicó—. Son unos capullos. Todas las noches sobre las tres aparcan el coche al otro lado y duermen un rato. —Señaló con un gesto a la serie de imágenes idénticas—. ¿Lo ven? ¡Hola! ¿Señor Seguridad? ¿Un trabajo duro, eh? —Emitió un profundo ruido por la nariz que supuse que era su risa—. ¡No mucho! —Repitió el ronquido y emprendió de nuevo el pase de imágenes.
Y, de repente…
—¡Espera! —grité.
En la pantalla una furgoneta se acercaba a la puerta de abajo. La imagen cambió y vimos a un hombre de pie junto al camión.
—¿Puedes hacer que se vea de más cerca? —preguntó Deborah.
—Dale al zoom —dije antes de que tuviera tiempo de fruncir el ceño. Movió el cursor, marcó la figura oscura de la pantalla y luego apretó el ratón. La silueta se hizo más grande.
—No es que tenga demasiada resolución —dijo el chico—. Los píxeles…
—Cállate —ordenó Deborah. Miraba a la pantalla con tanta intensidad que habría podido fundirla, y cuando vi la imagen comprendí por qué.
Estaba oscuro, y el hombre seguía demasiado lejos como para poder asegurar nada, pero con los pocos detalles que se apreciaban pude distinguir en él un aire extrañamente familiar: el modo en que aparecía congelado en la imagen, el peso apoyado sobre los dos pies, y la impresión general del perfil. Y mientras una creciente ola de susurros sibilantes emergía de las profundidades de mi cerebro y se apoderaba de mí con el impacto de una orquesta sinfónica, me di cuenta de que, en realidad, el tipo se parecía mucho a…
—¿Dexter…? —dijo Deborah, con una voz extrañamente afónica.
Pues sí.
El tío era igual a Dexter.
Estoy bastante seguro de que Deborah llevó al señor Malospelos de vuelta a la sala porque, cuando volví a mirar, estaba sola frente a mí. No tenía aspecto de policía a pesar del uniforme. Parecía preocupada, como si no supiera si gritar o llorar, como una madre que acaba de sufrir una gran decepción de su hijito preferido.
—¿Estás bien?
Su pregunta venía a cuento, lo reconozco.
—He tenido momentos peores —dije—. ¿Y tú?
Le dio una patada a la silla, derribándola.
—Maldita sea, Dexter, ¡ahora no me vengas con juegos de palabras! Dime algo. ¡Dime que no eras tú! —No dije nada—. Bueno, ¡pues dime que eras tú! Dime ALGO. ¡Lo que sea!
Sacudí la cabeza.
—Yo…
La verdad es que no tenía nada que decir, de manera que opté por volver a sacudirla.
—Estoy bastante seguro de que no era yo —dije—. Bueno, al menos eso creo. —Incluso yo tuve la sensación de que tenía ambos pies firmemente asentados en la tierra de las respuestas idiotas.
—¿Qué quieres decir con «bastante seguro»? —inquirió Deb—. ¿Eso significa que no lo estás? ¿Que el tío de la foto podrías ser tú?
—Bueno —dije, una respuesta brillante, dadas las circunstancias—. Tal vez. No lo sé.
—¿Y ese «no lo sé» significa que no piensas decírmelo, o significa que de verdad no sabes si eres tú el tío que salía en la pantalla?
—Estoy bastante seguro de que no era yo, Deb —repetí—. Pero no tengo una certeza absoluta. Se parece a mí, ¿no?
—Mierda —exclamó ella, dándole otra patada a la silla del suelo y haciéndola chocar contra la mesa—. ¿Cómo puedes no saberlo, joder?
—Es algo un poco difícil de explicar.
—¡Inténtalo!
Abrí la boca, pero por una vez en la vida no salió nada. Como si no tuviera ya bastante con todo esto, al parecer también se me había agotado la inteligencia.
—Son… Bueno, he estado teniendo una serie de sueños y… ¡No lo sé, Deb! ¡De verdad! —Mi voz se había convertido en un murmullo.
—¡Mierda, mierda, MIERDA! —dijo Deborah.
Patada, patada, patada. Y no era fácil disentir con su diagnóstico de la situación. Todas aquellas reflexiones que había considerado fruto de mi estupidez y de mis ansias de automutilación me invadieron de nuevo, adoptando esta vez un tono burlón e ingenioso.
Claro que no era yo… ¿cómo podría serlo? ¿Acaso no lo sabría?
Pues al parecer no, guapo. Al parecer no sabías nada de nada. Porque nuestros oscuros y enigmáticos cerebros nos dicen cosas que a veces son reales y a veces no, pero las fotos no mienten.
Deb propinó toda una serie de ataques salvajes sobre la pobre silla y después se irguió. Tenía la cara encendida y unos ojos más parecidos a los de Harry que nunca.
—Muy bien —concluyó—. Esto es lo que hay. —Y cuando parpadeó e hizo una pausa momentánea los dos pensamos que acababa de usar una de las frases de Harry. Y, durante un segundo, Harry estuvo allí, entre Deborah y yo, los dos tan distintos y, a la vez, también sus hijos: dos extrañas muestras de su legado. La espalda de Deb perdió parte de la tensión y por un momento pareció humana, algo que hacía tiempo que no veía. Me miró fijamente y después suspiró.
—Eres mi
hermano
, Dex —dijo, por fin. Intuí que no era eso lo que había pretendido decir al principio.
—No tienes la culpa de eso —repliqué.
—¡Que te jodan, Dex! ¡Eres mi hermano! —gritó, y su furia me pilló completamente desprevenido—. No sé qué os llevabais entre manos papá y tú. Esos secretos de los que nunca hablabais. Pero sí sé qué haría él en mi lugar.
—Entregarme —dije, y Deborah asintió. Algo le brillaba en el rabillo del ojo.
—Eres mi única familia, Dex.
—Menuda ganga, ¿no?
Se volvió hacia mí y vi sus ojos llenos de lágrimas. Se limitó a mirarme durante un largo instante. Contemplé cómo una lágrima le caía del ojo izquierdo y le rodaba por la mejilla. Se la secó, recuperó la calma e inspiró profundamente, desviando la vista hacia la ventana.
—Tienes razón —dijo—. Él te entregaría. Y eso es lo que voy a hacer. —Evitaba mirarme, sus ojos estaban fijos en la ventana, observando algún punto del horizonte—. Tengo que terminar con este interrogatorio. Voy a dejar que seas tú quien decida si esta prueba es o no válida. Llévatela a casa, insértala en el ordenador y averigua lo que tengas que averiguar. Y cuando haya terminado con esto, antes de salir de servicio, iré a tu casa a buscarla y a escuchar lo que tengas que decir. —Echó una ojeada al reloj—. Las ocho. Si entonces creo que debo entregarte, lo haré. —Volvió a clavar su mirada en mí—. Joder, Dexter —dijo en voz baja antes de salir.
Me acerqué hasta la ventana y eché un vistazo con mis propios ojos. A mis pies el círculo formado por polis, reporteros y tíos desgarbados seguía girando, inmutable. Más allá, al otro lado del aparcamiento, se veía la autopista, llena del fragor de coches y camiones que zumbaban a ciento cincuenta kilómetros por hora, la velocidad máxima en Miami. Y más allá, en la distancia, aparecían las siluetas de los edificios que conformaban el perfil de la ciudad.
Y aquí, en primer plano, estaba el débil y confundido Dexter, mirando por la ventana a una ciudad que no hablaba y que, aunque pudiera hacerlo, no le habría dicho nada.
Joder, Dexter
.
No sé cuánto tiempo me pasé en la ventana, pero finalmente se me ocurrió que las respuestas no estaban allí. Si las había, tenían que estar en el ordenador del capitán Granos. Me volví hacia el escritorio. El aparato tenía grabadora de CD, y en el primer cajón encontré una caja de CD regrabables. Inserté uno, copié toda el archivo de imágenes y después lo extraje. Lo sostuve en el aire y lo miré; no tenía mucho que decir, y supongo que el débil cloqueo que creí oír de la oscura voz del asiento de atrás fue fruto de mi imaginación. Pero, sólo para asegurarme, eliminé el archivo del disco duro.