Estoy sobre la mujer, viéndola debatirse y tensarse contra la cinta aislante que la sujeta, observando cómo el terror asoma a sus ojos vacíos hasta explotar en la más pura expresión de desesperación, y siento que me invade esa gran y maravillosa oleada que impulsa el brazo que sostiene el cuchillo. Y así, mientras empuño el cuchillo para empezar
…
Pero ésta no es la primera. Porque debajo de la mesa hay otra, ya seca y pulcramente envuelta. Y en el extremo opuesto hay una más, esperando su turno, el rostro convertido en la máscara de desesperanza más terrorífica de todas cuantas he visto jamás; aunque se trata de algo en cierto modo familiar y necesario, esta negación tan completa de que exista cualquier otra posibilidad me impregna de una energía limpia y pura, más contagiosa que
…
Tres. Esta vez son tres
.
Abrí los ojos. Me vi en el espejo. Hola, Dexter. ¿Otro sueñecito, colega? Interesante, ¿no? Esta vez tres… Pero sólo ha sido un sueño. Nada más. Me sonreí en un intento de mover los músculos faciales. Fracaso total. Y, por delirante que hubiera sido, ahora estaba despierto y lo único que quedaba de él eran una resaca y las manos mojadas.
Lo que debería haber sido un placentero interludio de mi subconsciente me tenía tembloroso, inseguro. Estaba lleno de temor ante la idea de que mi mente se hubiera largado de la ciudad dejándome atrás para pagar el alquiler. Pensé en las tres compañeras de juegos, cuidadosamente atadas, y sentí el deseo de volver allí y terminar lo empezado. Pero pensé en Harry y supe que no podría. Estaba atrapado entre un recuerdo y un sueño, y no sabría decir cuál de los dos resultaba más atrayente.
Esto ya no tenía ninguna gracia. Quería mi cerebro de siempre.
Me sequé las manos y volví a la cama, pero el pobre y disminuido Dexter ya no iba a conciliar el sueño. Me limité a tumbarme boca arriba y observar las sombras oscuras que surcaban el techo hasta que, a las seis menos cuarto, sonó el teléfono.
—Tenías razón —dijo Deb en cuanto descolgué.
—No sabes lo bien que me sienta oírlo —dije, haciendo un gran esfuerzo para mostrarme tan brillante como era antes—. ¿Y sobre qué tengo razón?
—En todo —dijo Deb—. Estoy en la escena de un crimen en Tamiami Trail. ¿Adivinas de quién se trata?
—¿Acerté?
—Es él, Dexter. Tiene que serlo. Y desde luego es apabullante.
—¿Apabullante en qué sentido, Deb? —pregunté, pensando tres cuerpos, con la esperanza de que no lo dijera y alterado por la certeza de que lo haría.
—Tres víctimas parecen indicar un asesinato múltiple —repuso ella.
Un espasmo me atravesó desde el estómago, como si me hubiera tragado unas pilas vivas. Pero hice un gran esfuerzo para dar una réplica inteligente, típica de mí.
—Maravilloso, Deb. Empiezas a hablar como si estuvieras redactando un informe sobre homicidios.
—Bueno, la verdad es que empiezo a creer que escribiré uno algún día. De lo único que me alegro es que no sea éste. Es demasiado raro. LaGuerta no sabe qué pensar.
—Ni siquiera sabe cómo pensar. ¿Qué tiene eso de raro, Deb?
—Tengo que irme —dijo Deborah, de repente—. Ven hacia aquí, Dexter. Tienes que verlo.
Cuando llegué, una multitud, formada en su mayor parte por reporteros, se agolpaba en triple fila en torno a la barrera. Siempre cuesta abrirse paso entre una nube de reporteros que huele el rastro de la sangre. Tal vez no lo crean, ya que con las cámaras parecen imbéciles descerebrados con serios desórdenes alimenticios, pero pónganlos en una barricada policial y presenciarán el milagro. Se vuelven fuertes, agresivos, diligentes, y a la vez capaces de arrasar lo que sea y a quien sea y pisotearlo hasta hundirlo en la tierra. Es algo parecido a las historias con madres de mediana edad que levantan un camión cuando su hijo está atrapado debajo. La fuerza les viene de algún lugar misterioso y, sea como sea, cuando hay vísceras en juego, estas criaturas anoréxicas pueden abrirse paso hasta en la jungla. Y sin ni siquiera despeinarse.
Por suerte para mí, uno de los guardias de la barricada me reconoció.
—Dejadle pasar, chicos —dijo a los reporteros—. Apartaos.
—Gracias, Julio —dije al poli—. Parece que hay más reporteros cada año.
—Alguien debe de estar clonándolos. Para mí todos tienen la misma pinta —dijo con un gruñido.
Crucé por debajo de la cinta amarilla, y mientras me dirigía al extremo opuesto, tuve la extraña sensación de que alguien estaba descomponiendo el contenido de oxígeno de la atmósfera de Miami. Me detuve cuando llegué junto a un edificio en construcción. Se trataba con toda probabilidad de un bloque de oficinas de tres pisos, de la clase que ocupan los empresarios de segunda fila. Y al dar un paso más, siguiendo la actividad que rodeaba aquella estructura a medio construir, supe que no se trataba de ninguna coincidencia. Con este asesino nada era una coincidencia. Todo era deliberado, cuidadosamente medido para causar un impacto estético, explorado en función de una necesidad artística.
Estábamos en una obra porque así debía ser. Ese individuo estaba proclamando algo, tal y como yo le había predicho a Deborah.
Os habéis equivocado de individuo
, decía.
Habéis encerrado a un cretino porque eso es lo que sois, cretinos. Sois demasiado idiotas para verlo a menos que os lo pase por las narices, ¿no? Pues allá va
.
Pero lo peor de todo, peor que ese mensaje destinado a la policía y al público en general, era que estaba hablando conmigo, burlándose de mí con esa cita de mi propia y apresurada obra. Había llevado los cadáveres a un edificio en construcción porque yo había hecho lo mismo con Jaworski. Estaba jugando conmigo al ratón y al gato, mostrándonos a todos lo bueno que era y aprovechando la ocasión para decirle a alguien —a mí— que estaba al acecho.
Sé lo que hiciste y también yo puedo hacerlo. Y mejor
. Supongo que eso debería haberme inquietado un poco.
Pero no lo hizo.
En realidad casi me hizo sentir popular, como si fuera una estudiante que contempla cómo el capitán del equipo de rugby tartamudea pidiéndole una cita. ¿Te refieres a mí? ¿De verdad? ¿A alguien como yo? Perdonadme si hago tremolar mis pestañas.
Tomé aire con fuerza e intenté recordarme que yo era una buena chica incapaz de hacer cosas como ésa. Pero sabía que él las hacía, y lo que más deseaba era ir con él. Harry… Por favor…
Porque además de las actividades interesantes que me proponía este nuevo amigo, necesitaba encontrar a este asesino. Tenía que verle, hablar con él, probarme a mí mismo que era real y que…
¿Qué?
¿Que no era yo?
¿Que no era yo quien hacía esas cosas tan horribles e interesantes?
¿Por qué pensar en eso? No era sólo una idiotez: era un pensamiento que no merecía que mi cerebro, antes algo de lo que enorgullecerme, le prestara la menor atención. Excepto porque… Ahora que la idea había penetrado en mí, no podía contentarme con tomar asiento y comportarme como es debido. ¿Y si de verdad había sido yo? ¿Y si, de algún modo, había hecho todo eso sin darme cuenta? Imposible, por supuesto, totalmente imposible, pero…
Me despierto en el lavabo, lavándome la sangre de las manos después de un «sueño» en el que con cuidado y regocijo me mancho de sangre haciendo cosas con las que normalmente sólo me permito soñar. Sin saber cómo, poseo información sobre toda la cadena de asesinatos, datos que no debería saber a menos que…
A menos que nada. Tómate un calmante, Dexter. Empieza de nuevo. Respira hondo, imbécil: que entre el aire bueno y salga el malo. Esto no era más que otro síntoma de mi reciente debilidad mental. Lo que me pasaba era que, debido a la tensión originada por una vida tan limpia, me estaba volviendo senil antes de tiempo. Había experimentado un par de momentos de estupidez humana en las últimas semanas. ¿Y qué? Eso tampoco probaba necesariamente que fuera humano. Ni tampoco que de repente tuviera sueños creativos.
No, claro que no. Bien; no significaba nada de eso. Entonces… hmmm… ¿qué significaba?
Había supuesto que me estaba volviendo loco, ni más ni menos, los tornillos se me caían a puñados. Muy reconfortante, pero si era capaz de suponer eso, ¿por qué no admitir la posibilidad de haber cometido toda una serie de deliciosos crímenes sin recordarlos, excepto en forma de sueños fragmentados? ¿Acaso la locura era más fácil de aceptar que la inconsciencia? Al fin y al cabo, era sólo un paso más en la carrera de sonambulismo: andar en sueños, matar en sueños. Seguro que era más común de lo que creía. ¿Por qué no? ¿No cedía ya el asiento del conductor de mi conciencia al Oscuro Pasajero cuando a éste le apetecía salir a dar una vuelta? Tampoco suponía un paso tan enorme aceptar que lo que sucedía aquí era lo mismo, aunque de una forma ligeramente distinta. El Oscuro Pasajero se limitaba a llevarse el coche mientras yo dormía.
¿Cómo explicarlo de otro modo? ¿Que me proyectaba astralmente en sueños y conectaba mis vibraciones con el aura del asesino debido a alguna conexión en una vida anterior? Sí, eso tendría sentido… si estuviéramos en el sur de California. En Miami no era un argumento muy convincente. Así pues, si entraba en esa obra a medio construir y descubría tres cadáveres dispuestos de una forma que parecía querer decirme algo, tendría que considerar la posibilidad de que fuera yo el autor del mensaje. ¿No tenía eso más sentido que creer que estaba conectado a alguna clase de
party line
subconsciente?
Había llegado a la escalera exterior del edificio. Me detuve un momento y cerré los ojos, apoyándome contra la pared de hormigón. Estaba un poco más fresca que el aire, y era áspera al tacto. Froté la mejilla contra ella, sintiendo una mezcla de dolor y placer. No importaba lo mucho que deseara subir y ver lo que había que ver, tenía las mismas ganas de no ver nada en absoluto.
Habla conmigo
, susurré al Oscuro Pasajero.
Dime qué has hecho
.
Pero no hubo respuesta, por supuesto, al margen de aquel cloqueo frío y distante habitual. Y eso no me servía de nada. Me sentía enfermo, atacado de un leve vértigo, perplejo, y no me gustaba sentir que sentía ese tipo de cosas. Realicé tres prolongadas inspiraciones, me incorporé y abrí los ojos.
A unos diez metros estaba el sargento Doakes mirándome, justo desde la escalera, con un pie en el primer peldaño. Su rostro era una máscara siniestra grabada con una curiosa hostilidad, como la expresión de un rottweiler que quiere arrancarte los brazos pero está levemente interesado en saber primero qué sabor deben de tener. Y había algo en esa expresión que no había visto nunca en ninguna otra cara, excepto en el espejo. Era un vacío profundo y abisal capaz de penetrar entre la charada cómica de la vida humana y leer la letra pequeña.
—¿Con quién hablabas? —me preguntó mientras mostraba sus dientes brillantes y voraces—. ¿Llevas a alguien escondido dentro?
Sus palabras y el tono en que las dijo me atravesaron por la mitad reduciendo mi interior a gelatina. ¿Por qué elegir precisamente esas palabras? ¿Qué quería decir con «alguien escondido dentro»? ¿Acaso sabía de la existencia del Oscuro Pasajero? ¡Imposible! A menos que…
Doakes sabía lo que era yo.
Del mismo modo que yo había reconocido a la Ultima Enfermera. Lo que llevamos dentro se abre paso entre el vacío cuando reconoce a otros de su calaña.
¿Acaso el sargento Doakes también cargaba con un Oscuro Pasajero? ¿Cómo era posible?
¿Un sargento de Homicidios, un depredador como el siniestro Dexter? Increíble. ¿Pero cómo explicarlo de otro modo? No se me ocurría ninguna otra explicación y me limité a mirarle fijamente durante un largo rato. Me sostuvo la mirada.
Por fin sacudió la cabeza, sin dejar de observarme.
—Uno de estos días… —dijo él—. Tú y yo.
—Espero su invitación —le dije con toda la alegría que pude reunir—. Mientras tanto, si me disculpa…
Se quedó allí, ocupando la escalera por completo y sin hacer otra cosa que mirarme a los ojos. Pero finalmente asintió ligeramente con la cabeza y se apartó.
—Uno de estos días —repitió cuando le adelanté escaleras arriba.
El impacto de este encuentro había servido para sacudirme al instante de toda aquella ola de autocompasión. Claro que no me dedicaba a cometer asesinatos en estado inconsciente. Dejando a un lado lo ridícula que era la idea, sería una pérdida increíble hacer esas cosas para luego no recordarlas. Debía haber alguna otra explicación, algo puro y simple. Seguro que en los alrededores había más de uno capaz de llevar a cabo obras tan creativas. Al fin y al cabo, estaba en Miami, rodeado de criaturas tan peligrosas como el sargento Doakes.
Subí las escaleras a toda prisa, sintiendo cómo la adrenalina me invadía de nuevo, siendo casi yo mismo otra vez. Mis pasos avanzaban a un ritmo saludable, que obedecía sólo en parte al hecho de estar escapando del bendito sargento. Más que eso, estaba ansioso por ver este último ataque contra el bienestar público: curiosidad natural, nada más. Y, desde luego, no iba a encontrar huellas mías.
Llegué al segundo piso. Ya habían colocado parte de los tabiques, pero la mayor parte del suelo seguía sin paredes. Cuando avanzaba por el descansillo hacia el área principal, vi a Angel-nada-que-ver inmóvil, agachado en el centro del suelo. Tenía los codos apoyados en las rodillas, las manos sosteniendo su cara, y se limitaba a mirar hacia delante. Me paré y le contemplé, asombrado. Era una de las escenas más notables que había visto en mi vida: un técnico de homicidios de Miami reducido a la inmovilidad por lo que ha hallado en el escenario de un crimen.
Y el hallazgo en sí era aún más interesante.
Era una escena sacada de algún oscuro melodrama, un vodevil de vampiros. Al igual que en la obra donde yo había acabado con Jaworski, había un cargamento de cartón yeso envuelto con plástico. Lo habían tirado contra un muro, y ahora quedaba cubierto por la luz propia de las obras, más las añadidas por el equipo de investigación.
Sobre el cartón yeso, erguido en forma de altar, había un banco de trabajo portátil, dispuesto con toda la intención de que la luz le diera de lleno, o mejor dicho, con la intención de que la luz iluminara sólo lo que había en su parte superior.
Era, por supuesto, una cabeza de mujer, y en la boca le habían metido un espejo retrovisor, lo que provocaba que su rostro mostrara una mueca de sorpresa casi cómica.