—Papá —dijo Deborah, tomándole de la mano—. Dexter está aquí.
Harry abrió los ojos y la cabeza rodó hacia nosotros, casi como si una mano invisible la hubiera empujado desde el extremo opuesto de la almohada. Pero ésos no eran los ojos de Harry. Eran fosos azules y tenebrosos, huecos vacíos, deshabitados. El cuerpo de Harry quizás estuviera vivo, pero él no estaba en casa.
—No está bien —dijo la enfermera—. Ahora sólo intentamos que no sufra.
Y se concentró en coger una larga aguja hipodérmica de una bandeja, a llenar la jeringuilla y a sostenerla erguida para expulsar la burbuja de aire.
—Espere… —Fue tan débil que al principio creí que se trataba del respirador. Recorrí la habitación con la mirada y por fin posé la vista en lo que quedaba de Harry. Tras el vacío oscuro de sus ojos brillaba una pequeña chispa—. Espere… —repitió, señalando a la enfermera.
Ella no le oyó, o bien optó por no hacerle caso. Avanzó hacia su lado y levantó con cuidado aquel brazo seco, empezando a frotarlo con un poco de algodón.
—No… —musitó Harry, de forma casi inaudible.
Miré a Deborah. Parecía la representación perfecta de la incertidumbre formal. Volví a mirar a Harry. Sus ojos atraparon los míos.
—No… —repitió, y ahora sus ojos reflejaban algo muy cercano al terror—. La inyección… No…
Di un paso adelante y detuve el brazo de la enfermera, justo antes de que clavara la aguja en la vena de Harry.
—Espere —dije. Me miró, y por una minúscula fracción de segundo algo brilló en sus ojos. Casi retrocedí al verlo. Se trataba de una ira fría, un sentido inhumano, reptil, de los deseos propios, la creencia de que el mundo era su terreno de juego. Fue sólo un resplandor, pero no me cabía duda. Quería clavarme la aguja en el ojo por interrumpirla. Quería hundírmela en el pecho y retorcerla hasta sacarme las costillas, hasta reventarme el corazón y sostenerlo en sus manos para estrujarlo, retorcerlo y arrancarme hasta el último soplo de vida. Era la mirada de un monstruo, de un cazador, de un asesino. De un depredador, un ser malvado y sin alma.
Como yo.
Pero la sonrisa automática volvió muy deprisa.
—¿Qué pasa, cielo? —dijo, siempre tan dulce, tan perfecta y tan profesional. La Última Enfermera.
La lengua casi no me cabía en la boca y creo que tardé varios minutos en contestar, pero por fin me las arreglé para decir:
—No quiere que le pongan esa inyección.
Ella volvió a sonreír, un hermoso gesto que dio a su rostro un aire de sabia bendición.
—Tu papá está muy enfermo —dijo—. Siente mucho dolor. —Sostuvo la aguja erguida y un rayo de luz melodramático, procedente de la ventana, la hizo resplandecer. La aguja centelleó como si fuera su Santo Grial particular—. Necesita una inyección.
—Pero no la quiere —dije.
—Está sufriendo mucho.
Harry dijo algo que no alcancé a oír. Mi mirada se enfrentó con la de la enfermera, dos monstruos luchando por la misma carne. Sin apartar los ojos de ella me incliné hacia Harry.
—QUIERO… el dolor —dijo Harry.
Esto me hizo mirarle. Detrás de aquel esqueleto viviente, al abrigo de aquella hendidura que de repente parecía demasiado grande para su cabeza, Harry había vuelto y estaba luchando contra la niebla. Asintió, llevó la mano muy despacio hacia la mía y la apretó.
Volví a mirar a la Ultima Enfermera.
—Quiere el dolor —le dije, y escondido en el fruncimiento de cejas, en la arrogante sacudida de la cabeza, escuché el bramido de la bestia salvaje observando cómo la presa se le escurría por la madriguera.
—Tendré que hablar con el doctor —dijo ella.
—Muy bien —repliqué—. Esperaremos aquí.
La vi salir hacia el pasillo, cual ave grande y letal. Sentí una presión en la mano. Harry me observaba mientras yo observaba a la Última Enfermera.
—Tú… lo sabes… —dijo Harry.
—¿Me hablas de la enfermera? —pregunté. Cerró los ojos y asintió, sólo una vez—. Sí. Lo sé.
—Le gusta… lo que a ti… —dijo Harry.
—¿Qué? —interrumpió Deborah—. ¿De qué estáis hablando? Papá, ¿te encuentras bien? ¿Qué significa que le gusta lo que a él?
—Dice que le gusto —mentí—. Cree que la enfermera se ha encaprichado de mí, Deb.
Volví a mirar a Harry.
—Ah, eso —murmuró Deborah, pero yo ya estaba concentrado sólo en Harry.
—¿Qué ha hecho? —le pregunté.
Intentó sacudir la cabeza, pero sólo consiguió realizar un pequeño gesto. Contrajo la cara. Comprendí que volvía el dolor, tal y como había querido.
—Demasiada… —dijo él—. Pone… demasiada… —La voz se le fue y cerró los ojos. No puede decirse que tuviera uno de mis mejores días, porque al principio no entendí a qué se refería.
—¿Demasiada qué? —pregunté.
Harry abrió un ojo, impregnado de dolor.
—Morfina —susurró.
Sentí como si me invadiera una gran ráfaga de luz.
—Sobredosis —dije—. Mata por sobredosis. Y en un lugar como éste, donde puede decirse que su trabajo casi consiste en eso, nadie le hará preguntas, ni por qué, ni…
Harry volvió a apretarme la mano y dejé de balbucear.
—No la dejes —dijo con voz ruda y haciendo gala de una fuerza sorprendente—. No dejes… que vuelva a drogarme.
—Chicos, por favor —dijo Deborah en un tono que bordeaba el enojo—, ¿de qué estáis hablando?
Miré a Harry, pero éste, víctima de una súbita ola de dolor, cerró los ojos.
—Bueno, cree… —empecé, y paré enseguida. Deborah no tenía la menor idea de lo que era yo, claro, y Harry me había dado instrucciones muy precisas de mantenerla en la ignorancia. Cómo contarle esto sin revelar más de lo necesario era todo un problema—. Cree que la enfermera le da demasiada morfina —dije por fin—. A propósito.
—Eso es una locura —dijo Deb—. Se trata de una enfermera.
Harry abrió los ojos pero no dijo nada. Y, para ser sincero, tampoco a mí se me ocurría nada que decir ante la increíble ingenuidad de Deb.
—¿Qué quieres que haga? —pregunté a Harry, Harry me estuvo mirando durante mucho rato. Al principio creí que el dolor le había enturbiado la mente, pero al mirarle a los ojos advertí que Harry estaba allí. Tenía la mandíbula tan apretada que creí que los huesos le reventarían la flácida capa de piel, y los ojos tan claros y agudos como siempre, como el día en que me dio la solución a mis impulsos.
—Detenla —dijo por fin.
Sentí un escalofrío que me ascendía por la columna. ¿Detenerla? ¿Era eso? ¿Quería decir, de verdad, detenerla? Hasta el momento Harry me había ayudado a controlar al Oscuro Pasajero, alimentándolo de animalitos domésticos, cazando ciervos; en una gloriosa ocasión había ido con él a cazar a un mono salvaje que había estado aterrorizando a todo un barrio del sur de Miami. Había estado tan cerca de…, era tan humano…, pero no del todo, claro. Y juntos habíamos recorrido todos los pasos teóricos de la cacería, la colocación de pruebas, etcétera, etcétera. Harry sabía que algún día Eso sucedería y quería que yo estuviera a la altura. Siempre me había alejado de Hacer Eso. Pero ahora… Detenerla. ¿Quería decir Eso?
—Voy a hablar con el médico —dijo Deborah—. Él le dirá que ajuste la dosis.
Abrí la boca para decir algo, pero Harry me apretó la mano y asintió una sola vez, con gran esfuerzo.
—Ve —dijo, y Deborah le miró durante un momento antes de salir en busca del doctor. Cuando se fue, la estancia se llenó de un crudo silencio. Sólo podía pensar en lo que Harry acababa de decir: «Detenla». Y no se me ocurría ninguna otra forma de interpretarlo, excepto de que por fin me estaba dejando suelto, me daba permiso para hacer Eso de verdad. Pero no me atrevía a preguntarle si era eso lo que implicaban sus palabras por miedo a que me dijera que se refería a otra cosa. Así que me quedé allí plantado, durante un rato eterno, contemplando el ventanuco que daba al jardín, donde unos parterres de flores rojas rodeaban una fuente. Pasó el tiempo. Se me secó la boca.
—Dexter… —dijo Harry por fin.
No contesté. No se me ocurría nada que fuera oportuno.
—Es así… —dijo Harry, lenta y dolorosamente, y mis ojos se posaron en los suyos. Al ver que por fin le prestaba atención, me dedicó una media sonrisa tensa—. Pronto… ya no estaré. No podré evitar que… seas quien eres.
—Que sea lo que soy, papá —dije.
Desdeñó el comentario con su mano débil y huesuda.
—Más pronto o más tarde… necesitarás hacérselo a alguien —dijo él, y sentí que el corazón me daba un vuelco de alegría al pensarlo—. Alguien que… lo necesite.
—Como la enfermera —dije casi sin mover los labios.
—Sí —dijo él, cerrando los ojos durante un momento muy largo. Cuando volvió a hablar, la voz le fallaba por el dolor—. Ella lo necesita, Dexter. Es… —Trató de tomar aliento. Oí cómo la lengua chocaba con las secas paredes de la boca—. Mata pacientes… deliberadamente… con sobredosis… matándolos… a propósito… Es una asesina, Dexter… Una asesina…
Me aclaré la garganta. Me sentía algo torpe y confundido, pero al fin y al cabo éste era uno de los momentos importantes en la vida de un hombre joven.
—¿Quieres…? —pregunté, pero me detuve porque se me quebró la voz—. ¿Te parece bien que… la detenga, papá?
—Sí —dijo Harry—. Detenla.
Por alguna razón yo precisaba tener una certeza absoluta.
—Te refieres a… ¿como hemos hecho otras veces? ¿Como con el mono, por ejemplo?
Los ojos de Harry estaban cerrados y una marea de dolor lo alejaba visiblemente. Tomó aliento, sin fuerzas.
—Haz con ella… lo mismo que con el mono. —La cabeza le cayó ligeramente a un lado, y empezó a respirar, alientos rápidos y roncos.
Bien.
Ya estaba.
«Haz con ella lo mismo que con el mono». Tenía incluso cierto ritmo. Claro que, en el bullicio de mi enloquecido cerebro, todo sonaba a música. Harry me soltaba las riendas. Tenía su permiso. Habíamos hablado de que algún día esto llegaría, pero siempre me había contenido. Hasta ahora.
Ahora.
—Hemos hablado… de esto —dijo Harry, con los ojos todavía cerrados—. Ya sabes… qué hay que hacer…
—Acabo de hablar con el médico —dijo Deborah, entrando en la habitación—. Vendrá en un momento y ajustará las dosis.
—Bien —dije, sintiendo que algo crecía en mi interior, desde la base de la columna vertebral y hasta la cabeza, una corriente eléctrica que me envolvía cubriéndome como si fuera un manto oscuro—. Voy a hablar con la enfermera.
Deborah se quedó perpleja, quizá por mi tono de voz.
—Dexter… —dijo mi hermana.
Hice una pausa, luchando por controlar la alegría salvaje que sentía que iba a desbordarse.
—No quiero que se produzca ningún malentendido —dije. La voz me sonó rara incluso a mí. Me alejé de Deborah antes de que pudiera ver bien la expresión de mi cara. Y en el pasillo de aquel hospital, abriéndome paso entre montañas de sábanas blancas, limpias y almidonadas, sentí cómo el Oscuro Pasajero dirigía mis actos por vez primera. Dexter quedaba en segundo plano, casi invisible, reducido a las coloreadas rayas de un tigre salvaje y transparente. Me fundí en él, casi imperceptible a la vista, pero yo estaba allí, y empecé la caza, empecé a trazar círculos en el aire en busca de mi presa. En aquel tremendo fogonazo de libertad, cuando me dirigía a Hacerlo por vez primera, autorizado por Harry todopoderoso, me desvanecí, me difuminé, dando paso a mi propio y oscuro yo, mientras que el otro yo se agachaba y aullaba. Lo haría, por fin. Por fin haría aquello para lo que había sido creado.
Y lo hice.
Y lo había hecho. Hace tiempo, pero el recuerdo sigue vivo en mí. Conservaba aquella primera gota de sangre en su placa correspondiente. Era la primera, y podía rememorar aquella experiencia sólo con sacar la pequeña placa y mirarla. Lo hacía de vez en cuando. Había sido un día muy especial para Dexter. La Ultima Enfermera se había convertido en la Primera Jugadora, y había abierto tantas puertas maravillosas para mí. Había aprendido tanto, descubierto tantas cosas nuevas.
¿Pero por qué recordar ahora a la Ultima Enfermera? ¿Por qué toda esta serie de recientes acontecimientos parece desplazarme en el tiempo? No podía permitirme el lujo de recordar la primera vez que me puse pantalón largo. Tenía que pasar a la acción, tomar importantes decisiones e iniciar actos trascendentes. En lugar de dejarme mecer plácidamente por el túnel de la memoria, regodeándome en dulces recuerdos de mi primera placa de sangre.
Que, ahora que caía en la cuenta, no había recogido de Jaworski. Era la clase de detalle minúsculo y sin importancia que convertía a los hombres de acción en débiles y temblorosos neuróticos.
Necesitaba
esa placa. Sin ella, la muerte de Jaworski era inútil. Todo ese episodio idiota era ahora algo más que una locura impulsiva y estúpida: estaba incompleto. No tenía placa.
Sacudí la cabeza, intentando conectar de forma espasmódica dos células grises en la misma sinapsis. En parte deseaba sacar la lancha para dar un paseo matutino. Quizás el aire de mar me borraría la estupidez del cráneo. O podía dirigirme hacia el sur, hacia Turkey Point, y esperar que la radiación me provocara una mutación y me transformara en una criatura racional. Pero, en su lugar, hice café. La verdad es que no tenía la placa de Jaworski. Esto malograba toda la experiencia. Sin ella, bien podía haberme quedado en casa. O casi. Claro que también había habido otras recompensas. Sonreí con avidez al recordar la mezcla de luz de luna y gritos sofocados. Oh, menudo monstruito loco había sido. Un episodio distinto a cualquiera de los otros. Estaba bien romper con la aburrida rutina de vez en cuando. Y también estaba Rita, claro, pero como no tenía ni idea de qué pensar al respecto, opté por no hacerlo. En su lugar dejé que mi mente viajara hacia la brisa fresca que corría en torno a aquel hombrecillo que había disfrutado maltratando niñas. Casi había sido un momento feliz. Pero, por supuesto, dicho recuerdo se habría esfumado en diez años y sin la placa no podía invocarlo. Necesitaba mi souvenir. Bueno, ya veríamos.
Mientras esperaba a que estuviese listo el café, miré a ver si estaba el periódico, más por deseo que con verdadera esperanza. Era raro que el periódico llegara antes de las seis y media, y los domingos casi nunca llegaba hasta pasadas las ocho, lo que suponía otro claro ejemplo de la desintegración social que tanto había inquietado a Harry. La verdad, si uno no puede recibir el periódico a su hora, ¿cómo se puede esperar de mí que reprima las ganas de matar a ciertas personas?