El oscuro pasajero (15 page)

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Authors: Jeff Lindsay

Tags: #Intriga, #Policíaco

No lo sabía. No sabía nada. Ni siquiera estaba seguro de quién era. ¿Podría ser en verdad Rita?

Otro largo suspiro.

—Lo siento si… —Y una pausa eterna. Dos inspiraciones más. Profundas. Dentro… y fuera. Dentro… y fuera con fuerza—. Por favor, Dexter, llámame. Sólo… —Una larga pausa. Otro suspiro. Y luego colgó.

A lo largo de mi vida había tenido muchas veces la sensación de que me faltaba algo, alguna pieza esencial del puzzle que todo el mundo llevaba consigo inconscientemente. No suele importarme, porque la mayoría de veces resulta ser un rasgo de humanidad increíblemente estúpido, como comprender el vuelo de las moscas o no ir a por todas en la primera cita.

Pero otras veces tengo la sensación de estar perdiéndome una gran reserva de sabiduría, la ciencia que envuelve algún sentido. No poseo eso que los humanos sienten con tanta profundidad que no necesitan hablar de ello y ni siquiera pueden expresar con palabras.

Esta era una de esas ocasiones.

Sabía que debía comprender que Rita estaba transmitiendo en realidad un mensaje muy concreto, que las pausas y las vacilaciones configuraban algo grande y maravilloso que cualquier macho de la especie humana captaría intuitivamente. Pero no tenía la menor idea de qué podía ser, o cómo averiguarlo. ¿Debía contar los suspiros? ¿Medir las pausas y convertir los números en versículos de la Biblia para llegar al código secreto? ¿Qué intentaba decirme? Y, de paso, ¿por qué intentaba decirme algo?

Según mi visión de las cosas, cuando, llevado por un extraño y estúpido impulso, había besado a Rita, había cruzado una línea que ambos habíamos acordado mantener infranqueable. Una vez hecho no había forma de deshacerlo, de volver atrás. A su modo, el beso había sido un acto de asesinato. Y resultaba reconfortante tomárselo así. Había matado nuestra perfecta relación dejando que mi lengua tomara la iniciativa y la tirara por un precipicio. Bum, relación muerta. Ni siquiera había vuelto a pensar en Rita desde ese momento. Había desaparecido, se había esfumado de mi vida como oculta tras una niebla incomprensible.

Y ahora me llamaba y dejaba sus suspiros grabados para que me divirtiera.

¿Por qué? ¿Pretendía castigarme? ¿Insultarme, restregarme mi locura por las narices, obligarme a comprender la inmensidad de mi ofensa?

Todo el asunto comenzó a irritarme más allá de toda medida. Deambulé por mi apartamento. ¿Por qué tenía que dedicarme a pensar en Rita? En ese momento tenía preocupaciones más importantes. Rita no era más que una barba, un disfraz absurdo que me ponía los fines de semana para ocultar que yo era de la clase de personas que hacía cosas parecidas a las que ahora hace este interesante individuo en mi lugar.

¿Eran celos? Claro que ahora estaba inactivo. Acababa de terminar por un tiempo y no tenía ninguna intención de volver a ello en fecha inmediata. Demasiado arriesgado. No había preparado nada.

Y sin embargo…

Volví a la cocina y jugueteé con la cabeza de la Barbie.
Tac. Tac, tac
. Parecía notar algo.

¿Ganas de jugar? ¿Una inquietud profunda y permanente? No sabría decirlo, y Barbie no me decía nada.

Era demasiado. La confesión obviamente falsa, la violación de mi santa sanctórum… y encima Rita. Demasiado para un solo hombre. Incluso para uno tan sospechoso como yo. Empecé a sentirme inquieto, mareado, confundido, hiperactivo y letárgico al mismo tiempo. Caminé hasta la ventana y miré hacia fuera. Había oscurecido, y a lo lejos, sobre el agua, una luz se elevaba en el cielo y, al verla, una malvada vocecilla se elevó para reunirse con ella desde algún lugar de mi interior.

Luna
.

Un susurro en el oído. Ni siquiera un sonido; sólo la leve sensación, casi imaginada, de alguien pronunciando tu nombre, cerca. Muy cerca, aproximándose a ti. Sin palabras, sólo un crujido seco de una no-voz, un tono sin tono, un pensamiento expresado en el aire. La cara me ardía, y de repente me oí respirar. La voz volvió, un sonido suave que caía sobre el borde exterior de mi oreja. Me volví, aunque sabía que no había nadie y que no era mi oreja, sino mi querido amigo de dentro, empujado hacia la conciencia por quién sabe qué y por la luna.

Esa luna rolliza, simpática y feliz. Cuántas cosas tenía que decir. Y por mucho que intentara decirle que no era el momento, que era demasiado pronto, que había otras cosas que hacer ahora, cosas importantes, la luna tenía argumentos para eso y más. Y además aunque estuve media hora discutiendo con ella, nunca hubo la menor duda.

Me desesperé, luché con todos los trucos que tenía, y cuando fracasé hice algo que me sorprendió hasta la médula: llamar a Rita.

—Dexter —dijo ella—. Estaba… un poco asustada. Gracias por llamar. Yo sólo…

—Lo sé —dije, aunque lo cierto es que, obviamente, no lo sabía.

—¿Podríamos…? No sé lo que… ¿Podemos vernos luego, sólo para…? Tengo muchas ganas de hablar contigo.

—Por supuesto —le dije, y cuando acordamos encontrarnos más tarde en su casa me pregunté qué tendría ella en mente. ¿Violencia? ¿Lágrimas de reproche? ¿Insultos a voz en grito? Ahí estaba en terreno desconocido: podía ser cualquier cosa.

Y después de colgar, esas especulaciones me sirvieron de maravillosa distracción durante casi media hora antes de que la suave voz interior volviera a deslizarse en mi cerebro, insistiendo con calma en que esa noche debía ser especial.

Algo me empujó hasta la ventana, y ahí estaba de nuevo: la cara inmensa y feliz en el cielo, la luna cloqueando. Corrí la cortina y di media vuelta, recorrí todo el apartamento estancia por estancia, tocando cosas, diciéndome que debía comprobar por enésima vez si faltaba algo, sabiendo que no faltaría nada, y sabiendo también el porqué. Y en esas vueltas por el apartamento cada vez me acercaba más al escritorio del salón donde tengo el ordenador, consciente de lo que quería hacer y sin querer hacerlo, hasta que, por fin, tres cuartos de hora después, el impulso fue ya demasiado fuerte. Estaba demasiado mareado para mantenerme en pie y creí que me limitaría a dejarme caer en la butaca: estaba ahí, a mano. Pero ya que estaba allí, encendí el ordenador, y entonces…

Pero no está terminado
, pensé.
No estoy listo
.

Claro que eso no importaba. Que yo estuviera o no listo no tenía la menor importancia. Porque
él
sí lo estaba.

14

Estaba casi seguro de que se trataba de él, pero sólo casi, y nunca antes había estado sólo casi seguro. Me sentí débil, embriagado, medio enfermo por una combinación de nerviosismo, incertidumbre y completo error… pero, claro, era el Oscuro Pasajero el que conducía desde el asiento de atrás, y cómo me sintiera yo a estas alturas daba igual porque él se sentía fuerte y frío, ávido y dispuesto. Lo notaba moviéndose en mi interior, deslizándose por los rincones oscuros de mi cerebro de lagarto, unos movimientos que sólo podían terminar de un modo y, siendo así, tenía que ser con éste.

Lo había encontrado unos meses atrás, pero después de un breve período de observación, había decidido que el cura era una apuesta segura y que éste podía esperar un poco más, hasta conseguir cerciorarme al cien por cien.

Qué equivocado había estado. Ahora descubría que no podía esperar más.

Vivía en una callejuela de Coconut Grove. A unas manzanas de su mugrienta casa empezaba un barrio negro de clase baja, con barbacoas e iglesias decrépitas. A un kilómetro en dirección opuesta, los millonarios vivían en inmensas mansiones y construían muros de coral para mantener alejadas a personas como él. Pero Jamie Jaworski estaba justo en el centro, en una casa que compartía con un millón de escarabajos peloteros y con el perro más feo que hubiera visto en mi vida.

A pesar de todo, esa casa seguía estando por encima de sus posibilidades. Jaworski trabajaba como bedel a tiempo parcial en el instituto Ponce de León, y por lo que yo sabía ésa constituía su única fuente de ingresos. Trabajaba tres días por semana, lo que le habría dado lo justo para vivir, pero no mucho más. Claro que a mí no me interesaban sus finanzas precisamente. Sí estaba muy interesado en el hecho de que hubiera aumentado sustancialmente el número de niñas que asistían al Ponce de León y decidían fugarse desde que Jaworski empezó a trabajar allí. Todas de unos doce o trece años. Todas rubias.

Rubias. Era importante. Por alguna razón es la clase de dato que la policía suele pasar por alto, pero que siempre llama la atención a alguien como yo. Quizá no pareciera políticamente correcto: las niñas de pelo y piel morena deberían tener las mismas oportunidades de ser secuestradas, violadas y después destrozadas frente a una cámara, ¿no creen?

Y Jaworski, cosas de la vida, siempre parecía ser el último en ver a las niñas. La policía había hablado con él, lo habían retenido una noche entera en comisaría para interrogarlo, pero no habían podido cargarle nada. Claro que ellos debían cumplir ciertos requisitos legales. La tortura, por ejemplo, solía no estar muy bien vista últimamente. Y sin unas buenas dotes de persuasión, Jamie Jaworski nunca iba a confesar su hobby. Yo sabía que no lo haría.

Pero también sabía que era cosa suya. Estaba embarcando a esas niñas en una carrera cinematográfica fugaz y letal. Yo estaba casi seguro. No había encontrado ningún cuerpo ni le había visto hacerlo, pero todo cuadraba. Y conseguí encontrar por Internet algunas imaginativas fotos de tres de las niñas desaparecidas. No puede decirse que sonrieran a la cámara precisamente, aunque, por lo que me han contado, la mayor parte de las cosas que hacían en esas imágenes solían provocar satisfacción.

No podía conectar de modo inequívoco a Jaworski con las fotos. Pero la dirección de correo estaba en South Miami, a pocos minutos del colegio. Y él vivía por encima de sus posibilidades. Y en cualquier caso, desde el asiento de atrás, alguien me recordaba que me había pasado de tiempo, que éste no era un caso en el que la plena certeza fuera demasiado importante.

Pero aquel perro feo me molestaba. Los perros siempre constituían un problema. No les gusto, y a menudo desaprueban lo que hago a sus dueños, sobre todo porque no suelo compartir los trozos con ellos. Tenía que encontrar el modo de esquivar al perro y llegar a Jaworski. Quizá saliera él. Si no, tendría que hallar el modo de entrar. Pasé tres veces por delante de su casa, pero no se me ocurrió nada. Necesitaba un golpe de suerte, y lo necesitaba antes de que el Oscuro Pasajero me obligara a hacer algo apresurado. Y justo cuando mi querido amigo empezaba a susurrar sugerencias imprudentes, la suerte llamó a mi puerta. Jaworski salió de su casa y se montó en su desvencijada camioneta Toyota de color rojo. Reduje la velocidad tanto como pude, y un momento después él dio marcha atrás y condujo su vehículo hacia Douglas Road. Di media vuelta y lo seguí.

No tenía idea de cómo iba a hacerlo. No estaba preparado. No tenía ningún espacio habilitado, ni ropa limpia, nada excepto un rollo de cinta y un cuchillo para la carne debajo del asiento. Tenía que ser invisible, inadvertido y perfecto, y no sabía cómo. Odiaba improvisar, pero tampoco me quedaba elección.

Una vez más la suerte me vino de cara. Jaworski se dirigía hacia el sur por la carretera de Old Cutler y había poco tráfico; tras unos tres kilómetros giró a la izquierda en dirección a la playa. Otra gran obra iba a mejorarnos la vida a todos transformando árboles y animales en cemento y ancianos de Nueva Jersey. Jaworski avanzó lentamente entre las obras, pasó el medio campo de golf con las banderas en su sitio y sin hierba hasta casi llegar al agua. El armazón de un gran edificio de apartamentos a medio construir ocultó la luna. Me quedé alejado, apagué los faros y luego avancé un poco para ver en qué andaba metido mi muchachote.

Jaworski se había metido entre las obras del edificio de apartamentos y había aparcado. Salió y se quedó entre la furgoneta y una gran montaña de arena. Por un momento se dedicó a mirar a su alrededor, y aproveché para aparcar en el arcén y apagar el motor. Jaworski se quedó mirando los apartamentos y después la carretera que bajaba hasta el agua. Con aspecto satisfecho entró en el edificio. Yo habría asegurado que buscaba a un guardia. También yo. Esperaba que hubiera hecho los deberes. La mayoría de las veces, en estos enormes parajes, hay un guardia montado en un carro de golf que va de un sitio a otro. Supone un ahorro de dinero y, al fin y al cabo, estamos en Miami. Parte de los gastos generales de cualquier proyecto lo constituye el material que se espera que desaparezca poco a poco. Intuía que lo que pretendía Jaworski era que las expectativas del constructor no quedaran defraudadas.

Bajé del coche y deslicé el cuchillo y la cinta aislante en una bolsa barata que había traído conmigo. En ella ya había guardado unos guantes de goma para jardín y unas cuantas fotos, no muchas. Sólo muestras que me había bajado por Internet. Me colgué la bolsa al hombro y me moví con cautela a través de la noche hasta llegar a su apestosa camioneta. La parte trasera estaba tan vacía como la cabina. El piso, lleno de montañas de vasos y envoltorios del Burger King y paquetes de Camel vacíos. Nada que no fuera pequeño y sucio, como el propio Jaworski.

Levanté la vista. Sobre el borde del medio edificio sólo se veía el brillo de la luna. Una ráfaga de viento nocturno me azotó la cara, trayendo consigo todos los aromas encantadores de nuestro paraíso tropical: aceite diesel, vegetación podrida y hormigón. Inhalé profundamente y volví a concentrarme en Jaworski.

Estaba en algún lugar del interior de la obra. No sabía de cuánto tiempo disponía, y una vocecilla me impelía a darme prisa. Dejé la furgoneta y entré en el edificio. Le oí nada más cruzar la puerta. O, mejor dicho, llegó a mis oídos un extraño zumbido vibrante que tenía que ser él, o…

Me detuve. El sonido procedía de un lado y hacia él me dirigí de puntillas. Un cable bajaba por la pared, un conducto de electricidad. Lo toqué y lo sentí vibrar, como si algo dentro de él estuviera moviéndose.

Se me encendió una luz en el cerebro. Jaworski estaba arrancando el cable. El cobre era muy caro, y existía un mercado negro para él en cualquiera de sus formas. Era un modo más de complementar el magro sueldo de un bedel, y ayudaba a cubrir los prolongados períodos de escasez entre una joven y otra. Se sacaría varios cientos de dólares por una carga de cobre.

Ahora que ya sabía qué hacía, una idea empezó a formarse en mi cerebro. Por el sonido, debía de estar en algún lugar encima de mí. Podía detectarlo con facilidad, vigilarlo hasta que llegara el momento y luego abalanzarme sobre él. Pero aquí me encontraba prácticamente desnudo, expuesto y sin preparación. Estaba acostumbrado a hacer estas cosas de un cierto modo. Salirme de mis estrechos cauces me ponía muy nervioso.

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