Read El otoño del patriarca Online
Authors: Gabriel García Márquez
Poco antes del anochecer, cuando acabamos de sacar los cascarones podridos de las vacas y pusimos un poco de arreglo en aquel desorden de fábula, aún no habíamos conseguido que el cadáver se pareciera a la imagen de su leyenda. Lo habíamos raspado con fierros de desescamar pescados para quitarle la rémora de fondos de mar, lo lavamos con creolina y sal de piedra para resanarle las lacras de la putrefacción, le empolvamos la cara con almidón para esconder los remiendos de cañamazo y los pozos de parafina con que tuvimos que restaurarle la cara picoteada de pájaros de muladar, le devolvimos el color de la vida con parches de colorete y carmín de mujer en los labios, pero ni siquiera los ojos de vidrio incrustados en las cuencas vacías lograron imponerle el semblante de autoridad que le hacía falta para exponerlo a la contemplación de las muchedumbres. Mientras tanto, en el salón del consejo de gobierno invocábamos la unión de todos contra el despotismo de siglos para repartirse por partes iguales el botín de su poder, pues todos habían vuelto al conjuro de la noticia sigilosa pero incontenible de su muerte, habían vuelto los liberales y los conservadores reconciliados al rescoldo de tantos años de ambiciones postergadas, los generales del mando supremo que habían perdido el oriente de la autoridad, los tres últimos ministros civiles, el arzobispo primado, todos los que él no hubiera querido que estuvieran estaban sentados en torno de la larga mesa de nogal tratando de ponerse de acuerdo sobre la forma en que se debía divulgar la noticia de aquella muerte enorme para impedir la explosión prematura de las muchedumbres en la calle, primero un boletín número uno al filo de la prima noche sobre un ligero percance de salud que había obligado a cancelar los compromisos públicos y las audiencias civiles y militares de su excelencia, luego un segundo boletín médico en el que se anunciaba que el ilustre enfermo se había visto obligado a permanecer en sus habitaciones privadas a consecuencia de una indisposición propia de su edad, y por último, sin ningún anuncio, los dobles rotundos de las campanas de la catedral al amanecer radiante del cálido martes de agosto de una muerte oficial que nadie había de saber nunca a ciencia cierta si en realidad era la suya. Nos encontrábamos inermes ante esa evidencia, comprometidos con un cuerpo pestilente que no éramos capaces de sustituir en el mundo porque él se había negado en sus instancias seniles a tomar ninguna determinación sobre el destino de la patria después de él, había resistido con una invencible terquedad de viejo a cuantas sugerencias se le hicieron desde que el gobierno se trasladó a los edificios de vidrios solares de los ministerios y él quedó viviendo solo en la casa desierta de su poder absoluto, lo encontrábamos caminando en sueños, braceando entre los destrozos de las vacas sin nadie a quien mandar como no fueran los ciegos, los leprosos y los paralíticos que no se estaban muriendo de enfermos sino de antiguos en la maleza de los rosales, y sin embargo era tan lúcido y terco que no habíamos conseguido de él nada más que evasivas y aplazamientos cada vez que le planteábamos la urgencia de ordenar su herencia, pues decía que pensar en el mundo después de uno mismo era algo tan cenizo como la propia muerte, qué carajo, si al fin y al cabo cuando yo me muera volverán los políticos a repartirse esta vaina como en los tiempos de los godos, ya lo verán, decía, se volverán a repartir todo entre los curas, los gringos y los ricos, y nada para los pobres, por supuesto, porque ésos estarán siempre tan jodidos que el día en que la mierda tenga algún valor los pobres nacerán sin culo, ya lo verán, decía, citando a alguien de sus tiempos de gloria, burlándose inclusive de sí mismo cuando nos dijo ahogándose de risa que por tres días que iba a estar muerto no valía la pena llevarlo hasta Jerusalén para enterrarlo en el Santo Sepulcro, y poniéndole término a todo desacuerdo con el argumento final de que no importaba que una cosa de entonces no fuera verdad, qué carajo, ya lo será con el tiempo. Tuvo razón, pues en nuestra época no había nadie que pusiera en duda la legitimidad de su historia, ni nadie que hubiera podido demostrarla ni desmentirla si ni siquiera éramos capaces de establecer la identidad de su cuerpo, no había otra patria que la hecha por él a su imagen y semejanza con el espacio cambiado y el tiempo corregido por los designios de su voluntad absoluta, reconstituida por él desde los orígenes más inciertos de su memoria mientras vagaba sin rumbo por la casa de infamias en la que nunca durmió una persona feliz, mientras les echaba granos de maíz a las gallinas que picoteaban en torno de su hamaca y exasperaba a la servidumbre con las órdenes encontradas de que me traigan una limonada con hielo picado que abandonaba intacta al alcance de la mano, que quitaran esa silla de ahí y la pusieran allá y la volvieran a poner otra vez en su puesto para satisfacer de esa forma minúscula los rescoldos tibios de su inmenso vicio de mandar, distrayendo los ocios cotidianos de su poder con el rastreo paciente de los instantes efímeros de su infancia remota mientras cabeceaba de sueño bajo la ceiba del patio, despertaba de golpe cuando lograba atrapar un recuerdo como una pieza del rompecabezas sin límites de la patria antes de él, la patria grande, quimérica, sin orillas, un reino de manglares con balsas lentas y precipicios anteriores a él cuando los hombres eran tan bravos que cazaban caimanes con las manos atravesándoles una estaca en la boca, así, nos explicaba con el índice en el paladar, nos contaba que un viernes santo había sentido el estropicio del viento y el olor de caspa del viento y vio los nubarrones de langostas que enturbiaron el cielo del mediodía e iban tijereteando cuanto encontraban a su paso y dejaron el mundo trasquilado y la luz en piltrafas como en las vísperas de la creación, pues él había vivido aquel desastre, había visto una hilera de gallos sin cabeza colgados por las patas desangrándose gota a gota en el alero de una casa de vereda grande y destartalada donde acababa de morir una mujer, había ido de la mano de su madre, descalzo, detrás del cadáver harapiento que llevaron a enterrar sin cajón sobre una parihuela de carga azotada por la ventisca de la langosta, pues así era la patria de entonces, no teníamos ni cajones de muerto, nada, él había visto un hombre que trató de ahorcarse con una cuerda ya usada por otro ahorcado en el árbol de una plaza de pueblo y la cuerda podrida se reventó antes de tiempo y el pobre hombre se quedó agonizando en la plaza para horror de las señoras que salieron de misa, pero no murió, lo reanimaron a palos sin molestarse en averiguar quién era pues en aquella época nadie sabia quién era quién si no lo conocían en la iglesia, lo metieron por los tobillos entre los dos tablones de cepo chino y lo dejaron expuesto a sol y sereno junto con otros compañeros de penas pues así eran aquellos tiempos de godos en que Dios mandaba más que el gobierno, los malos tiempos de la patria antes de que él diera la orden de cortar los árboles de las plazas de los pueblos para impedir el terrible espectáculo de los ahorcados dominicales, había prohibido el cepo público, los entierros sin cajón, todo cuanto pudiera despertar en la memoria las leyes de ignominia anteriores a su poder, había construido el tren de los páramos para acabar con la infamia de las mulas aterrorizadas en las cornisas de los precipicios llevando a cuestas los pianos de cola para los bailes de máscaras de las haciendas de café, pues él había visto también el desastre de los treinta pianos de cola destrozados en un abismo y de los cuales se había hablado y escrito tanto hasta en el exterior aunque sólo él podía dar un testimonio verídico, se había asomado a la ventana por casualidad en el instante preciso en que resbaló la última mula y arrastró a las demás al abismo, de modo que nadie más que él había oído el aullido de terror de la recua desbarrancada y el acorde sin término de los pianos que cayeron con ella sonando solos en el vacío, precipitándose hacia el fondo de una patria que entonces era como todo antes de él, vasta e incierta, hasta el extremo de que era imposible saber si era de noche o de día en aquella especie de crepúsculo eterno de la neblina de vapor cálido de las cañadas profundas donde se despedazaron los pianos importados de Austria, él había visto eso y muchas otras cosas de aquel mundo remoto aun que ni él mismo hubiera podido precisar sin lugar a dudas si de veras eran recuerdos propios o si los había oído contar en las malas noches de calenturas de las guerras o si acaso no los había visto en los grabados de los libros de viajes ante cuyas láminas permaneció en éxtasis durante las muchas horas vacías de las calmas chichas del poder, pero nada de eso importaba, qué carajo, ya verán que con el tiempo será verdad, decía, consciente de que su infancia real no era ese légamo de evocaciones inciertas que sólo recordaba cuando empezaba el humo de las bostas y lo olvidaba para siempre sino que en realidad la había vivido en el remanso de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que lo sentaba todas las tardes de dos a cuatro en un taburete escolar bajo la pérgola de trinitarias para enseñarle a leer y escribir, ella había puesto su tenacidad de novicia en esa empresa heroica y él correspondió con su terrible paciencia de viejo, con la terrible voluntad de su poder sin límites, con todo mi corazón, de modo que cantaba con toda el alma el tilo en la tuna el lilo en la tina el bonete nítido, cantaba sin oírse ni que nadie lo oyera entre la bulla de los pájaros alborotados de la madre muerta que el indio envasa la untura en la lata, papá coloca el tabaco en la pipa, Cecilia vende cera cerveza cebada cebolla cerezas cecina y tocino, Cecilia vende todo, reía, repitiendo en el fragor de las chicharras la lección de leer que Leticia Nazareno cantaba al compás de su metrónomo de novicia, hasta que el ámbito del mundo quedó saturado de las criaturas de tu voz y no hubo en su vasto reino de pesadumbre otra verdad que las verdades ejemplares de la cartilla, no hubo nada más que la luna en la nube, la bola y el banano, el buey de don Eloy, la bonita bata de Otilia, las lecciones de leer que él repetía a toda hora y en todas partes como sus retratos aun en presencia del ministro del tesoro de Holanda que perdió el rumbo de una visita oficial cuando el anciano sombrío levantó la mano con el guante de raso en las tinieblas de su poder insondable e interrumpió la audiencia para invitarlo a cantar conmigo mi mamá me ama, Ismael estuvo seis días en la isla, la dama come tomate, imitando con el índice el compás del metrónomo y repitiendo de memoria la lección del martes con una dicción perfecta pero con tan mal sentido de la oportunidad que la entrevista terminó como él lo había querido con el aplazamiento de los pagarés holandeses para una ocasión más propicia, para cuando hubiera tiempo, decidió, ante el asombro de los leprosos, los ciegos, los paralíticos que se alzaron al amanecer entre las breñas nevadas de los rosales y vieron al anciano de tinieblas que impartió una bendición silenciosa y cantó tres veces con acordes de misa mayor yo soy el rey y amo la ley, cantó, el adivino se dedica a la bebida, cantó, el faro es una torre muy alta con un foco luminoso que dirige en la noche al que navega, cantó, consciente de que en las sombras de su felicidad senil no había más tiempo que el de Leticia Nazareno de mi vida en el caldo de camarones de los retozos sofocantes de la siesta, no había más ansias que las de estar desnudo contigo en la estera empapada en sudor bajo el murciélago cautivo del ventilador eléctrico, no había más luz que la de tus nalgas, Leticia, nada más que tus tetas totémicas, tus pies planos, tu ramita de ruda para un remedio, los eneros opresivos de la remota isla de Antigua donde viniste al mundo en una madrugada de soledad surcada por un viento ardiente de ciénagas podridas, se habían encerrado en el aposento de invitados de honor con la orden personal de que nadie se acerque a cinco metros de esa puerta que voy a estar muy ocupado aprendiendo a leer y a escribir, así que nadie lo interrumpió ni siquiera con la novedad mi general de que el vómito negro estaba haciendo estragos en la población rural mientras el compás de mi corazón se adelantaba al metrónomo por la fuerza invisible de tu olor de animal de monte, cantando que el enano baila en un solo pie, la mula va al molino, Otilia lava la tina, baca se escribe con be de burro, cantaba, mientras Leticia Nazareno le apartaba el testículo herniado para limpiarle los restos de la caca del último amor, lo sumergía en las aguas lústrales de la bañera de peltre con patas de león y lo jabonaba con jabón de reuter y lo despercudía con estropajos y lo enjuagaba con agua de frondas hervidas cantando a dos voces con jota se escribe jengibre jofaina y jinete, le embadurnaba las bisagras de las piernas con manteca de cacao para aliviarle las escaldaduras del braguero, le empolvaba con ácido bórico la estrella mustia del culo y le daba nalgadas de madre tierna por tu mal comportamiento con el ministro de Holanda, plas, plas, le pidió como penitencia que permitiera el regreso al país de las comunidades de pobres para que volvieran a hacerse cargo de orfanatos y hospitales y otras casas de caridad, pero él la envolvió en el aura lúgubre de su rencor implacable, ni de vainas, suspiró, no había un poder de este mundo ni del otro que lo hiciera contrariar una determinación tomada por él mismo de viva voz, ella le pidió en las asmas del amor de las dos de la tarde que me concedas una cosa, mi vida, sólo una, que regresaran las comunidades de los territorios de misiones que trabajaban al margen de las veleidades del poder, pero él le contestó en las ansias de sus resuellos de marido urgente que ni de vainas mi amor, primero muerto que humillado por esa cáfila de pollerones que ensillan indios en vez de muías y reparten collares de vidrios de colores a cambio de narigueras y arracadas de oro, ni de vainas, protestó, insensible a las súplicas de Leticia Nazareno de mi desventura que se había cruzado de piernas para pedirle la restitución de los colegios confesionales incautados por el gobierno, la desamortización de los bienes de manos muertas, los trapiches de caña, los templos convertidos en cuarteles, pero él se volteó de cara a la pared dispuesto a renunciar al tormento insaciable de tus amores lentos y abismales antes que dar mi brazo a torcer en favor de esos bandoleros de Dios que durante siglos se han alimentado de los hígados de
la patria, ni de vainas, decidió, y sin embargo volvieron mi general, regresaron al país por las rendijas más estrechas las comunidades de pobres de acuerdo con su orden confidencial de que desembarcaran sin ruido en ensenadas secretas, les pagaron indemnizaciones desmesuradas, se restituyeron con creces los bienes expropiados y fueron abolidas las leyes recientes del matrimonio civil, el divorcio vincular, la educación laica, todo cuanto él había dispuesto de viva voz en las rabias de la fiesta de burlas del proceso de santificación de su madre Bendición Alvarado a quien Dios tenga en su santo reino, qué carajo, pero Leticia Nazareno no se conformó con tanto sino que pidió más, le pidió que pongas la oreja en mi bajo vientre para que oigas cantar a la criatura que está creciendo dentro, pues ella había despertado en mitad de la noche sobresaltada por aquella voz profunda que describía el paraíso acuático de tus entrañas surcadas de atardeceres malva y vientos de alquitrán, aquella voz interior que le hablaba de los pólipos de tus riñones, el acero tierno de tus tripas, el ámbar tibio de tu orina dormida en sus manantiales, y él puso en su vientre el oído que le zumbaba menos y oyó el borboriteo secreto de la criatura viva de su pecado mortal, un hijo de nuestros vientres obscenos que ha de llamarse Emanuel, que es el nombre con que los otros dioses conocen a Dios, y ha de tener en la frente el lucero blanco de su origen egregio y ha de heredar el espíritu de sacrificio de la madre y la grandeza del padre y su mismo destino de conductor invisible, pero había de ser la vergüenza del cielo y el estigma de la patria por su naturaleza ilícita mientras él no se decidiera a consagrar en los altares lo que había envilecido en la cama durante tantos y tantos años de contubernio sacrílego, y entonces se abrió paso por entre las espumas del antiguo mosquitero de bodas con aquel resuello de caldera de barco que le salía del fondo de las terribles rabias reprimidas gritando ni de vainas, primero muerto que casado, arrastrando sus grandes patas de novio escondido por los salones de una casa ajena cuyo esplendor de otra época había sido restaurado después del largo tiempo de tinieblas del luto oficial, los podridos crespones de semana mayor habían sido arrancados de las cornisas, había luz de mar en los aposentos, flores en los balcones, músicas marciales, y todo eso en cumplimiento de una orden que él no había dado pero que fue una orden suya sin la menor duda mi general pues tenía la decisión tranquila de su voz y el estilo inapelable de su autoridad, y él aprobó, de acuerdo, y habían vuelto a abrirse los templos clausurados, y los claustros y cementerios habían sido devueltos a sus antiguas congregaciones por otra orden suya que tampoco había dado pero aprobó, de acuerdo, se habían restablecido las antiguas fiestas de guardar y los usos de la cuaresma y entraban por los balcones abiertos los himnos de júbilo de las muchedumbres que antes cantaban para exaltar su gloria y ahora cantaban arrodilladas bajo el sol ardiente para celebrar la buena nueva de que habían traído a Dios en un buque mi general, de veras, lo habían traído por orden tuya, Leticia, por una ley de alcoba como tantas otras que ella expedía en secreto sin consultarlo con nadie y que él aprobaba en público para que no pareciera ante los ojos de nadie que había perdido los oráculos de su autoridad pues tú eras la potencia oculta de aquellas procesiones sin término que él contemplaba asombrado desde las ventanas de su dormitorio hasta más allá de donde no llegaron las hordas fanáticas de su madre Bendición Alvarado cuya memoria había sido exterminada del tiempo de los hombres, habían esparcido en el viento las piltrafas del traje de novia y el almidón de sus huesos y habían vuelto a poner la lápida al revés en la cripta con las letras hacia dentro para que no perdurara ni la noticia de su nombre de pajarera en reposo pintora de oropéndolas hasta el fin de los tiempos, y todo eso por orden tuya, porque eras tú quien lo había ordenado para que ninguna otra memoria de mujer hiciera sombra a tu memoria, Leticia Nazareno de mi desgracia, hija de puta. Ella lo había cambiado a una edad en que nadie cambia como no sea para morir, había conseguido aniquilar con recursos de cama su resistencia pueril que ni vainas, primero muerto que casado, lo había obligado a ponerse tu braguero nuevo que siéntelo cómo suena como un cencerro de oveja descarriada en la oscuridad, lo obligó a ponerse tus botas de charol de cuando bailó el primer vals con la reina, la espuela de oro del talón izquierdo que le había regalado el almirante de la mar océana para que la llevara hasta la muerte en señal de la más alta autoridad, tu guerrera de entorchados y borlones de pasamanería y charreteras de estatua que él no había vuelto a ponerse desde los tiempos en que aún se podían vislumbrar los ojos tristes, el mentón pensativo, la mano taciturna con el guante de raso detrás de los visillos de la carroza presidencial, lo obligó a ponerse tu sable de guerra, tu perfume de hombre, tus medallas con el cordón de !a orden de los caballeros del Santo Sepulcro que te mandó el Sumo Pontífice por haber devuelto a la iglesia los bienes expropiados, me vestiste como un altar de feria y me llevaste de madrugada por mis propios pies a la sombría sala de audiencias olorosa a velas de muerto por los gajos de azahares en las ventanas y los símbolos de la patria colgados en las paredes, sin testigos, uncido al yugo de la novicia escayolada con el refajo de lienzo debajo de las auras de muselina para sofocar la vergüenza de siete meses de desenfrenos ocultos, sudaban en el sopor del mar invisible que husmeaba sin sosiego alrededor del tétrico salón de fiestas cuyos accesos habían sido prohibidos por orden suya, las ventanas habían sido amuralladas, habían exterminado todo rastro de vida en la casa para que el mundo no conociera ni el rumor más ínfimo de la enorme boda escondida, apenas si podías respirar de calor por el apremio del varón prematuro que nadaba entre los líquenes de tinieblas de los médanos de tus entrañas, pues él había resuelto que fuera varón, y lo era, cantaba en el subsuelo de tu ser con la misma voz de manantial invisible con que el arzobispo primado vestido de pontifical cantaba gloria a Dios en las alturas para que no lo oyeran ni los centinelas adormilados, con el mismo terror de buzo perdido con que el arzobispo primado encomendó su alma al Señor para preguntarle al anciano inescrutable lo que nadie hasta entonces ni después hasta la consumación de los siglos se hubiera atrevido a preguntarle si aceptas por esposa a Leticia Mercedes María Nazareno, y él apenas parpadeó, de acuerdo, apenas si le sonaron en el pecho las medallas de guerra por la presión oculta del corazón, pero había tanta autoridad en su voz que la terrible criatura de tus entrañas se revolvió por completo en su equinoccio de aguas densas y corrigió su oriente y encontró el rumbo de la luz, y entonces Leticia Nazareno se torció sobre sí misma sollozando padre mío y señor compadécete de ésta tu humilde sierva que mucho se ha complacido en la desobediencia de tus santas leyes y acepta con resignación este castigo terrible, pero mordiendo al mismo tiempo el mitón de encajes para que el ruido de los huesos desarticulados de su cintura no fuera a delatar la deshonra oprimida por el refajo de lienzo, se puso en cuclillas, se descuartizó en el charco humeante de sus propias aguas y se sacó de entre los enredos de muselina el engendro sietemesino que tenía el mismo tamaño y el mismo aire de desamparo de animal sin hervir de un ternero de vientre, lo levantó con las dos manos tratando de reconocerlo a la luz turbia de las velas del altar improvisado, y vio que era un varón, tal como lo había dispuesto mi general, un varón frágil y tímido que había de llevar sin honor el nombre de Emanuel, como estaba previsto, y lo nombraron general de división con jurisdicción y mando efectivos desde el momento en que él lo puso sobre la piedra de los sacrificios y le cortó el ombligo con el sable y lo reconoció como mi único y legítimo hijo, padre, bautícemelo. Aquella decisión sin precedentes había de ser el preludio de una nueva época, el primer anuncio de los malos tiempos en que el ejército acordonaba las calles antes del alba y hacía cerrar las ventanas de los balcones y desocupaba el mercado a culatazos de rifle para que nadie viera el paso fugitivo del automóvil flamante con láminas de acero blindado y manijas de oro de la escudería presidencial, y quienes se atrevían a atisbar desde las azoteas prohibidas no veían como en otro tiempo al militar milenario con el mentón apoyado en la mano pensativa del guante de raso a través de los visillos bordados con los colores de la bandera sino a la antigua novicia rechoncha con el sombrero de paja con flores de fieltro y la ristra de zorros azules que se colgaba del cuello a pesar del calor, la veíamos descender frente al mercado público los miércoles al amanecer escoltada por una patrulla de soldados de guerra llevando de la mano al minúsculo general de división de no más de tres años de quien era imposible creer por su gracia y su languidez que no fuera una niña disfrazada de militar con el uniforme de gala con entorchados de oro que parecía crecerle en el cuerpo, pues Leticia Nazareno se lo había puesto desde antes de la primera dentición cuando lo llevaba en la cuna de ruedas a presidir los actos oficiales en representación de su padre, lo llevaba en brazos cuando pasaba revista a sus ejércitos, lo levantaba por encima de su cabeza para que recibiera la ovación de las muchedumbres en el estadio de pelota, lo amamantaba en el automóvil descubierto durante los desfiles de las fiestas patrias sin pensar en las burlas íntimas que suscitaba el espectáculo público de un general de cinco soles prendido con un éxtasis de ternero huérfano en el pezón de su madre, asistió a las recepciones diplomáticas desde que estuvo en condiciones de valerse de si mismo, y entonces llevaba además del uniforme las medallas de guerra que escogía a su gusto en el estuche de condecoraciones que su padre le prestaba para jugar, y era un niño serio, raro, sabía tenerse en público desde los seis años sosteniendo en la mano la copa de jugo de frutas en vez de champaña mientras hablaba de asuntos de persona mayor con una propiedad y una gracia naturales que no había heredado de nadie, aunque más de una vez ocurrió que un nubarrón oscuro atravesó la sala de fiestas, se detuvo el tiempo, el delfín pálido investido de los más altos poderes había sucumbido en el sopor, silencio, susurraban, el general chiquito está dormido, lo sacaron en brazos de sus edecanes a través de los diálogos truncos y los gestos petrificados de la audiencia de sicarios de lujo y señoras púdicas que apenas se atrevían a murmurar reprimiendo la risa del bochorno detrás de los abanicos de plumas, qué horror, si el general lo supiera, porque él dejaba prosperar la creencia que él mismo había inventado de que era ajeno a todo cuanto ocurría en el mundo que no estuviera a la altura de su grandeza así fueran los desplantes públicos del único hijo que había aceptado como suyo entre los incontables que había engendrado, o las atribuciones desmedidas de mi única y legítima esposa Leticia Nazareno que llegaba al mercado los miércoles al amanecer llevando de la mano a su general de juguete en medio de la escolta bulliciosa de sirvientas de cuartel y ordenanzas de asalto transfigurados por ese raro resplandor visible de la conciencia que precede a la salida inminente del sol en el Caribe, se hundían hasta la cintura en el agua pestilente de la bahía para entrar a saco en los veleros de parches remendados que fondeaban en el antiguo puerto negrero estibados con flores de la Martinica y rizones de jengibre de Paramaribo, arrasaban a su paso con la pesca viva en una rebatiña de guerra, se la disputaban a los cerdos con culatazos de rifle en torno de la antigua báscula de esclavos todavía en servicio donde otro miércoles de otra época de la patria antes de él habían rematado en subasta pública a una senegalesa cautiva que costó más que su propio peso en oro por su hermosura de pesadilla, acabaron con todo mi general, fue peor que la langosta, peor que el ciclón, pero él permanecía impasible ante el escándalo creciente de que Leticia Nazareno irrumpía como no se hubiera atrevido él mismo en la galería abigarrada del mercado de pájaros y legumbres perseguida por el alboroto de los perros callejeros que les ladraban asustados a los ojos de vidrios atónitos de los zorros azules, se movía con un dominio procaz de su autoridad entre las esbeltas columnas de hierro bordado bajo las ramazones de hierro con grandes hojas de vidrios amarillos, con manzanas de vidrios rosados, con cornucopias de riquezas fabulosas de la flora de vidrios azules de la gigantesca bóveda de luces donde escogía las frutas más apetitosas y las legumbres más tiernas que sin embargo se marchitaban en el instante en que ella las tocaba, inconsciente de la mala virtud de sus manos que hacían crecer el musgo en el pan todavía tibio y había renegrido el oro de su anillo matrimonial, así que se soltaba en improperios contra las vivanderas por haber escondido el mejor bastimento y sólo habían dejado para la casa del poder esta miseria de mangos de puerco, rateras, esta ahuyama que suena por dentro como un calabazo de músico, malparidas, esta mierda de costillar con la sangraza agusanada que se conoce a leguas que no es de buey sino de burro muerto de peste, hijas de mala madre, se desgañitaba, mientras las sirvientas con sus canastos y los ordenanzas con sus artesas de abrevadero arrasaban con cuanta cosa de comer encontraban a la vista, sus gritos de corsaria eran más estridentes que el fragor de los perros enloquecidos por el relente de escondrijos nevados de las colas de los zorros azules que ella se hacía llevar vivos de la isla del príncipe Eduardo, más hirientes que la réplica sangrienta de las guacamayas deslenguadas cuyas dueñas les enseñaban en secreto lo que ellas mismas no se podían dar el gusto de gritar Leticia ladrona, monja puta, lo chillaban encaramadas en las ramazones de hierro del follaje de vidrios de colores polvorientos del dombo del mercado donde se sabían a salvo del soplo de devastación de aquel zambapalo de bucaneros que se repitió todos los miércoles al amanecer durante la infancia bulliciosa del minúsculo general de embuste cuya voz se volvía más afectuosa y sus ademanes más dulces cuanto más hombre trataba de parecer con el sable de rey de la baraja que todavía le arrastraba al caminar, se mantenía