Read El otoño del patriarca Online
Authors: Gabriel García Márquez
imperturbable en medio de la rapiña, se mantenía sereno, altivo, con el decoro inflexible que su madre le había inculcado para que mereciera la flor de la estirpe que ella misma despilfarraba en el mercado con sus ímpetus de perra furiosa y sus improperios de turca bajo la mirada incólume de las ancianas negras de turbantes de trapos de colores radiantes que soportaban los insultos y contemplaban el saqueo abanicándose sin parpadear con una quietud abismal de ídolos sentados, sin respirar, rumiando bolas de tabaco, bolas de coca, medicinas de parsimonia que les permitían sobrevivir a tanta ignominia mientras pasaba el asalto feroz de la marabunta y Leticia Nazareno se abría paso con su militar de pacotilla a través de los espinazos erizados de los perros frenéticos y gritaba desde la puerta que le pasen la cuenta al gobierno, como siempre, y ellas apenas suspiraban, Dios mío, si el general lo supiera, si hubiera alguien capaz de contárselo, engañadas con la ilusión de que él siguió ignorando hasta la ahora de su muerte lo que todo el mundo sabia para mayor escándalo de su memoria que mi única y legítima esposa Leticia Nazareno había desguarnecido los bazares de los hindúes de sus terribles cisnes de vidrio y espejos con marcos de caracoles y ceniceros de coral, desvalijaba de tafetanes mortuorios las tiendas de los sirios y se llevaba a puñados los sartales de pescaditos de oro y las higas de protección de los plateros ambulantes de la calle del comercio que le gritaban en su cara que eres más zorra que las leticias azules que llevaba colgadas del cuello, cargaba con todo cuanto encontraba a su paso para satisfacer lo único que le quedaba de su antigua condición de novicia que era su mal gusto pueril y el vicio de pedir sin necesidad, sólo que entonces no tenia que mendigar por el amor de Dios en los zaguanes perfumados de jazmines del barrio de los virreyes sino que cargaba en furgones militares cuanto le complacía a su voluntad sin más sacrificios de su parte que la orden perentoria de que le pasen la cuenta al gobierno. Era tanto como decir que le cobraran a Dios, porque nadie sabía desde entonces si él existía a ciencia cierta, se había vuelto invisible, veíamos los muros fortificados en la colina de la Plaza de Armas, la casa del poder con el balcón de los discursos legendarios y las ventanas de visillos de encajes y macetas de flores en las cornisas que de noche parecía un buque de vapor navegando en el cielo, no sólo desde cualquier sitio de la ciudad sino también desde siete leguas en el mar después de que la pintaron de blanco y la iluminaron con globos de vidrio para celebrar la visita del conocido poeta Rubén Darío, aunque ninguno de esos signos demostraba a ciencia cierta que él estuviera ahí, al contrario, pensábamos con buenas razones que aquellos alardes de vida eran artificios militares para tratar de desmentir la versión generalizada de que él había sucumbido a una crisis de misticismo senil, que había renunciado a los fastos y vanidades del poder y se había impuesto a sí mismo la penitencia de vivir el resto de sus años en un tremendo estado de postración con cilicios de privaciones en el alma y toda clase de hierros de mortificación en el cuerpo, sin nada más que pan de centeno para comer y agua de pozo para beber, ni nada más para dormir que las losas del suelo pelado de una celda de clausura del convento de las vizcaínas hasta expiar el horror de haber poseído contra su voluntad y haber fecundado de varón a una mujer prohibida que sólo porque Dios es grande no había recibido todavía las órdenes mayores, y sin embargo nada había cambiado en su vasto reino de pesadumbre porque Leticia Nazareno tenía las claves de su poder y le bastaba con decir que él mandaba a decir que le pasen la cuenta al gobierno, una fórmula antigua que al principio parecía muy fácil de sortear pero que se fue haciendo cada vez más temible, hasta que un grupo de acreedores decididos se atrevió a presentarse al cabo de muchos años con una maleta de facturas pendientes en el retén de la casa presidencial y nos encontramos con el asombro de que nadie nos dijo que sí ni que no sino que nos mandaron con un soldado de servicio a una discreta sala de espera donde nos recibió un oficial de marina muy amable, muy joven, de voz reposada y ademanes sonrientes que nos brindó una taza del café tenue y fragante de las cosechas presidenciales, nos mostró las oficinas blancas y bien iluminadas con redes metálicas en las ventanas y ventiladores de aspas en el cielo raso, y todo era tan diáfano y humano que uno se preguntaba perplejo dónde estaba el poder de aquel aire oloroso a medicina perfumada, dónde estaba la mezquindad y la inclemencia del poder en la conciencia de aquellos escribientes de camisas de seda que gobernaban sin prisa y en silencio, nos mostró el patiecito interior cuyos rosales habían sido podados por Leticia Nazareno para purificar el sereno de la madrugada del mal recuerdo de los leprosos y los ciegos y los paralíticos que fueron mandados a morir de olvido en asilos de caridad, nos mostró el antiguo galpón de las concubinas, las máquinas de coser herrumbrosas, los catres de cuartel donde las esclavas del serrallo habían dormido hasta en grupos de tres en celdas de oprobio que iban a ser demolidas para construir en su lugar la capilla privada, nos mostró desde una ventana interior la galería más intima de la casa civil, el cobertizo de trinitarias doradas por el sol de las cuatro en el cancel de alfajores de listones verdes donde él acababa de almorzar con Leticia Nazareno y el niño que eran las únicas personas con franquicia para sentarse a su mesa, nos mostró la ceiba legendaria a cuya sombra colgaban la hamaca de lino con los colores de la bandera donde él hacía la siesta en las tardes de más calor, nos mostró los establos de ordeño, las queseras, los panales, y al regresar por el sendero que él recorría al amanecer para asistir al ordeño pareció fulminado por la centella de la revelación y nos señaló con el dedo la huella de una bota en el barro, miren, dijo, es la huella de él, nos quedamos petrificados contemplando aquella impronta de una suela grande y basta que tenia el esplendor y el dominio en reposo y el tufo de sarna vieja del rastro de un tigre acostumbrado a la soledad, y en esa huella vimos el poder, sentimos el contacto de su misterio con mucha más fuerza reveladora que cuando uno de nosotros fue escogido para verlo a él de cuerpo presente porque los grandes del ejército empezaban a rebelarse contra la advenediza que había logrado acumular más poder que el mando supremo, más que el gobierno, más que él, pues Leticia Nazareno había llegado tan lejos con sus ínfulas de reina que el propio estado mayor presidencial asumió el riesgo de franquearle el paso a uno de ustedes, sólo a uno, para tratar de que él tuviera al menos una idea ínfima de cómo andaba la patria a espaldas suyas mi general, y así fue cómo lo vi, estaba solo en la calurosa oficina de paredes blancas con grabados de caballos ingleses, estaba echado hacia atrás en la poltrona de resortes, debajo del ventilador de aspas, con el uniforme de dril blanco y arrugado con botones de cobre y sin insignias de ninguna clase, tenía la mano derecha con el guante de raso sobre el escritorio de madera donde no había nada más que tres pares iguales de espejuelos muy pequeños con monturas de oro, tenía a sus espaldas una vidriera de libros polvorientos que más bien parecían libros mayores de contabilidad empastados en cuero humano, tenía a la derecha una ventana grande y abierta, también con mallas metálicas, a través de la cual se veía la ciudad entera y todo el cielo sin nubes ni pájaros hasta el otro lado del mar, y yo sentí un grande alivio porque él se mostraba menos consciente de su poder que cualquiera de sus partidarios y era más doméstico que en sus fotografías y también más digno de compasión pues todo en él era viejo y arduo y parecía minado por una enfermedad insaciable, tanto que no tuvo aliento para decirme que me sentara sino que me lo indicó con un gesto triste del guante de raso, escuchó mis razones sin mirarme, respirando con un silbido tenue y difícil, un silbido recóndito que dejaba en la habitación un relente de creosota, concentrado a fondo en el examen de las cuentas que yo representaba con ejemplos de escuela porque él no lograba concebir nociones abstractas, de modo que empecé por demostrarle que Leticia Nazareno nos estaba debiendo una cantidad de tafetán igual a dos veces la distancia marítima de Santa María del Altar, es decir, 190 leguas, y él dijo ajá como para sí mismo, y terminé por demostrarle que el total de la deuda con el descuento especial para su excelencia era igual a seis veces el premio mayor de la lotería en diez años, y él volvió a decir ajá y sólo entonces me miró de frente sin los espejuelos y pude ver que sus ojos eran tímidos e indulgentes, y sólo entonces me dijo con una rara voz de armonio que nuestras razones eran claras y justas, a cada quién lo suyo, dijo, que le pasen la cuenta al gobierno. Así era, en realidad, por la época en que Leticia Nazareno lo había vuelto a hacer desde el principio sin los escollos montaraces de su madre Bendición Alvarado, le quitó la costumbre de comer caminando con el plato en una mano y la cuchara en la otra y comían los tres en una mesita de playa bajo el cobertizo de trinitarias, él frente al niño y Leticia Nazareno entre los dos enseñándoles las normas de urbanidad y de ¡a buena salud en el comer, les enseñó a mantenerse con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla, el tenedor en la mano izquierda, el cuchillo en la derecha, masticando cada bocado quince veces de un lado y quince veces del otro con la boca cerrada y la cabeza recta sin hacer caso de sus protestas de que tantos requisitos parecían cosas de cuartel, le enseñó a leer después del almuerzo el periódico oficial en el que figuraba él mismo como patrono y director honorario, se lo ponía en las manos cuando lo veía acostado en la hamaca a la sombra de la ceiba gigantesca del patio familiar diciéndole que no era concebible que todo un jefe de estado no estuviera al corriente de lo que pasaba en el mundo, le ponía los espejuelos de oro y lo dejaba chapaleando en la lectura de sus propias noticias mientras ella adiestraba al niño en el deporte de novicias de lanzarse y devolverse una pelota de caucho, mientras él se encontraba a sí mismo en fotografías tan antiguas que muchas de ellas no eran suyas sino de un antiguo doble que había muerto por él y cuyo nombre no recordaba, se encontraba presidiendo los consejos de ministros del martes a los cuales no asistía desde los tiempos del cometa, se enteraba de frases históricas que le atribuían sus ministros de letras, leía cabeceando en el bochorno de los nubarrones errantes de las tardes de agosto, se sumergía poco a poco en la mazmorra de sudor de la siesta murmurando qué mierda de periódico, carajo, no entiendo cómo se lo aguanta la gente, murmuraba, pero algo debía quedarle de aquellas lecturas sin gracia porque despertaba del sueño corto y tenue con alguna idea nueva inspirada en las noticias, mandaba órdenes a sus ministros con Leticia Nazareno, le contestaban con ella tratando de vislumbrar su pensamiento por el pensamiento de ella, porque tú eras lo que yo había querido que fueras la intérprete de mis más altos designios, tú eras mi voz, eras mi razón y mi fuerza, era su oído más fiel y más atento en el rumor de lavas perpetuas del mundo inaccesible que lo asediaba, aunque en realidad los últimos oráculos que regían su destino eran los letreros anónimos escritos en las paredes de los excusados del personal de servicio, en los cuales descifraba las verdades recónditas que nadie se hubiera atrevido a revelarle, ni siquiera tú, Leticia, los leía al amanecer de regreso del ordeño antes de que los borraran los ordenanzas de la limpieza y había ordenado encalar a diario los muros de los retretes para que nadie resistiera a la tentación de desahogarse de sus rencores ocultos, allí conoció las amarguras del mando supremo, las intenciones reprimidas de quienes medraban a su sombra y lo repudiaban a sus espaldas, se sentía dueño de todo su poder cuando conseguía penetrar un enigma del corazón humano en el espejo revelador del papel de la canalla, volvió a cantar al cabo de tantos años contemplando a través de las brumas del mosquitero el sueño matinal de ballena varada de su única y legítima esposa Leticia Nazareno, levántate, cantaba, son las seis de mi corazón, el mar está en su puesto, la vida sigue, Leticia, la vida imprevisible de la única de sus tantas mujeres que lo había conseguido todo de él menos el privilegio fácil de que amaneciera con ella en la cama, pues él se iba después del último amor, colgaba la lámpara de salir corriendo en el dintel de su dormitorio de soltero viejo, pasaba las tres aldabas, los tres cerrojos, los tres pestillos, se tiraba bocabajo en el suelo, solo y vestido, como lo había hecho todas las noches antes de ti, como lo hizo sin ti hasta la última noche de sus sueños de ahogado solitario, regresaba después del ordeño a tu cuarto oloroso a bestia de oscuridad para seguirte dando cuanto quisieras, mucho más que la herencia sin medidas de su madre Bendición Alvarado, mucho más de lo que ningún ser humano había soñado sobre la tierra, no sólo para ella sino también para sus parientes inagotables que llegaban desde los cayos incógnitos de las Antillas sin otra fortuna que el pellejo que llevaban puesto ni más títulos que los de su identidad de Nazarenos, una familia áspera de varones intrépidos y mujeres abrasadas por la fiebre de la codicia que se habían tomado por asalto los estancos de la sal, el tabaco, el agua potable, los antiguos privilegios con que él había favorecido a los comandantes de las distintas armas para mantenerlos apartados de otra clase de ambiciones y que Leticia Nazareno les había ido arrebatando poco a poco por órdenes suyas que él no daba pero aprobó, de acuerdo, había abolido el sistema bárbaro de ejecución por descuartizamiento con caballos y había tratado de poner en su lugar la silla eléctrica que le había regalado el comandante del desembarco para que también nosotros disfrutáramos del método más civilizado de matar, había visitado el laboratorio de horror de la fortaleza del puerto donde escogían a los presos políticos más exhaustos para entrenarse en el manejo del trono de la muerte cuyas descargas absorbían el total de la potencia eléctrica de la ciudad, conocíamos la hora exacta del experimento mortal porque nos quedábamos un instante en las tinieblas con el aliento tronchado de horror, guardábamos un minuto
de silencio en los burdeles del puerto y nos tomábamos una copa por el alma del sentenciado, no una vez sino muchas veces, pues la mayoría de las víctimas se quedaban colgadas de las correas de la silla con el cuerpo amorcillado y echando humos de carne asada pero todavía resollando de dolor hasta que alguien tuviera la piedad de acabar de matarlos a tiros después de varias tentativas frustradas, todo por complacerte, Leticia, por ti había desocupado los calabozos y autorizó de nuevo la repatriación de sus enemigos y promulgó un bando de pascua para que nadie fuera castigado por divergencias de opinión ni perseguido por asuntos de su fuero interno, convencido de corazón en la plenitud de su otoño de que aun sus adversarios más encarnizados tenían derecho a compartir la placidez de que él gozaba en las noches absortas de enero con la única mujer que mereció la gloria de verlo sin camisa y con los calzoncillos largos y la enorme potra dorada por la luna en la terraza de la casa civil, contemplaban juntos los sauces misteriosos que por aquellas Navidades les mandaron los reyes de Babilonia para que los sembraran en el jardín de la lluvia, disfrutaban del sol astillado a través de las aguas perpetuas, gozaban de la estrella polar enredada en sus frondas, escudriñaban el universo en los números de la radiola interferida por las rechiflas de burla de los planetas fugitivos, escuchaban juntos el episodio diario de las novelas habladas de Santiago de Cuba que les dejaba en el alma el sentimiento de zozobra de si todavía mañana estaremos vivos para saber cómo se arregla esta desgracia, él jugaba con el niño antes de acostarlo para enseñarle todo lo que era posible saber sobre el uso y mantenimiento de las armas de guerra que era la ciencia humana que él conocía mejor que nadie, pero el único consejo que le dio fue que nunca impartiera una orden si no estás seguro de que la van a cumplir, se lo hizo repetir tantas veces cuantas creyó necesarias para que el niño no olvidara nunca que el único error que no puede cometer ni una sola vez en toda su vida un hombre investido de autoridad y mando es impartir una orden que no esté seguro de que será cumplida, un consejo que era más bien de abuelo escaldado que de padre sabio y que el niño no habría olvidado jamás aunque hubiera vivido tanto como él porque se lo enseñó mientras lo preparaba para disparar por primera vez a los seis años de edad un cañón de retroceso a cuyos estampidos de catástrofe atribuimos la pavorosa tormenta seca de relámpagos y truenos volcánicos y el tremendo viento polar de Comodoro Rivadavia que volteó al revés las entrañas del mar y se llevó volando un circo de animales acampado en la plaza del antiguo puerto negrero, sacábamos elefantes en las atarrayas, payasos ahogados, jirafas subidas en los trapecios por la furia del temporal que de milagro no echó a pique el barco bananero en que llegó pocas horas después el joven poeta Félix Rubén García Sarmiento que había de hacerse famoso con el nombre de Rubén Darío, por fortuna se aplacó el mar a las cuatro, el aire lavado se llenó de hormigas voladoras y él se asomó a la ventana del dormitorio y vio al socaire de las colinas del puerto el buquecito blanco escorado a estribor y con la arboladura desmantelada navegando sin riesgos en el remanso de la tarde purificada por el azufre de la tormenta, vio al capitán en el alcázar dirigiendo la maniobra difícil en honor del pasajero ilustre de casaca de paño oscuro y chaleco cruzado a quien él no oyó mencionar hasta la noche del domingo siguiente cuando Leticia Nazareno le pidió la gracia inconcebible de que la acompañara a la velada lírica del Teatro Nacional y él aceptó sin parpadear, de acuerdo. Habíamos esperado tres horas de pie en la atmósfera de vapor de la platea sofocados por la vestimenta de gala que nos exigieron de urgencia a última hora, cuando por fin se inició el himno nacional y nos volvimos aplaudiendo hacia el palco señalado con el escudo de la patria donde apareció la novicia regordeta del sombrero de plumas rizadas y las colas de zorros nocturnos sobre el vestido de tafetán, se sentó sin saludar junto al infante en uniforme de noche que había respondido a los aplausos con el lirio de dedos vacíos del guante de raso apretado en el puño como su madre le había dicho que lo hacían los príncipes de otra época, no vimos a nadie más en el palco presidencial, pero durante las dos horas del recital soportamos la certidumbre de que él estaba ahí, sentíamos la presencia invisible que vigilaba nuestro destino para que no fuera alterado por el desorden de la poesía, él regulaba el amor, decidía la intensidad y el término de la muerte en un rincón del palco en penumbra desde donde vio sin ser visto al minotauro espeso cuya voz de centella marina lo sacó en vilo de su sitio y de su instante y lo dejó flotando sin su permiso en el trueno de oro de los claros clarines de los arcos triunfales de Martes y Minervas de una gloria que no era la suya mi general, vio los atletas heroicos de los estandartes los negros mastines de presa los fuertes caballos de guerra de cascos de hierro las picas y lanzas de los paladines de rudos penachos que llevaban cautiva la extraña bandera para honor de unas armas que no eran las suyas, vio la tropa de jóvenes fieros que habían desafiado los soles del rojo verano las nieves y vientos del gélido invierno la noche y la escarcha y el odio y la muerte para esplendor eterno de una patria inmortal más grande y más gloriosa de cuantas él había soñado en los largos delirios de sus calenturas de guerrero descalzo, se sintió pobre y minúsculo en el estruendo sísmico de los aplausos que él aprobaba en la sombra pensando madre mía Bendición Alvarado eso sí es un desfile, no las mierdas que me organiza esta gente, sintiéndose disminuido y solo, oprimido por el sopor y los zancudos y las columnas de sapolín de oro y el terciopelo marchito del palco de honor, carajo, cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con que se limpia el culo, se decía, tan exaltado por la revelación de la belleza escrita que arrastraba sus grandes patas de elefante cautivo al compás de los golpes marciales de los timbaleros, se adormilaba al ritmo de las voces de gloria del canto sonoro del cálido coro que Leticia Nazareno recitaba para él a la sombra de los arcos triunfales de la ceiba del patio, escribía los versos en las paredes de los retretes, estaba tratando de recitar de memoria el poema completo en el Olimpo tibio de mierda de vaca de los establos de ordeño cuando tembló la tierra con la carga de dinamita que estalló antes de tiempo en el baúl del automóvil presidencial estacionado en la cochera, fue terrible mi general, una conflagración tan potente que muchos meses después todavía encontrábamos por toda la ciudad las piezas retorcidas del coche blindado que Leticia Nazareno y el niño debían usar una hora más tarde para hacer el mercado del miércoles, pues el atentado era contra ella mi general, sin ninguna duda, y entonces él se dio una palmada en la frente, carajo, cómo es posible que no lo hubiera previsto, qué había sido de su clarividencia legendaria si desde hacía tantos meses que los letreros de los excusados no estaban dirigidos contra él, como siempre, o contra alguno de sus ministros civiles, sino que estaban inspirados por la audacia de los Nazarenos que había llegado al punto de mordisquear las prebendas reservadas al mando supremo, o por las ambiciones de los hombres de iglesia que obtenían del poder temporal favores desmedidos y eternos, él había observado que las diatribas inocentes contra su madre Bendición Alvarado se habían vuelto improperios de guacamaya, pasquines de rencores ocultos que maduraban en la impunidad tibia de los retretes y terminaban por salir a la calle como había ocurrido tantas veces con otros escándalos menores que él mismo se encargaba de precipitar, aunque nunca pensó ni hubiera podido pensar que fueran tan feroces como para poner dos quintales de dinamita dentro del propio cerco de la casa civil, matreros, cómo es posible que él anduviera tan absorto en el éxtasis de los bronces triunfales que su olfato exquisito de tigre cebado no había reconocido a tiempo el viejo y dulce olor del peligro, qué vaina, reunió de urgencia al mando supremo; catorce militares trémulos que al cabo de tantos años de conducto ordinario y órdenes de segunda mano volvíamos a ver a dos brazas de distancia al anciano incierto cuya existencia real era el más simple de sus enigmas, nos recibió sentado en la silla tronal de la sala de audiencias con el uniforme de soldado raso oloroso a meados de mapurito y unos espejuelos muy finos de oro puro que no conocíamos ni en sus retratos más recientes, y era más viejo y más remoto de lo que nadie hubiera podido imaginar, salvo las manos lánguidas sin los guantes de raso que no parecían sus manos naturales de militar sino las de alguien mucho más joven y compasivo, todo lo demás era denso y sombrío, y cuanto más lo reconocíamos era más evidente que apenas le quedaba un último soplo para vivir, pero era el soplo de una autoridad inapelable y devastadora que a él mismo le costaba trabajo mantener a raya como al azogue de un caballo cerrero, sin hablar, sin mover siquiera la cabeza mientras le rendíamos honores de general jefe supremo y acabamos de sentarnos frente a él en las poltronas dispuestas en círculo, y sólo entonces se quitó los espejuelos y empezó a escrutarnos con aquellos ojos meticulosos que conocían los escondrijos de comadreja de nuestras segundas intenciones, los escrutó sin clemencia, uno por uno, tomándose todo el tiempo que le hacia falta para establecer con precisión cuánto había cambiado cada uno de nosotros desde la tarde de brumas de la memoria en que los había ascendido a los grados más altos señalándolos con el dedo según los impulsos de su inspiración, y a medida que los escudriñaba sentía crecer la certidumbre de que entre aquellos catorce enemigos recónditos estaban los autores del atentado, pero al mismo tiempo se sintió tan solo e indefenso frente a ellos que apenas parpadeó, apenas levantó la cabeza para exhortarlos a la unidad ahora más que nunca por el bien de la patria y el honor de las fuerzas armadas, les recomendó energía y prudencia y les impuso la honrosa misión de descubrir sin contemplaciones a los autores del atentado para someterlos al rigor sereno de la justicia marcial, eso es todo, señores, concluyó, a sabiendas de que el autor era uno de ellos, o eran todos, herido de muerte por la convicción ineludible de que la vida de Leticia Nazareno no dependía entonces de la voluntad de Dios sino de la sabiduría con que él lograra preservarla de una amenaza que tarde o temprano se había de cumplir sin remedio, maldita sea. La obligó a cancelar sus compromisos públicos, obligó a sus parientes más voraces a despojarse de cuanto privilegio pudiera tropezar con las fuerzas armadas, a los más comprensivos los nombró cónsules de mano libre y a los más encarnizados los encontrábamos flotando en los manglares de tarulla de los caños del mercado, apareció sin anunciarse al cabo de tantos años en su sillón vacío del consejo de ministros dispuesto a poner un limite a la infiltración del clero en los negocios del estado para tenerte a salvo de tus enemigos, Leticia, y sin embargo había vuelto a echar sondas profundas en el mando supremo después de las primeras decisiones drásticas y estaba convencido de que siete de los comandantes le eran leales sin reservas además del general en jefe que era el más antiguo de sus compadres, pero todavía carecía de poder contra los otros seis enigmas que le alargaban las noches con la impresión ineludible de que Leticia Nazareno estaba ya señalada por la muerte, se la estaban matando entre las manos a pesar del rigor con que hacia probar su comida desde que encontraron una espina de pescado dentro del pan, comprobaban la pureza del aire que respiraba porque él había temido que le pusieran veneno en la bomba del flit, la veía pálida en la mesa, la sentía quedarse sin voz en mitad del amor, lo atormentaba la idea de que le pusieran microbios del vómito negro en el agua de beber, vitriolo en el colirio, sutiles ingenios de muerte que le amargaban cada instante de aquellos días y lo despertaban a medianoche con la pesadilla vivida de que Leticia Nazareno se había desangrado durante el sueño por un maleficio de indios, aturdido por tantos riesgos imaginarios y amenazas verídicas que le prohibía salir a la calle sin la escolta feroz de guardias presidenciales instruidos para matar sin causa, pero ella se iba mi general, se llevaba al niño, él se sobreponía al mal presagio para verlos subir en el nuevo automóvil blindado, los despedía con señales de conjuro desde un balcón interior rogando madre mía Bendición Alvarado protégelos, haz que las balas reboten en su corpiño, amansa el láudano, madre, endereza los pensamientos torcidos, sin un instante de sosiego mientras no volviera a sentir las sirenas de la escolta de la Plaza de Armas y veía a Leticia Nazareno y al niño atravesando el patio con las primeras luces del faro, ella volvía agitada, feliz en medio de la custodia de guerreros cargados de pavos vivos, orquídeas de Envigado, ristras de foquitos de colores para las noches de Navidad que ya se anunciaban en la calle con letreros de estrellas luminosas ordenados por él para disimular su ansiedad, la recibía en la escalera para sentirte todavía viva en el relente de naftalina de las colas de zorros azules, en el sudor agrio de tus mechones de inválida, te ayudaba a llevar los regalos al dormitorio con la rara certidumbre de estar consumiendo las últimas migajas de un alborozo condenado que hubiera preferido no conocer, tanto más desolado cuanto más convencido estaba de que cada recurso que concebía para aliviar aquella ansiedad insoportable, cada paso que daba para conjurarla lo acercaba sin piedad al pavoroso miércoles de mi desgracia en que tomó la decisión tremenda de que ya no más, carajo, lo que ha de ser que sea pronto, decidió, y fue como una orden fulminante que no había acabado de concebir cuando dos de sus edecanes irrumpieron en la oficina con la novedad terrible de que a Leticia Nazareno y al niño los habían descuartizado y se los habían comido a pedazos los perros cimarrones del mercado público, se los comieron vivos mi general, pero no eran los mismos perros callejeros de siempre sino unos animales de presa con unos ojos amarillos atónitos y una piel lisa de tiburón que alguien había cebado contra los zorros azules, sesenta perros iguales que nadie supo cuándo saltaron de entre los mesones de legumbres y cayeron encima