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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (12 page)

—Haz lo que te digo.

—Estoy extenuado. Conociendo el motivo por el que me mandas, me será más fácil prestarme a ello.

—Ocurre que alguien está por construir un trineo; pero la nieve, granulosa a causa del gran frío, se pegaría a los patines que no resbalarían bien. Para que eso no ocurra hay que pasarles una capa de hielo. Pero el hielo no se adhiere a los patines; la tierra, sí. Entonces se emplea la tierra para pegar el hielo a los patines: primero se recubren los patines con una capa de tierra; luego la tierra con una capa de hielo. Ya conoces el motivo.

Mientras el hombre blanco se alejaba como un autómata, rígido y aterido, Ernenek partió la piel de foca en dos mitades, en el sentido longitudinal. Mojó los dos trozos en el agujero y los enrolló, apresuradamente sobre el hielo para que se helaran; así obtuvo los patines del trineo.

Pero necesitaba aún otra foca, y —después de una espera que habría parecido larga a quien mide el tiempo por horas en lugar de hacerlo por estaciones— capturó una segunda foca, más pequeña que la primera, cuya piel cortó en delgadas lonjas que, anudadas, le servirían de correas. Luego construyó los travesaños; colocó las tiras de carne sobre los patines y las ató con las lonjas de piel. Por último soldó los puntos de juntura, rociando sobre ellos agua de mar, mediante la cola del perro, mientras trabajaba apresuradamente, rivalizando en velocidad con el hielo, que todo lo petrificaba.

Verdad era que el hueso de ballena proporcionaba patines más lisos, verdad que la madera daba travesaños más livianos, pero no mucho.

En el ínterin, el hombre blanco había vuelto con el polvo de tierra helada. Mezclándola con orina caliente, Ernenek obtuvo una pasta barrosa con la cual revistió abundantemente los patines. Luego alisó la superficie con el guante. Habiéndosele acabado la orina, derritió nieve en la boca, empapó la cola del perro y recubrió el fango con una delgada capa de hielo.

Trabajaba no sólo con gran rapidez, sino muy atentamente y con la frente fruncida. La capa de barro había de ser abundante pero lisa. El agua no tenía que estar demasiado caliente, porque de otro modo derretiría el barro, ni tampoco demasiado fría, porque se habría helado antes de extenderse. El revestimiento de hielo no tenía que ser demasiado grueso, porque de serlo no se adheriría, ni demasiado delgado, porque se resquebrajaría.

Cuando quedó satisfecho de su obra, Ernenek unció los perros a su modo, es decir, les puso las correas alrededor del pecho y ató cada animal separadamente al trineo. Pero antes de partir, arrojó al agua los esqueletos, en virtud de un pacto que los hombres habían sellado con el reino de las focas desde el principio de los siglos, pacto según el cual quien mataba a una foca tenía que restituir al mar todos sus huesos, porque de otro modo ninguna foca se dejaría ya atrapar por un hombre.

Ernenek lanzó un golpe de arpón al perro que tenía más cerca de él, que aulló y electrizó a sus compañeros, quienes se pusieron en movimiento con todos los kilos de su fuerza y aun alguna onza más, y el trineo comenzó a deslizarse sobre el océano.

Con rumbo al norte.

Hicieron buen trecho de camino sin detenerse. Al principio se sentían fuertes y calientes, reanimados como estaban por la carne y la grasa de la segunda foca; además sus rostros, recién untados, eran insensibles al viento; pero cuando sobrevino el hambre, el frío comenzó a penetrarlos y a obligarlos a cada rato a bajar del trineo y a trotar para calentarse. Apenas los perros comenzaron a tropezar, Ernenek hizo un alto.

—Tenemos que dejarlos descansar. No podemos correr el riesgo de perder siquiera uno.

—Quisiera dormir un poco.

—No lo harás al aire libre, porque ya no te despertarías; ahora nos queda poco camino por hacer.

—Nunca llegaré a tu tienda. Mi cansancio es tan grande como el océano.

—Cazaremos otras focas y si por lo menos quisieras hartarte de grasa y de sangre como hacen los hombres te sentirías fuerte y caliente y no tendrías necesidad de dormir. La comida sustituye al sueño.

Pero el sol había dado ya dos vueltas y los hombres se habían detenido muchas veces para dar descanso al tiro, antes de que los perros husmearan otro banco de focas. Ernenek se puso al acecho sobre uno de los agujeros de aire, mas, a pesar de que el hombre blanco no dejó de conducir el trineo en redondo, no afloró a la superficie ninguna foca. Se las podía oír mugir, resoplar y rugir en todos los agujeros, menos en aquél donde Ernenek las esperaba.

—Es claro —gritó alarmado—. Se ve que en el mundo de las focas ya se difundió la voz de que tú y tu compañero mataron algunas sin devolver los huesos al mar, y ahora las otras se niegan a dejarse atrapar.

Pero el hombre blanco no había oído la acusación; se había adormecido mientras los perros, abandonados a sí mismos, atacaban salvajemente los travesaños del trineo.

Ernenek maldijo la ignorancia de los extranjeros, que permitían que los perros de trineo conservaran intactos sus dientes. Despertó bruscamente al hombre blanco, y mientras éste mantenía abiertas las fauces de los perros con la lanza del arpón, Ernenek les fracturó los colmillos con el mango del cuchillo.

Continuaron andando sin comer ni dormir por el día sin fin, castigados por el viento, atormentados por la nevisca y torturados por el frío y el hambre. Ernenek, considerando que no tenía importancia el que un amuleto se llevara fuera o dentro del cuerpo, se comió el ojo de la foca; después de lo cual ya no les quedaba para masticar otra cosa que un trocito de piel; obligó al hombre blanco a imitarlo, porque había observado desde tiempo atrás que las pieles de cualquier animal marino tenían un poder vivificante y duradero, mayor aún que la grasa y la carne. A todo esto maldecía a Asiak, quien era una costurera demasiado concienzuda, de manera que el interior de las ropas confeccionadas por ella brillaba a fuerza de estar bien curtido, raspado y masticado, y no conservaba ni el menor rastro de carne o de grasa.

De vez en cuando una tempestad les obligaba a cobijarse en alguna hendedura de la costa o en una imitación de iglú construido a toda prisa, sólo a golpes de cuchillo.

El hombre blanco continuaba sombrío y taciturno. Había enflaquecido y en su rostro veíanse marcados los sufrimientos; pero todavía estaba bastante fuerte para negarse a morir. En una época había creído que ya no tenía nada que aprender sobre esas regiones: sabía que en ella se habían registrado temperaturas mínimas de unos sesenta grados Celsius bajo cero, que una familia de cuatro personas como la de Ernenek disponía, según las estadísticas, de más de 2500 km2 de territorio, que la inclinación del sol no superaba los veintisiete grados a mediodía y los once grados a medianoche; sabía distinguir los opacos hielos de agua salada provenientes de la congelación del mar y el hielo de agua dulce, que se originaba en los días y en las escasas precipitaciones atmosféricas, los cuales siempre eran transparentes y llenos de burbujas de aire.

Pero allí se acababan sus conocimientos prácticos. Por ejemplo, ignoraba que la nieve asentada, áspera y granulosa, daba más agua y era más dulce que la nieve fresca, y que la misma agua del mar perdía su salinidad y se hacía potable después de haber estado por largo tiempo helada.

Y menos aún habría podido reconocer focas muertas en los cúmulos de nieve junto a los cuales Ernenek detuvo el trineo, focas que ni siquiera el olfato de los perros registró.

—Ésta es una de las focas que mataron ustedes al pasar —dijo, descubriendo con el cuchillo una piel parda cubierta de cicatrices—; pero aquí haría falta una sierra.

No consiguió mover la foca del fondo helado; sólo logró sacar la punta de las aletas, que desheló en la boca. Aquellos trozos contenían mucha grasa, lo que le incitó el hambre y, presa de la impaciencia, el cuchillo le resbaló sobre el cadáver petrificado y le hizo un tajo en la mano. Los perros se precipitaron a lamer golosamente la sangre que se escurría sobre la nieve, sin dejar de echar ávidas miradas al guante embebido en sangre.

Ernenek arrancó un montón de pelos de la chaqueta y con ellos cubrió la herida para que absorbieran la sangre y se formara una costra. Luego se arrojó de bruces al suelo y procuró atacar la foca con los dientes, empeño en que rivalizó con los perros; pero entre todos no consiguieron siquiera llegar a la piel.

No fue fácil hacer que los perros ariscos y locos de hambre volvieran a ocupar su puesto.

Hallábanse todos en pésimas condiciones: uno cojeaba, otro tenía un ojo cerrado por un golpe, el tercero sangraba por la boca, el cuarto se lamentaba ininterrumpidamente, y todos, habiéndose comido las abarcas, tenían las patas llagadas por las marchas forzadas y por la sal del mar. Al cabo de otro trecho de camino, el quinto perro, que mostraba menos defectos que los otros, se recostó sobre un costado y se negó a moverse.

Sentados sobre los cuartos posteriores con hilos de baba que les pendían sobre el pecho, observaban cómo Ernenek pretendía hacer entrar en razón a su compañero, a golpes de arpón.

De pronto apareció una gota de sangre en él lugar en que la punta del arpón golpeó al caído.

Como obedeciendo a una señal, todos los perros le cayeron encima. No era posible detenerlos, y Ernenek ni siquiera lo intentó.

Pacientemente, el moribundo miraba, con ojos ofuscados, cómo se le oscurecía el día.

Apenas se atenuó la avidez de los perros, Ernenek cortó la lengua del muerto con el cuchillo.

Entre tanto, el vientre de los otros cuatro se hinchaba visiblemente, mientras arrancaban y tragaban la carne casi sin masticarla y trituraban los huesos con los dientes quebrados, hasta que de su compañero no quedaron ni las correas; luego se echaron en el suelo e instantáneamente comenzaron a roncar. Ernenek los dejó en paz. Pero por poco tiempo.

El sol había dado ya varias vueltas y los hombres hambrientos continuaron incitando a los perros hambrientos hasta que abandonaron el Océano Glacial para ganar la tierra firme. Allí el terreno montuoso y accidentado no permitía que tan pocos y tan maltrechos perros tiraran del trineo, de manera que Ernenek lo quebró contra una roca para recuperar la carne de los travesaños.

Arrojó a los perros los patines y él intentó comerse los travesaños helados; pero sólo era posible chuparlos lentamente, lo cual lo exasperaba; sintiendo una necesidad imperiosa e inmediata de carne, Ernenek quiso matar a uno de los perros, mas como éstos se hallaban de nuevo alerta, fue imposible acercarse a ellos y Ernenek se dio grandes puñetazos en la cabeza por haberlos liberado demasiado pronto de las correas. Pero súbitamente su carota se iluminó.

—¡Alguien recuerda que sepultó provisiones en estos parajes!

—¿Provisiones de qué?

—De carne o de pescado.

—¿Dónde?

—A derecha o a izquierda.

—¿Cuándo?

—Hace mucho o hace poco.

—Pero cualquier cosa que sea —dijo el hombre blanco irritado y cansado—, estará helada en el suelo como la carne de las focas, y no podremos retirarla de allí.

—En este mundo hay gente que corta siempre las provisiones en trozos pequeños antes de sepultarlas.

Y sin más demora, Ernenek se puso a buscar el escondite, mientras el hombre blanco lo seguía con aire fúnebre.

Un torrente de maldiciones anunció que Ernenek había encontrado lo que buscaba... y que ahora ya no estaba allí. Una familia de glotones lo había precedido, y no mucho antes: habían excavado el terreno con las uñas y precipitado al valle los peñascos que cubrían las provisiones; se habían dado un banquete y sólo habían dejado los huesos roídos y las huellas de sus propias patas.

Precisamente en el momento en que Ernenek, cansado de maldecir contra la ralea de los glotones, se disponía a proseguir la marcha, husmeó la presencia de una zorra. Buscó la pista y la siguió con la esperanza de que lo condujera hasta la guarida donde estarían los zorritos; en cambio la pista lo llevó a un lugar donde la zorra había acumulado carne de garza en el interior de una gruta que se encontraba entre las rocas; y esa carne, deliciosamente pasada y violácea, lo reanimó y le devolvió la alegría.

Pero el hombre blanco se negó á gustar aquel alimento. Por lo demás, sus zapatos claveteados se aferraban escasamente en los declives helados, de manera que, después de haber resbalado por milésima vez, se negó a levantarse.

—Te das por vencido demasiado fácilmente —dijo Ernenek muy alegre—. Una noche, un hombre que conozco, habiendo perdido las armas y las guarniciones del trineo, a fin de adquirir la fuerza necesaria para arrastrarse hasta su casa, se comió los pies, que a decir verdad ya no le habrían servido, porque estaban helados. Aun hoy todos nos desternillamos de risa cuando ese hombre nos cuenta la aventura.

Apenas consiguió refrenar su hilaridad, Ernenek se cargó en hombros al compañero y volvió a ponerse en marcha; pero no consiguió hacer mucho camino, porque ahora ya comenzaba a demostrar cansancio, de modo que tuvo que dejarlo nuevamente en el suelo.

—Llevaré los perros conmigo, mostrándoles un trozo de trineo; así no te destrozarán. Luego volveré por ti. Mientras tanto chupa este travesaño y procura no dormirte.

Y así diciendo, se alejó canturreando.

Encontró su tienda de pieles donde la había dejado, es decir, al pie de una gran roca; sus perros lo recibieron jubilosos y luego husmearon con recelo a los cuatro míseros canes que lo seguían.

De la tienda salió primero el pequeño Papik, más ancho que alto, metido en su ropa de pelo, saltando y chillando de alegría. Luego apareció Asiak, cuyos negros ojos parecían sonreír complacidos en la gruesa cara. Por encima de su hombro, la pequeña Ivalú, atada a las espaldas de la madre, miraba con evidente estupor aquella figura enorme que se decía su padre.

—Has estado afuera durante muchos sueños —dijo Asiak con tono indiferente—. Debes de haber juntado un montón de pescado. Espera que prepare el trineo para que vayamos juntos a recoger el botín.

—Alguien ha hecho un botín bien flaco —admitió Ernenek por primera vez en su vida.

Cuando fueron a buscarlo, el hombre blanco no dormía; ni tampoco consiguió conciliar el sueño sobre el lecho de pieles en la tienda, ni aun después que Asiak le hubo servido té de tundra y una tajada de carne, especialmente carbonizada para él al fuego de la lámpara. Había estado despierto por un período más largo del que le era posible resistir, y algún engranaje interior se le había deteriorado: a pesar del enorme cansancio físico, conservaba el cerebro ardientemente despierto.

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