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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (8 page)

Pero los sueños de Ernenek eran agitados y hasta cuando dormía desvariaba en voz alta acerca del fusil.

En medio de la noche Asiak dijo repentinamente:

—Así no podemos seguir. Una mujer casi ni logra dormir ni presta atención a su trabajo. Tal vez todo se arregle si vamos al puesto de intercambio.

Ernenek se puso de pie en un santiamén, revisó febrilmente las correas, se precipitó afuera para desenterrar el trineo y, presuroso, recubrió con una capa de hielo los patines, mientras Asiak preparaba los utensilios de la casa.

Una vez disipada su somnolencia, los perros comenzaron a reñir y el cabeza tuvo que atacarlos repetidas veces, para hacerlos colocar en su puesto. Permanentemente famélicos, eran capaces de devorar todos los días el equivalente de su peso en carne o pescado, pero estaban acostumbrados a pasarse sin comida durante varias vueltas de sol consecutivas: cuatro o cinco cuando viajaban y unos diez días cuando reposaban.

Ernenek degolló los últimos cuatro cachorros que aún no habían terminado en las fauces de los perros de tiro, los redujo a trozos suficientemente pequeños para que se los pudiera comer sin necesidad de cortarlos de nuevo, lo cual habría sido difícil una vez helados, y los cargó en el trineo como comida para los perros. El pequeño Papik participaba de la excitación general y también él se balanceó de aquí para allá, como un pato, sobre los piececitos separados, metidos en blancos zapatitos de piel de foca joven, hasta que llegó el momento de partir.

Ittimangnerk no habría podido describir el itinerario con mayor precisión:

—Atraviesen la Bahía de la Foca Bizca, pasen a través de los dos islotes puntiagudos llamados Senos del Diablo y luego costeen el litoral bajo que hay a la derecha. Manténganse a alguna distancia de esa costa, porque los hombres del interior, que tienen la piel roja y son malísimos, por ser hijos del diablo, los matarán con toda seguridad si se internan en sus dominios; continúen pues avanzando sobre el mar hasta llegar a una cadena de montes altos y escarpados. Allí, tengan los ojos bien abiertos para poder descubrir las desembocaduras de los ríos. El puesto de intercambio se encuentra sobre el cuarto río, en la segunda curva y precisamente en la costa. No pueden equivocarse.

No podían equivocarse ni podían encontrar dificultad alguna en el camino, pues se habían provisto abundantemente de amuletos contra las insidias del destino. Llevaban un manojo de pelos de conejo de nieve contra la mordedura del hielo, una cola de comadreja contra la tormenta, una uña de oso contra el rayo, un diente de caribú contra el hambre, una piel de marta contra los percances, una cola de glotón contra la locura, una cabeza de zorro contra las celadas, una gaviota disecada para tener fortuna en la pesca, una oreja de reno para tener oído sutil, un poquito de hollín para ser fuertes (puesto que el hollín resiste hasta el fuego), una mosca para ser invulnerables (puesto que es difícil golpear a una mosca) y un ojo de foca contra el mal de ojo y contra los varios espíritus hostiles. Hasta los perros llevaban amuletos. Pero el más importante de todos ellos era la piel de armiño que Ernenek llevaba cosida en el sayo: asaltado por potencias superiores, Ernenek podría infundirle vida y el feroz animalejo se arrojaría con incontenible violencia contra cualquier cuerpo enemigo. De manera que no había que maravillarse por el hecho de que avanzaran sin inconvenientes y con el viento a las espaldas, viento del norte que durante todo el invierno casi no cesaba de soplar.

El intenso frío congelaba la capa de grasa extendida sobre los rostros y el aliento se condensaba en pequeños cristalitos de hielo en torno a las narices y a las cejas; cuando escupían, la saliva se congelaba en medio del aire y se oía el tic que producía al caer sobre el hielo.

Apenas notaban que la punta de la nariz o de los dedos perdía sensibilidad, ambos saltaban fuera del trineo y trotaban junto a él hasta volver a calentarse. Pero Papik, envuelto en el amplio sayo de Asiak y sólidamente atado contra sus espaldas, gozaba siempre la tibieza del cuerpo materno.

Se turnaban para dormir en plena carrera; sólo cuando el tiro de perros daba señales de cansancio, Ernenek ordenaba al cabeza que se detuviera y echaba el ancla.

Aprovechaba la parada para descargar el trineo y dar nueva capa de hielo a los patines, o bien para pescar. Era imposible llevar provisiones suficientes para tantas bocas en un viaje tan largo, de manera que tenían que procurarse la comida en el camino, lo cual no era fácil en invierno. Sólo en la proximidad de los promontorios y en torno a los icebergs, la costra helada era un poco menos espesa y lo suficientemente delgada para poder cortarla con la sierra; luego eran necesarios mucha paciencia y un gran claro de luna para poder traspasar alguna trucha color de sangre o algún salmón color de sol.

Los perros se aovillaban donde se detenían y al poco tiempo no formaban sino un cúmulo de pieles cubierto de escarcha, de suerte que para volver a ponerlos en movimiento era menester repartirles palos y golpes en profusión. De cuando en cuando, al despertarlos, Ernenek desmenuzaba con el hacha un poco de carne o de pescado helado que los perros cogían al vuelo y tragaban, sin masticar los huesos o las espinas; pero para evitar que se hicieran perezosos, Ernenek nunca los alimentaba hasta saciarlos y, en efecto, siempre tiraban del trineo con gran voluntad y con las colas en alto. Estaban llenos de vivacidad y prontos tanto a jugar alguna mala pasada como a devorar cualquier cosa que pudiera comerse. Algunas veces cuando, habiendo detenido el trineo, Ernenek y Asiak se alejaban sin haber fijado el ancla, el perro cabeza daba inopinadamente la señal de partir, los demás lo obedecían y los amos se veían obligados a seguir el trineo a toda carrera; o si en el camino descubrían heces de oso o de foca se lanzaban sobre ellas, combatiendo salvajemente entre sí para apropiárselas, con riesgo de volcar el trineo. En aquellas ocasiones no había bastonazos que los calmaran.

En invierno, el cielo, barrido por el helado bóreas, se presentaba casi siempre terso, y bajo su bóveda reluciente, en la que resplandecía soberana y central la Estrella Polar, el aire olía a ozono. El litoral, que los viajeros no debían perder nunca de vista, se presentaba ahora nítidamente recortado en el cielo fulgurante, y la tierra firme y las islas proyectaban sombras de un azul intenso sobre el nacarado paisaje espectral.

De vez en cuando se oía cómo el hielo temblaba o se hendía por los movimientos del mar subyacente: y entonces Ernenek estaba alerta para detener el trineo. Si las grietas, en las cuales se oía el gorgoteo del agua, eran angostas, el tiro de perros las pasaba de un salto y el trineo, deliberadamente largo, lo seguía sin dificultad; pero si aquellas grietas eran demasiado anchas, había que costearlas, a veces por trechos larguísimos, antes de poder seguir la ruta.

Cuando se desencadenaba una de las raras tormentas invernales que llenaban el aire de nevisca, que barrían el techo del mundo de todo lo que se moviera y de buena parte de lo que no se movía, Asiak y Ernenek se detenían y a toda prisa construían un reparo sólidamente erigido en medio del hielo. En el interior del iglú, sentados en el sofá de nieve y al calor de la llama y de sus propios cuerpos, chupaban pescado helado, mordisqueaban un puñado de nieve y se metían en los sacos de pieles; bien pronto el mugido amortiguado de la tormenta que arreciaba afuera y el zumbido del océano que se agitaba por debajo les arrullaba el sueño.

Asiak era siempre la primera en despertarse en medio de la densa niebla que se formaba después que la lámpara se apagaba. Preparaba el té sin abandonar el lecho, luego retiraba los vestidos y los zapatos del secadero y se ponía a ablandarlos.

Antes que el té se congelara se despertaba Ernenek.

A medida que se alejaban del norte, aumentaba el calor y la nieve y poco antes de llegar al puesto de intercambio Ernenek se desnudó hasta la cintura y durante dos vueltas de luna permaneció con el torso desnudo a causa del insoportable calor de unos pocos grados bajo cero.

Se quedaron admirando largamente y a distancia la casa del hombre blanco antes de llegarse hasta ella. Ittimangnerk no había exagerado. ¡Qué grandeza! ¡Qué hermosura! ¡Qué imponente era su aspecto y qué interesante debía de ser su interior!

Era una barraca compuesta de una sola habitación de alrededor de veinte metros de largo, hecha de troncos de árboles ennegrecidos por el humo y provista de dos ventanitas llenas de hollín. Contra las paredes más largas se disponían dos filas dobles de catres, una sobre la otra; había un mostrador, cajas y estantes, una pequeña pared divisoria, una estufa y, como si todo eso no bastara, una mesa y sillas parejas hechas enteramente de madera —el material más raro y precioso—, y todo fastuosamente iluminado por una lámpara de petróleo.

¡Y qué cantidad de gente se amontonaba en aquel puesto! ¡Exactamente un hombre contado hasta el final; justo veinte, como hubo de establecer Asiak después de un cuidadoso cálculo, sin contar siquiera los niños sentados en las faldas de las mujeres, las cuales formaban alrededor de un tercio de aquella multitud! ¡Y su lenguaje! Fascinador, puesto que en su mayor parte era incomprensible, penetrado, como estaba, por vocablos extranjeros. Muchos hombres sonrieron con muestras de admiración a Asiak, la cual les devolvió la sonrisa, riendo embarazada mientras se le enrojecía el rostro.

Luego, saliendo de la pared divisoria, apareció el hombre blanco. Era notable por su figura alta y delgada, el enorme tamaño de las manos, las ropas nada prácticas y la barba rojiza que le cubría el rostro largo y severo. Los esquimales tenían la costumbre de arrancarse su ya escaso bozo, para evitar que en él se acumulara el hielo; sólo muy pocos de entre ellos se dejaban crecer unos ralos bigotes.

—Una ridícula mujer se lo esperaba blanco como la nieve —susurró Asiak decepcionada— después de haber oído hablar tanto del hombre blanco. Es más oscuro que nosotros, cuando nos raspamos el hollín y la suciedad de la cara.

—Ocurre —dijo Ernenek al hombre blanco, ignorando la charla de su mujer y entrando de lleno en los negocios— que alguien enviado por Ittimangnerk ha traído unas pocas pieles de zorro de ningún valor.

Y se quedó aguardando, lleno de expectación.

El hombre blanco no dio señales de haber comprendido, pero gritó:

—¡Undik!

Y entonces un esquimal de pelo blanco, con el rostro surcado de innumerables arrugas y con un par de bigotes entecos que le caían perpendicularmente sobre el mentón, se acercó balanceándose como un oso sobre sus arqueadas piernas. Llevaba zapatos y calzas indígenas, pero una chaqueta de corte exótico puesta sobre una camisa de lana.

—¿Qué quieren? —preguntó Undik—. El hombre blanco no entiende la lengua de los hombres.

Ernenek y Asiak cambiaron una mirada y estalla ron en clamorosas risas. Al cabo de un instante el hombre blanco golpeó con el pie en el suelo, y Undik dijo impaciente:

—¿Qué quieren? Dice que nombraron a Ittimangnerk.

Ernenek refrenó su alegría y repitió todo cuanto había dicho al hombre blanco.

—¿Quieres un fusil? —preguntó Undik.

—No, no —gritó Ernenek poniéndose encarnado—, ¿Cómo puede pretenderse un fusil a cambio de unas pocas pieles de zorro encontradas por pura casualidad?

—Muéstramelas.

—Te ruego que no insistas. Me avergonzaré de mostrar esas pieles a un hombre blanco.

¿Qué pensaría de nosotros? Son pocas y malas.

—Despacha, Ernenek, al hombre blanco no le gusta la charla.

Todos los circunstantes rodearon a Ernenek cuando éste, por último, se dejó persuadir y se puso a deshacer sus fardos en el suelo. El hombre blanco examinó las pieles una por una con el ceño fruncido. Por último, dijo algo a Undik en tono grave.

—Dice que no son exactamente las pieles que quería —tradujo Undik—; pero así y todo te dará un fusil.

Entonces el esquimal desapareció detrás del mostrador y volvió con una venerable escopeta, abuela del fusil que Ittimangnerk había exhibido con tanto éxito en el iglú, y se la dio a Ernenek.

—Si quieres proyectiles tendrás que traer otras pieles. El fusil sólo contiene una bala para que te asegures de que funciona. Pero debes probarlo afuera.

Ernenek lo tomó con temblorosas manos, abrió de par en par la puerta, disparó un tiro en la noche y se volvió radiante, rodeado por una nube de humo.

—Hace aún más ruido que el otro —dijo Ernenek y luego, dirigiéndose a Undik, agregó— Dile al hombre blanco que si tiene ganas de reír con la mujer de alguien puede hacerlo sin más.

Y así diciendo miró a Asiak, que bajó los ojos y se sonrojó.

—No, no —dijo Undik— a este hombre blanco no le gusta reír con las mujeres de los hombres ni permitirá que tu mujer ría con otros en esta casa. Recuérdalo.

Ernenek y Asiak se miraron confusos y profundamente mortificados; Undik agregó en tono conciliador:

—Pueden descansar aquí, si están fatigados.

Estaban cansados, pero no deseaban dormir. Había demasiadas cosas interesantes que ver en aquel lugar fabuloso y no querían perder ni una sola.

Hasta el pequeño Papik era todo ojos y oídos, pero se mostraba huraño y despavorido al ver tanta gente reunida, de manera que no se separaba de las calzas de su madre.

Los hombres del puesto de intercambio comían extraños alimentos calientes que extraían de cajas de metal y bebían té hirviendo. No sólo su modo de comer y de beber sino todo cuanto tenían, hacían y decían era extraño. Usaban cuchillos de metal muy brillante que cortaban la carne como si fuese grasa de foca, lo cual era evidentemente ventajoso; pero todas las costumbres que habían tomado del hombre blanco, como los juegos de dados y de cartas, eran incomprensibles, y su objeto no parecía nada claro a la ingenua pareja del norte, aunque todos se esforzaban por ilustrarla, así como por explicarle los principios del comercio, esto es, qué cosa era una venta, un trueque, un buen negocio.

Algunos estaban bebiendo, un líquido ambarino de una botella de vidrio, y come aquella era la primera vez que Ernenek veía vidrio, tocó una de las botellas, cuyo dueño le preguntó:

—¿Quieres un poco?

Si Ernenek se hubiera limitado a probar un poquito de aquella bebida en lugar de beberse un enorme trago, el efecto habría sido menos desastroso. Pero entonces aquel hombre no habría sido Ernenek. Podía tragarse espinas de pescado sin que le produjeran daño alguno; pero el trago que tomó de aquella botella le bajó por la garganta como un arponazo. Tosió y escupió mientras se le ponía la cara morada y los ojos se le llenaban de lágrimas.

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