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Authors: Hans Ruesch

Tags: #Aventuras, clásico

El pais de las sombras largas (20 page)

Como a pesar de todo esto, no daba signos de mejoría, Siorakidsok le punzó el vientre para facilitar la fuga de los dolores; luego mató una nidada de topos y extendió la piel caliente de los animales sobre la herida.

Naterk fue la segunda persona de la aldea sepultada en el cementerio cristiano poco tiempo después, con una solemne ceremonia y una edificante elegía.

Ivalú cumplía tan bien sus tareas domésticas que el misionero se preguntaba cómo había podido pasarse hasta entonces sin ella.

Pero Ivalú sufría mucho el calor en aquella casa de madera calentada con carbón, sobre todo durante las horas de reposo, pues cuando trabajaba estaba demasiado absorta para darse cuenta de nada. Dormía en un catre de la habitación que había pertenecido a Naterk y que a Ivalú le parecía un cuarto lujosísimo. No era más que un oscuro cuartucho, separado, mediante una pared divisoria, de la habitación principal, en la cual el misionero dormía junto a la estufa.

Aquel hombre detestaba el frío como al demonio. Nunca permitía que se abrieran las ventanas y cuando, antes de lavarse, ponía la palangana sobre el fuego para derretir el hielo, Ivalú lo veía sacudido por estremecimientos de frío.

La bondad del hombre se hacía cada vez más evidente. Los exploradores le habían dejado algunas botellas de agua de fuego, que él conservaba celosamente para eventuales momentos de malestar, de suerte que cuando veía que Ivalú lloraba, porque se sentía triste y sola, le ofrecía algunas gotas de aquella agua mezclada con un poco de nieve, después de haber bebido también él un trago, para demostrar que no hacía daño.

Lo mismo que su padre, Ivalú sabía adormecerse hallándose semihelada, pero no logró acostumbrarse a conciliar el sueño cuando sentía excesivo calor. Por eso cuando se iba a dormir, se quitaba toda la ropa, cosa que no hizo sin haber preguntado antes a Kohartok si desnudarse era pecado. Algún tanto perplejo, el misionero le había respondido que no lo era cuando uno estaba solo, y únicamente era ilícito andar por la casa desnudo a plena luz.

Extendida en su cuchitril cálido y oscuro, Ivalú experimentaba por primera vez con las manos el contacto de su propia carne.

Sus palmas menudas y duras, adentrándose cautas en el territorio inexplorado que era su cuerpo, se sorprendían por la tersura de la superficie. Descendiendo desde las nórdicas regiones de colinas suavemente onduladas, formadas por sus robustos hombros, las manos subían la ardua cuesta de los firmes senos y se detenían en su cima; desde allí dominaban todo surco, altura y saliente del terreno. Luego, bajaban por la estrecha garganta de la concavidad de los senos y recorrían la fresca y maciza llanura del estómago, y la depresión inflamada del vientre, suave como el musgo joven. Y desde allí continuaban dirigiéndose hacia el sur, hacia las regiones tropicales y hacia la mancha de selva virgen —tierra de nadie— que crecía en las faldas del volcán. Aquí las audaces exploradoras se separaban y cada una se aventuraba por su cuenta, por las regiones de los muslos, poderosos y aterciopelados por suave hierba. Se detenían en las rodillas frías y lejanas, y volvían hacia atrás, a lo largo de la parte interior de los muslos, donde la piel era más lisa y suave, impacientes por volver a encontrarse donde se habían separado, para detenerse en las márgenes del cráter, atraídas por su cálido misterio, ignorantes de la lava que albergaba dentro.

A veces, después de haber explorado su cuerpo, Ivalú proyectaba el pensamiento hacia el futuro; pero, como no conseguía penetrar las nieblas que lo escondían, recurría al pasado, que en su mente se mostraba claro, alegre, lleno de movimiento y ya embellecido por el tiempo. Le parecía tan hermoso que le llenaba el corazón de tristeza y los ojos de lágrimas. ¡Con cuánta nostalgia pensaba en la sangrienta pista del oso, en las silenciosas esperas junto a los agujeros de pesca, en las carreras desenfrenadas sobre el gran mar helado, en la presurosa construcción de reparos en medio de los alaridos del viento polar...! ¡Cuánto habría dado por poder sentir una sola vez más los olores familiares del iglú de su infancia, volver a ver la lucecilla color de ámbar en las paredes circulares, oír cómo Asiak raspaba las pieles y hacía agujas, y escuchar su voz tranquila, los ronquidos de Ernenek y sus estrepitosas carcajadas!

Para consolarse del paraíso perdido, comenzó a volver sus pensamientos hacia el paraíso futuro y habló a Dios. Y mientras le hablaba, tenía la impresión de que Él la escuchaba con mucha atención; pero no estaba segura de ello. Kohartk, cuya respiración le llegaba profunda y regular, de la habitación contigua, prueba de que no lo asaltaban dudas parecidas, le había dicho que la única culpable era ella misma.

—¿Es posible que Él quiera manifestarse a una estúpida muchacha? —le preguntó una vez Ivalú.

—Desde luego, si tienes fe. Bien sabes que Dios tiene predilección por los pobres de espíritu, pero debes orar y creer. ¿O has olvidado que el Buen Libro dice:
Todo lo que pidáis con fe en la oración lo obtendréis...

—Pero, ¿cómo reconoceré Su venida?

—No temas, que te darás cuenta de ella. Si no estás segura, quiere decir que no ha venido.

Era pues obvio que no se le había presentado a ella, e Ivalú estaba preocupada. Este pensamiento le impedía dormir, y ella aprovechaba el insomnio para orar con toda el alma y para pedir que Él le diera algún signo de su amor. Aunque sólo fuera en el sueño. O tocándole una mano. Una sola vez le bastaría.

Ivalú se lo imaginaba en forma humana, puesto que Él había hecho al hombre a su imagen y semejanza; sin embargo, tenía suficiente sentido para comprender que no podía estar a disposición inmediata de cualquier estúpida muchacha que quisiera verlo, sino que evidentemente debía estar ocupado con pecadores mucho más importantes que ella. Se armó pues de paciencia y, rezando, esperaba que Él encontrara un poco de tiempo para visitarla.

A veces le parecía oír una voz en medio de la tempestad, percibir un dedo en la corriente de aire que acariciaba su desnudez en las tinieblas; pero estos signos no eran suficientemente claros, razón por la cual concluía que Él todavía no se había presentado.

Y tenía razón.

Porque cuando Él, por fin, la visitó, no dejó lugar a la menor duda.

EL FRUTO

Torngek, que siempre fue considerada una experta en la materia a causa de su reprensible estado de bigamia, pronunció el diagnóstico definitivo. La condición de Ivalú no se debía, como pensaba esa ignorante muchacha, al hecho de que hubiera comido mucho, si bien en los últimos tiempos su apetito había aumentado notablemente. Ivalú estaba embarazada. Esa era la verdadera razón de su engrosamiento.

Y el que su estado de gravidez se debiera a un milagro era tan patente como la eminencia de la blanca llanura de su vientre; todas las mujeres se reunieron en la casa de Siorakidsok para verla con sus propios ojos y tocarla con sus propias manos.

Las estrellas habían palidecido, el resplandor violáceo que anunciaba el alba circuía el horizonte; seis meses habían transcurrido desde la partida de la expedición que se había llevado con ella a todos los hombres. El muchacho mayor de la aldea no tenía aún ocho años y que Siorakidsok estaba fuera de combate era cosa que las mujeres habían asegurado desde tiempo inmemorial; de manera que en edad viril sólo quedaba Kohartok, quien naturalmente estaba excluido de cualquier actividad de ese género, a causa de los preceptos de su fe.

Y después de todo, Ivalú tenía que saber si había reído con un hombre; pero lo cierto era que ninguna muchacha estuvo alguna vez tan segura de que aquello no había ocurrido. Imaginó que tal vez bastara pensar en un hombre o que un hombre la mirara como la había mirado Milak, para quedarse embarazada; pero las mujeres de más experiencia no compartían esta opinión.

—Sin embargo —observó Torngek— bien sabes que la luna llena puede dejarte embarazada.

—Es cierto —dijo Neghé—. ¿Miraste alguna vez de frente a la luna llena? ¿O bebiste agua en que se haya reflejado la luna llena?

—No, nunca —respondió Ivalú con firmeza—. Una madre decía que sólo las mujeres casadas pueden hacerlo.

—En ese caso, lo que tienes en el vientre no puede ser sino el hijo de Dios —dijo con aire embelesado la madre de Viví, Krulí, mujer muy religiosa, que se había negado a acompañar a su marido Hiatallak en la expedición, para no perder los servicios religiosos dominicales.

—Así debe de ser —cuchicheó Torngek, juntando las manos.

Ivalú se sintió invadida por una felicidad que no era de este mundo.

—Ahora me parece que comprendo todo lo que ocurre.

Y aunque hablaba en voz muy baja, el círculo de oyentes hechizadas no perdió ni una sola sílaba.

—Una vez, al irme a dormir, sintiéndome más sola que de costumbre, lloraba en voz alta.

Entonces Kohartok me leyó la frase del Buen Libro que dice:
Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados
. Luego me ofreció un trago de agua de fuego que, como la oración, es una poderosa medicina y una fuente de consuelo. Pero en mi lecho me sentí más sola y acalorada que nunca y lloré en voz alta, hasta que quedé débil y aturdida por las muchas lágrimas. Entonces tuve un sueño.

—¿Qué sueño? —preguntaron las mujeres a coro, porque Ivalú se había detenido.

—Hacía mucho tiempo que rogaba a Dios que me visitara: y esa vez Él se llegó hasta mi.

—¿Lo viste con tus ojos? —preguntó Krulí, con un hilo de voz.

—No lo vi con los ojos, pues todo estaba muy oscuro, sino que lo sentí.

—¿Lo tocaste?

—No, fue Él quien me tocó. De pronto advertí que dos grandes manos calientes me secaban las lágrimas y me acariciaban el cuerpo. Entonces tuve ganas de llorar aún más, no de miedo, sino porque me sentía presa de una gran ternura, como si todas las cosas y todas las personas que había amado en mi vida se hubieran reunido en aquellas manos y en mi ser.

—Pero, ¿era un sueño o no lo era? —preguntó Neghé impaciente.

—No lo sé. En aquel momento pensé que era un sueño; pero ahora creo que tuve la ilusión de un sueño, porque estaba aturdida a causa del mucho llorar y tal vez también a causa del agua de fuego. Y verdaderamente pienso que Él se llegó a mí en persona. Por la mañana siguiente me dolía la cabeza y también el vientre me dolía un poco.

—Pequeña Ivalú —exclamó Krulí con la voz velada y los ojos llenos de lágrimas— éste es en verdad un gran momento. ¡Hay que avisar a Kohartok!

Y todas juntas se precipitaron hacia la Misión.

Pero Kohartok no recibió la buena nueva con el entusiasmo que esperaban. Indudablemente se mostró impresionado y hasta conmovido, porque se puso pálido y le temblaron los claros ojos, como los de un ptarmigán abatido; pero ningún grito de alegría surgió irrefrenable de su garganta. Ningún repiqueteo festivo de campanas, ningún hosanna, ninguna plegaria se elevó para glorificar la anunciación milagrosa. Kohartok permaneció mudo e inmóvil, petrificado por la sorpresa.

—Tenías razón —le dijo Ivalú, bajando humildemente la cabeza—. Tuve fe y Él vino a mí.

Ivalú se puso tranquila y contenta. Sus vivaces ojos se hicieron serenos y un sentido de madurez y apaciguamiento la llenó con un calor profundo, un calor que ya no la mantenía despierta, sino que llevaba a lo íntimo de su ser reposo y distensión.

Comenzó a desear la soledad, mientras cuerpo y alma parecían converger hacia la nueva vida que surgía de la nada, que crecía en la oscuridad y que comenzó a ser para Ivalú centro, principio y fin de todo el universo. Comparado con eso, todas las otras cosas se desvanecían. La falta de los padres, el regreso de Papik y de Milak, que fuera invierno o verano, que se hallara en el sur o en el norte, que las focas afloraran o que llegara el caribú, ¿qué importancia podía tener todo eso? Lo único que importaba era la nueva vida que se agitaba en ella, que se agitaba y pataleaba, con tanto vigor que a veces las mujeres veían cómo se movía el vientre de la joven y ésta debía sostenerlo con las manos, en medio de la hilaridad general.

Kohartok tomó a una mujer anciana, Tippo, para que realizara los trabajos de la casa, pues, según decía, Ivalú no debía esforzarse en las condiciones en que se hallaba, aun cuando ella no consideraba su trabajo como un esfuerzo. Tippo se sintió feliz de habitar en la Misión e Ivalú compartió con ella su cuartucho.

El misionero daba señales lentas pero seguras de que también a él lo había turbado profundamente el acontecimiento. Se hizo más serio y ya no reía ni bromeaba nunca; parecía cansado, aunque inquieto, y hasta un poco envejecido; sus sermones se hicieron más solemnes, sus oraciones más intensas y más pródiga la asistencia que prestaba a viejos y enfermos.

Un profundo fervor se adueñó de todas las almas. Siguiendo el ejemplo de su pastor, la grey se acusaba a sí misma en coro y ardorosamente. La propia Ivalú, para no ser menos que los demás, admitía con entusiasmo que era una inveterada pecadora. Sin embargo, todos la consideraban con envidia y veneración. En las ejecuciones de los hermosísimos himnos cristianos, importados por el misionero para sustituir a las inmorales baladas indígenas, la voz apasionada de Ivalú, aunque no muy bien afinada, destacábase de todas las demás.

"Somos falsos y estamos llenos de pecado"
, entonaba Kohartok con su voz de bajo profundo. Y la comunidad repetía alegremente y a voz en cuello:

—Somos falsos y estamos llenos de pecado.

Volvió la primavera y, gracias al ininterrumpido calor y a la luz permanente, se disolvió la escasa nieve y la vegetación enana se desarrolló con gran rapidez: en pocas semanas la parda tierra quedó enteramente cubierta de endebles abedules, achaparrados por el suelo, de minúsculos sauces, de amapolas amarillas, de saxífragas multicolores, mientras niviarsiak rojos y violáceos trepaban por las rocas y los helechos servían de alfombra en los barrancos más húmedos. De nuevo volaron por el cielo pálido las gaviotas y las garzas; de nuevo en la rada brillaba el agua y entre los hielos flotantes navegaban los frágiles kayak, las mujeres excavaban trampas y tendían lazos; los niños cazaban garzas con liga, capturaban con la mano los lerdos ptarmigan o escalaban las rocas para saquear los nidos de las gaviotas, cuyos huevos manchados se ponían a podrir al sol; las niñas recogían arándanos, moras, arrayanes y toda la variedad de bayas que apuntaban entre los setos, que eran exquisitas mezcladas con aceite de morsa y fáciles de conservar para el invierno si se las dejaba congelar en grasa de ballena.

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