Authors: Justin Cronin
—
¡Conroy!
—llamó—. ¿Dónde estás,
Conroy
?
Las demás casas estaban en silencio.
Conroy
nunca había demostrado otra cosa que un interés pasajero por aquellas construcciones, como si, guiándose por su instinto canino, supiera que carecían de todo valor. Había cosas dentro, y el hombre y la mujer las utilizaban. ¿Qué más le importaban a él?
Theo avanzó poco a poco por el sendero, la escopeta apretada bajo el brazo, mientras con el otro barría la zona con la luz del farol. Si empezaba a llover con fuerza, no sería difícil mantenerlo encendido. «Maldito perro», pensó. No era momento de irse de parranda así.
—
Conroy
, maldita sea, ¿dónde te has metido?
Theo lo encontró tendido en la base de la última casa. Supo al instante que el perro estaba muerto. Su cuerpo esbelto se hallaba inmóvil, su pelaje plateado empapado en sangre.
Entonces, procedente de la casa, un sonido que se propagó a la velocidad de una flecha para llenar de terror sus pensamientos, llegó el grito de Mausami.
Treinta pasos, cincuenta, cien: el farol cayó al suelo junto al cuerpo de
Conroy
, mientras él corría en la oscuridad con las botas sin atar, y primero una, y después la otra, salieron despedidas de sus pies. Subió al porche de un salto, abrió la puerta de un portazo y salió disparado escaleras arriba.
El dormitorio estaba vacío.
Recorrió la casa gritando su nombre. Ninguna señal de lucha. Pero Maus y el niño habían desaparecido. Atravesó la cocina y salió por la puerta de atrás, justo cuando la oyó gritar de nuevo, un sonido extrañamente apagado, como si le llegara a través de una milla de agua.
Estaba en el granero.
Entró corriendo por la puerta y dio vueltas para barrer el interior a oscuras con la escopeta. Maus estaba en el asiento trasero del viejo Volvo, con el niño apretado contra el pecho. Hacía frenéticas señales con las manos, sus palabras ahogadas por el grueso cristal.
—¡Theo, detrás de ti!
Se volvió, y en ese momento le arrebataron la escopeta de las manos como si fuera una ramita. Algo lo agarró, no un miembro, sino todo el cuerpo. Sintió que le alzaban en el aire. El coche, con Mausami y el niño en su interior, estaba debajo de él, y él volaba en la oscuridad. Se estrelló contra el capó del coche con un estruendo de metal abollado, rodó y cayó dando tumbos. Aterrizó cabeza abajo en el suelo y se quedó inmóvil, pero algo, el mismo algo, lo agarró, y voló de nuevo. Esta vez, contra la pared, con sus estantes llenos de herramientas, pertrechos y latas de combustible. La golpeó con la cara, el cristal estalló, la madera se astilló, cayó una lluvia de escombros. Cuando el suelo se alzó a su encuentro, poco a poco, después a toda prisa, y por fin de repente, sintió un crujido de huesos.
Dolor. Empezó a ver estrellas, estrellas de verdad. Le llegó el pensamiento, como si fuera un mensaje procedente de algún lugar lejano, de que estaba a punto de morir. Ya debería estar muerto. El viral tendría que haberlo matado. Pero no tardaría en hacerlo. Notó el sabor de la sangre en su boca, notó los ojos escocidos. Estaba tendido cabeza abajo en el suelo del establo, con una pierna, la que tenía rota, torcida bajo el cuerpo. El ser estaba encima de él, una sombra ominosa que se preparaba para atacar. «Mejor así», pensó Theo. Sería mejor que el viral se lo llevara primero a él. No quería ver lo que le iba a pasar a Mausami y el bebé. A través de las tinieblas de su cerebro maltrecho, oyó que ella lo llamaba.
«No mires, Maus —pensó—. Te quiero. No mires.»
A mediodía Bajaron de la montaña cuando el río se estaba descongelando, surcando la nieve. Bajaron como un solo hombre, cargados con las mochilas, armados con cuchillos. Bajaron al valle, Michael al volante del autonieve con Greer al lado y los demás arriba, el viento y el sol dándoles de cara. Bajaron por fin al país salvaje que habían reconquistado.
Volvían a casa.
Habían estado ciento doce días en la montaña. En todo aquel tiempo no habían visto ni un solo viral. Durante días seguidos, después de cruzar las colinas, había nevado, y se habían quedado aislados en el viejo hotel. Un gran edificio de piedra, con las puertas y las ventanas cubiertas de planchas de contrachapado, sujetas a la estructura mediante pesados tornillos. Habían esperado encontrar cadáveres en el hotel, pero estaba vacío, con los muebles dispuestos alrededor de la chimenea de su cavernosa sala cubiertos con espectrales sábanas blancas, la despensa de la inmensa cocina provista de todo tipo de latas, muchas de ellas todavía con sus etiquetas. Arriba, un laberinto de habitaciones, y en el sótano, una enorme y silenciosa caldera, además de largas rejillas que forraban las paredes, llenas de esquís. El lugar estaba frío como una tumba. No sabían si la chimenea estaba atascada. Como mínimo estaría llena de hojas y nidos de pájaros. Lo único que cabía hacer era encender un fuego y esperar lo mejor. En la oficina encontraron cajas de papel guardadas en un armario. Las subieron para encender el fuego, y con el hacha de Peter cortaron un par de sillas del comedor. Después de unos minutos de humo, la sala se inundó de luz y calor. Bajaron colchones del segundo piso y durmieron al lado del fuego, mientras la nieve se amontonaba fuera.
Habían encontrado los autonieves a la mañana siguiente. Eran tres, y descansaban sobre sus rodaduras en un garaje situado detrás del hotel.
—¿Crees que puedes poner en marcha estos trastos? —preguntó Peter a Michael.
Había tardado casi todo el invierno. Para entonces todo el mundo se había vuelto medio loco, ansioso por partir. Los días eran más largos, y daba la impresión de que el sol albergaba un calor lejano y recordado, pero la nieve aún era profunda, y se elevaba en grandes ventisqueros contra las paredes del hotel. Habían quemado casi todos los muebles y las barandillas del porche. Michael había aprovechado suficientes piezas de los autonieves para lograr que funcionara uno, o eso creía él. El problema residía en el combustible. El depósito grande que había detrás del cobertizo estaba vacío, agrietado a causa de la podredumbre. Sólo contaba con lo que contenían los autonieves, unos cuantos litros, muy contaminados por la herrumbre. Lo transvasó a cubos de plástico, y luego lo introdujo mediante un embudo forrado de trapos. Dejó que se asentara una noche, y después repitió el proceso, para ir eliminando cada vez más restos, aunque al mismo tiempo menguaba la cantidad. Cuando estuvo satisfecho, quedaban 18 litros, con los que alimentó el autonieve.
—No prometo nada —advirtió a todo el mundo. Había hecho lo posible por limpiar el depósito de combustible, con litros y litros de nieve derretida, pero no costaría mucho estropear una manguera—. El maldito trasto podría dejarnos tirados a cien metros de aquí —dijo. Aunque sabía que no se iban a tomar muy en serio aquella advertencia.
Era una mañana soleada cuando sacaron el autonieve del cobertizo y cargaron los bártulos. Del alero del pabellón colgaban gigantescos carámbanos, similares a largos dientes enjoyados. Greer había ayudado a Michael con las reparaciones; resultó que había sido engrasador, y sabía una o dos cosas de motores. Ambos se acomodaron juntos. Los demás viajarían arriba, sobre una amplia plataforma metálica provista de una barandilla. Habían quitado el arado para disminuir peso, con la esperanza de arrancar unos cuantos kilómetros más al escaso combustible de que disponían.
Michael abrió la ventanilla y habló en dirección a la parte posterior del vehículo.
—¿Todo el mundo a bordo?
Peter estaba atando los últimos pertrechos a la parte posterior del autonieve. Amy había ocupado su puesto junto a la barandilla. Hollis y Sara estaban debajo de él, pasando los esquíes.
—Esperad un momento —dijo. Se levantó e hizo bocina con las manos—. ¡Vámonos, Lish!
La joven salió del pabellón. Como todos los demás, llevaba una chaqueta de nailon roja con las palabras PATRULLA DE ESQUÍ impresas en la espalda, y unas botas de piel pequeñas sujetas a los esquís, las mallas protegidas hasta las rodillas por un par de polainas de lona. Le había vuelto a crecer el pelo, con un tono rojizo todavía más intenso que antes, casi oculto bajo la cinta de la gorra de ala larga. Se protegía los ojos con unas gafas de sol con piezas de piel sujetas a los cristales, que colgaban a los lados de su cara como un par de anteojos.
—Da la impresión de que siempre nos estamos yendo de algún sitio —contestó—. Sólo quería despedirme del lugar.
Estaba parada en el borde del porche, a unos diez metros de distancia, a la altura de la plataforma del autonieve. A juzgar por la repentina sonrisa y la forma de ladear la cabeza, primero a un lado y después al otro, Peter supuso lo que estaba a punto de intentar. Estaba calculando la distancia y el ángulo. Se quitó la gorra, dejó en libertad su pelo bajo la luz del sol y la guardó dentro de su chaqueta. Retrocedió tres pasos y flexionó las rodillas. Sacudió un poco las manos, caídas a los costados, y después las dejó inmóviles. Se puso de puntillas.
—Lish...
Demasiado tarde. Dos veloces brincos y saltó. El porche estaba desierto. Alicia surcó el aire. Era algo digno de verse, pensó Peter. Alicia Cuchillos, la Capitana Más Joven Desde el Día; Alicia Donadio, la Última Expedicionaria, estaba volando. Pasó por delante del sol con los brazos extendidos, los pies juntos. En el punto máximo de su ascensión apoyó la barbilla contra el pecho y dio una voltereta, dirigiendo las suelas de sus botas hacia el autonieve, los brazos alzados, el cuerpo descendiendo hacia ellos como una flecha. Aterrizó en la plataforma con un ruido metálico estremecedor, y quedó acuclillada para absorber la fuerza del impacto.
—¡Joder! —Michael se dio la vuelta—. ¿Qué ha sido eso?
—Nada —dijo Peter. Aún notaba la vibración metálica del aterrizaje, que resonaba en sus huesos—. Sólo Alicia.
—¡La leche, pensé que el motor había estallado!
Hollis y Sara subieron a bordo. Alicia ocupó su puesto junto a la barandilla y se volvió hacia Peter. Pese a los cristales ahumados, Peter percibió el brillo anaranjado de sus ojos.
—Lo siento —dijo ella con una sonrisa de culpabilidad—. Pensé que podría conseguirlo.
—Creo que nunca me acostumbraré a que hagas eso —dijo Peter.
El cuchillo no había llegado a caer. Mejor dicho, sí lo había hecho, pero de repente se detuvo.
Todo se había detenido.
Fue Alicia quien lo hizo, al agarrar las muñecas de Peter. Inmovilizó el cuchillo en su arco descendente, apenas a unos centímetros de su pecho. Las ligaduras se habían roto como papel. Peter notó el poder de sus brazos, una fuerza titánica, más que humana, y supo que era demasiado tarde.
Pero cuando ella abrió los ojos, vio a Alicia.
—Si no te molesta, Peter —dijo—, ¿te importaría cerrar las persianas? Porque aquí hay demasiada luz.
La Nueva Cosa. Así la llamaban. No era ni una ni otra, sino todo lo contrario. No podía presentir a los virales, como Amy. No podía oír la pregunta, la gran tristeza del mundo. Parecía la misma de siempre en todos los sentidos, la misma Alicia de siempre, salvo por una cosa.
Cuando quería, podía hacer las cosas más asombrosas.
Pero, pensó Peter, ¿cuándo no lo había hecho?
El autonieve murió cuando ya se veía el fondo del valle. Tosió y resopló, y por fin surgió una explosión de humo del tubo de escape. Avanzaron unos cuantos metros más sobre las rodaduras y se detuvieron.
—Ya está —dijo Michael desde la cabina—. A partir de aquí seguiremos a pie.
Todo el mundo bajó. Peter oyó el ruido del río más abajo, alimentado por el deshielo. Su destino era la guarnición, dos días de viaje como mínimo en la pegajosa nieve primaveral. Descargaron sus pertrechos y se ciñeron los esquíes. Habían aprendido los principios básicos en un libro que habían encontrado en el pabellón, un volumen delgado y amarillento que llevaba por título
Principios del esquí nórdico
, si bien las palabras y las fotos de su interior conseguían que la actividad pareciera más fácil de lo que era en realidad. Greer apenas podía mantenerse erguido, e incluso cuando lo lograba, siempre acababa estampándose contra los árboles. Amy hacía lo posible por ayudarlo (había aprendido enseguida, y se deslizaba con gracia y agilidad), y le enseñaba lo que debía hacer.
—Así —decía—. Tienes que volar sobre la nieve. Es fácil.
No era fácil, ni por asomo, y los demás habían padecido su ración de caídas, pero con la práctica habían adquirido cierta destreza.
—¿Todos preparados? —preguntó Peter, al tiempo que ataba las correas. El grupo murmuró un asentimiento. Era casi mediodía, y el sol estaba alto en el cielo—. ¿Amy?
La chica asintió.
—Creo que estamos preparados.
—Muy bien. Ojo avizor.
Cruzaron el río por un viejo puente de hierro, se desviaron al oeste, pasaron una noche al raso y llegaron a la guarnición al final del segundo día. La primavera había irrumpido en el valle. En esas altitudes inferiores se había fundido casi toda la nieve, y la tierra estaba sembrada de barro. Cambiaron los esquís por el Humvee que había dejado el batallón, cogieron comida, combustible y armas del depósito subterráneo y se pusieron en marcha de nuevo.
Podían cargar diésel suficiente como para llegar hasta la frontera de Utah. Tal vez un poco más. Después de eso, a menos que encontraran más, tendrían que seguir a pie de nuevo. Se encaminaron hacia el sur, rodeando las colinas, y penetraron en una tierra seca de rocas de color rojo sangre que se alzaban a su alrededor en fantásticas formaciones. Por las noches se refugiaban donde podían, un elevador de grano, la parte posterior de un semirremolque vacío, o una gasolinera en forma de tipi.
Sabían que corrían peligro. Los de Babcock estaban muertos, pero sabían que había más. Los de Sosa. Los de Lambright. Los de Baffes, Morrison, Carter y los demás. Eso habían averiguado. Eso era lo que Lacey les había enseñado cuando había detonado la bomba, y Amy, cuando se había parado entre los Muchos, muertos sobre la nieve. Lo que eran los Doce, pero más todavía: cómo liberar a los demás.
—Creo que la analogía más cercana serían las abejas —había dicho Michael. Durante los largos días que habían pasado en la montaña, Peter les había distribuido los expedientes de Lacey para que los leyeran. El grupo había dedicado muchas horas a debatir sobre aquella información. Pero al final fue Michael quien avanzó la hipótesis que ordenó todos los datos.