Authors: Justin Cronin
Peter se acercó a la ventana, que daba al jardín. Maus seguía de pie junto a la tumba. El bebé se había despertado y empezó a removerse. Maus estaba balanceándose atrás y adelante, y con una mano abarcaba la parte posterior de la cabeza de Caleb, apoyado contra su hombro, mientras intentaba calmarlo.
—¿Sigue ahí? —preguntó Theo.
Peter se volvió hacia su hermano, cuyo rostro estaba levantado hacia el techo.
—No pasa nada si lo está —dijo Theo—. Sólo era... una pregunta.
—Sí, sigue ahí.
Theo no dijo nada más, con expresión impenetrable.
—¿Cómo va la pierna? —preguntó Peter.
—Hecha una mierda. —Theo se pasó la lengua por los dientes rotos—. No obstante, lo que más me molesta son estos dientes. Tengo la impresión de que no hay nada en su sitio. No consigo acostumbrarme.
Peter dejó que su mirada vagara hacia la ventana de nuevo. El espacio donde había estado Maus se hallaba desierto. Oyó abajo el ruido de la puerta de la cocina al cerrarse, después volvió a abrirse, y Greer salió con un rifle. Se quedó parado un momento, cruzó el patio en dirección a la leña apilada al lado del granero, apoyó el rifle contra la pared, levantó el hacha y comenzó a cortar troncos.
—Escucha —dijo Theo—, sé que te llevaste una decepción cuando me quedé aquí.
Peter se volvió hacia su hermano una vez más. Oyó las voces de los demás, que se habían reunido en la cocina.
—Tranquilo —dijo. Después de todo lo sucedido, hacía mucho tiempo que Peter se había desentendido de sus decepciones—. Maus te necesitaba. Yo habría hecho lo mismo.
Pero su hermano negó con la cabeza.
—Déjame hablar un momento. Sé que hacía falta mucho valor para hacer lo que hiciste. No quiero que creas que no me di cuenta. Pero lo cierto es que no estoy hablando de eso. Es fácil ser valiente cuando la alternativa es que te maten. Lo que de verdad cuesta es tener esperanzas. Tú viste algo que nadie más veía, y seguiste el rastro. Yo jamás podría haber hecho eso. Lo intenté, créeme, aunque sólo fuera porque papá parecía desear que lo hiciera. Pero no fui capaz de hacerlo. ¿Sabes qué es lo más divertido? Me alegré cuando llegué a esa conclusión.
Parecía casi enfadado, pensó Peter. No obstante, el rostro de su hermano se había animado mientras hablaba.
—¿Cuándo? —preguntó Peter.
—¿Cuándo qué?
—¿Cuándo llegaste a esa conclusión?
Theo alzó la vista.
—¿Quieres que te diga la verdad? Creo que siempre lo supe. Pero fue la primera noche en la central eléctrica cuando vi lo que albergabas en tu interior. No lo de salir como hiciste, porque estoy seguro de que fue idea de Lish. Fue la expresión de tu cara, como si hubieras visto toda tu vida allí fuera. Te atormentaba, estoy seguro. Fue una estupidez, y podría haber supuesto la muerte de todos, pero me sentí aliviado. Sabía que ya no estabas fingiendo. —Suspiró y meneó la cabeza—. Nunca quise ser como papá, hermano. Siempre pensé que las largas marchas eran una locura, incluso antes de que se marchara para no volver. No le veía la lógica. Pero ahora os miro a Amy y a ti y me doy cuenta de que esto no es una cuestión de lógica. Nada de esto es lógico. Lo que hiciste, lo hiciste guiado por la fe. No te envidio, y sé que voy a estar preocupado por ti todos los días de mi vida. Pero me siento orgulloso de ti. —Hizo una pausa—. ¿Quieres saber algo más?
Peter estaba demasiado estupefacto como para contestar. Asintió a duras penas.
—Creo de verdad que nos salvó un fantasma. Pregúntale a Maus, ella te lo dirá. No sé qué es, pero aquí hay algo diferente. Pensé que iba a
morir
, Peter. Pensé que todos íbamos a morir. No lo pensé, lo sabía. De la misma manera que sé esto. Es como si el lugar nos estuviera observando, cuidándonos. Diciéndonos que, mientras nos quedemos aquí, estaremos a salvo. —Dirigió a Peter una mirada angustiada—. No tienes por qué creerme.
—No he dicho que no te creyera.
Theo rió, e hizo una mueca cuando el dolor se reprodujo en sus costillas vendadas.
—Estupendo —dijo, y volvió a apoyar la cabeza en la almohada—. Porque yo sí te creo, hermano.
De momento, no iban a ir a ningún sitio. Sara dijo que la pierna de Theo necesitaría al menos sesenta días antes de poder pensar en caminar, y Mausami estaba todavía muy débil, agotada todavía a causa de su largo y trabajoso parto. De todos ellos, Caleb era el único que parecía sentirse a la perfección. Tan sólo contaba unos días de edad, pero sus ojos ya se veían muy abiertos y brillantes, siempre mirando a su alrededor. Dedicaba sonrisas a todo el mundo, pero sobre todo a Amy. Siempre que oía su voz, o intuía su presencia cuando entraba en la habitación, emitía un gritito de felicidad, al tiempo que agitaba brazos y piernas.
—Creo que le gustas —dijo Maus un día en la cocina, mientras se esforzaba por darle de mamar—. Puedes sostenerlo, si quieres.
Mientras Peter y Sara miraban, Amy se sentó a la mesa y Mausami depositó con delicadeza a Caleb en sus brazos. Una de sus manos se había liberado de las mantas. Amy inclinó la cara hacia él, y le permitió que aferrara su nariz con los diminutos dedos.
—Un bebé —dijo, sonriente.
Maus lanzó una carcajada irónica.
—Eso es lo que es. —Apretó la palma de la mano contra su pecho, sobre sus senos doloridos, y gimió—. Un chico de pies a cabeza.
—Yo nunca había visto ninguno. —Amy clavó la vista en su cara. Todo en él era nuevo, como empapado en un milagroso líquido vivificante—. Hola, bebé.
La casa era demasiado pequeña como para alojar a todo el mundo, y Caleb necesitaba silencio. Sacaron los colchones sobrantes y se trasladaron a una de las casas vacías que había al otro lado del sendero. ¿Desde cuándo no había habido tanta actividad en aquel lugar? ¿Desde la última vez en que había vivido gente en más de una casa? Aparecieron grandes zarzas de frambuesas junto al río, endulzadas por el sol. El agua bullía de peces. Alicia volvía todos los días de cazar, cubierta de polvo y sonriente, con sus presas oscilando de un acollador colgado a su espalda: conejos de orejas largas, gordas perdices, y algo que parecía un cruce entre una ardilla y una marmota, y que sabía a venado. No llevaba ni rifle ni arco. Sólo utilizaba el cuchillo.
—Mientras yo esté aquí, nadie volverá a pasar hambre —dijo.
A su manera, fueron tiempos felices, tiempos tranquilos: había comida en abundancia, días templados y cada vez más largos, las noches serenas y, al parecer, carentes de peligro, bajo una capa de estrellas. Y no obstante, una nube de angustia se cernía sobre toda aquella situación, creía Peter. En parte sabía que era debido a su certeza de que todo era transitorio, y a los problemas que planteaba su inminente partida: la logística de la comida, el combustible y las armas, y el espacio donde pudieran transportarlo todo. Sólo tenían un Humvee, que apenas podía albergar a todo el mundo, sobre todo a una mujer con un bebé. También le preocupaba qué encontrarían en la Colonia cuando regresaran. ¿Las luces continuarían encendidas? ¿Sanjay ordenaría que los detuvieran a todos? Aquella preocupación se le había antojado lejana unas semanas antes, algo por lo que no valía la pena perder el sueño, pero ya no.
De todos modos, en el fondo, no eran esas cuestiones las que le angustiaban. Era el virus. Quedaban diez frascos en su reluciente contenedor metálico, dentro de su mochila, guardada en el armario de la casa donde dormía con Greer y Michael. El comandante tenía razón: sólo existía una explicación de que Lacey se los hubiera dado a él. Ya habían salvado a Alicia, y más que eso. Ésa era el arma de la que Lacey había hablado, más poderosa que los fusiles, los cuchillos o las ballestas, más poderosa incluso que la bomba utilizada para matar a Babcock. Pero si seguía recluida en su caja metálica no serviría de nada.
No obstante, Greer se había equivocado en una cosa. Peter no debía tomar la decisión solo. Necesitaba que todos los demás se mostraran de acuerdo. La alquería era un lugar tan bueno como otro cualquiera para cumplir con su propósito. Tendrían que atarlo, por supuesto. Utilizarían una habitación de una de las casas vacías. Greer cuidaría de él, si las cosas se torcían. Peter ya se había ocupado de eso.
Los reunió una noche. Se congregaron alrededor de un fuego encendido en el patio, todos excepto Mausami, que descansaba arriba, y Amy, que cuidaba de Caleb. Lo había planeado así. No quería que Amy se enterara. No porque fuera a protestar, pues dudaba que lo hiciera. Pero quería protegerla de su decisión y las posibles consecuencias. Theo había conseguido salir cojeando sobre un par de muletas que Hollis había improvisado con restos de madera. En cuestión de unos días, las tablillas desaparecerían. Peter había ido con la mochila, dentro de la cual estaban los frascos. Si todo el mundo se mostraba de acuerdo, no habría motivos para que se produjeran más aplazamientos. Se sentaron sobre el círculo de piedras que había alrededor del fuego, y Peter les contó lo que quería hacer.
Michael fue el primero en hablar.
—Estoy de acuerdo —dijo—. Creo que deberíamos intentarlo.
—Bien, pues yo creo que es una locura —interrumpió Sara. Miró a los demás—. ¿Es que no os dais cuenta? Nadie lo va a decir, pero yo sí. Es malvado. ¿Cuántos millones de personas murieron por culpa de lo que hay dentro de esa caja? Ni siquiera puedo creer que estemos hablando de esto. Yo digo que la arrojemos al fuego.
—Puede que tengas razón, Sara —concedió Peter—, pero no creo que podamos permitirnos la inoperancia. Puede que Babcock y los Muchos estén muertos, pero el resto de los Doce siguen sueltos. Hemos visto lo que Lish es capaz de hacer, y lo que Amy es capaz de hacer. El virus se nos entregó por un motivo, del mismo modo en que Amy llegó a nosotros. Ahora no podemos darle la espalda.
—Podría matarte, Peter. O algo peor.
—Estoy decidido a correr ese riesgo. Y no mató a Lish.
Sara se volvió hacia Hollis.
—Díselo. Por favor, dile que es una locura.
Pero Hollis sacudió la cabeza.
—Lo siento. Creo que apoyo a Peter.
—No hablarás en serio.
—Tiene razón. Algún motivo habrá.
—¿Por qué no puede ser el motivo el hecho de que estemos vivos?
Hollis cogió su mano.
—No es suficiente, Sara. Estamos vivos, bien. ¿Y qué? Quiero vivir contigo. Vivir de verdad. Sin luces ni murallas, sin servir en la Guardia. Puede que eso esté reservado a otras personas, algún día. Es muy posible. Pero, mientras exista una posibilidad, no puedo negarme a lo que pide Peter. Y, en el fondo, creo que tú tampoco.
—Por lo tanto, vamos a luchar contra ellos. Localizaremos a los Doce y los atacaremos. Como el pueblo que somos.
Sara guardó silencio. Peter notó que entre ellos había complicidad. Cuando Hollis apartó la vista, Peter ya sabía lo que iba a decir su amigo.
—Si sale bien, yo seré el siguiente.
Peter miró a Sara. Pero ya no vio más resistencia. Lo había aceptado.
—No tienes por qué hacerlo, Hollis.
El hombretón sacudió la cabeza.
—No lo hago por ti. Si quieres que lo acepte, así ha de ser. Lo tomas o lo dejas.
Peter se volvió hacia Greer, quien asintió. Después desvió la vista hacia su hermano. Estaba sentado sobre un tronco al otro lado del círculo, con la pierna entablillada extendida frente a él.
—¡Joder, Peter! ¿Qué sé yo? Ya te lo dije, tú mandas.
—No. Lo hacemos todos.
Theo hizo una pausa.
—A ver si lo he entendido. Quieres infectarte con el virus a propósito, y quieres que te diga que claro, que adelante. Y Hollis quiere hacer lo mismo, suponiendo que no mueras o nos mates a todos en el proceso.
Peter asimiló la crudeza de aquellas frases. Por primera vez, se preguntó si tendría valor. Se dio cuenta de que la pregunta de Theo era una prueba.
—Sí, eso es exactamente lo que te estoy pidiendo.
Theo asintió.
—Entonces, de acuerdo.
—¿Sólo eso? ¿De acuerdo?
—Te quiero, hermano. Si pensara que podría disuadirte, lo haría. Pero sé que no voy a poder. Ya te dije que iba a preocuparme por ti. Podríamos empezar ahora mismo.
Peter se volvió por fin hacia Alicia. Se había quitado las gafas, revelando el brillo anaranjado de sus ojos, magnificado por la luz del fuego. Lo que más necesitaba era su consentimiento. Sin él, no tenía nada.
—Sí —dijo ella, asintiendo—. Lamento decirlo, pero sí.
No había motivos para esperar. Si le dejaran demasiado tiempo para meditar sobre las consecuencias, Peter sabía que su valentía se difuminaría. Los guió hasta la casa desierta que había preparado, la última, al final del sendero. Era poco más que una cáscara de nuez. Habían eliminado casi todas las paredes interiores, dejando las vigas al descubierto. Las ventanas ya estaban atrancadas, otro motivo de que Peter la hubiera elegido, eso y el hecho de que era la más alejada. Hollis cogió las cuerdas que Peter había trasladado desde el granero. Michael y Greer habían llevado un colchón de una de las casas contiguas. Alguien había dejado un farol. De repente se puso muy nervioso, con una conciencia de todo cuanto lo rodeaba casi dolorosamente vívida, y el corazón se aceleró en su pecho. Alzó la vista hacia Greer. Ambos habían alcanzado un acuerdo silencioso: «Si llegara el momento, no vaciles».
Hollis terminó de atar sus brazos y piernas con las cuerdas, y dejó a Peter despatarrado en el suelo. El colchón olía a ratones. Respiró hondo para intentar calmarse.
—Sara, hazlo ya.
Aferraba la caja que contenía el virus. En la otra mano llevaba las jeringas, todavía envueltas en plásticos. Peter vio que le temblaban las manos.
—Puedes hacerlo.
Ella entregó la caja a Michael.
—Por favor —rogó.
—¿Qué debo hacer con esto? —Michael alejó la caja de su cuerpo, al tiempo que intentaba devolverla—. La enfermera eres tú.
Peter se sintió exasperado. Si tardaban más, su resolución se vendría abajo.
—Por favor, terminemos de una vez.
—Yo lo haré —dijo Alicia.
Tomó la caja de Michael y la abrió.
—Peter.
—¿Qué pasa ahora? ¡Joder, Lish!
Ella le dio la vuelta para enseñársela.
—Esta caja está vacía.
«Amy —pensó Peter—. Amy, ¿qué has hecho?»
Cuando la encontraron arrodillada al lado del fuego, Amy estaba lanzando el último frasco a las llamas. Tenía a Caleb apoyado contra el hombro, envuelto en una manta. Se elevó una llamarada cuando el líquido que contenía el frasco hirvió y destrozó el cristal.