El pequeño vampiro y el enigma del ataúd (9 page)

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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

Así es que reprimió su indignación y respondió:

—Yo quería salir volando inmediatamente por un motivo muy concreto: porque pasado mañana, el lunes, se reúne el Consejo de Familia.

—¿El lunes ya? —dijo Olga dando tironcitos del lazo que llevaba en el pelo.

—Sí, y entonces decidirán si Igno Rante puede instalarse en la cripta a prueba.

—¡Ja, los Von Schlotterstein tienen siempre unas prisas terribles! —observó Olga.

—Sobre todo el que parece tener mucha prisa es Igno Rante —dijo Anton—. Y por eso, a ser posible, deberíamos averiguar
esta misma noche
si hay algo que falla en él.

—¿Nosotros? —dijo con voz aflautada Olga—. ¿Es que

también quieres causarle una buena impresión a tía Dorothee?

A Anton le entraron escalofríos.

—¿Yo? ¡No!

—Aunque… —dijo Olga con una risita—, no te costaría ningún trabajo con ese cuello largo y delgado que tienes…

—¡Pero es que
yo
, al contrario que Igno Rante, no quiero instalarme en la cripta! —rechazó Anton—. ¡Y tampoco quiero convertirme en vampiro! ¡De ninguna manera!

Olga pestañeó.

—¡Ya le irás cogiendo el gusto!

—¡No, jamás! —declaró Anton con voz firme.

Olga se rió provocativa.

—Eso es lo que dicen todos… ¡antes!

(No) hay sitio para ataúdes

—Pero es que esta noche, desgraciadamente, yo no puedo —declaró Olga tras una pausa—. Primero porque ya he quedado…

—¿Has quedado? —preguntó nervioso Anton—. ¿Con quién? ¿Con Rüdiger?

—No, ¿cómo se te ha podido ocurrir eso? —siseó ella.

Al parecer no quería que nadie le recordara que el pequeño vampiro la estaba esperando ansiosamente.

—Y segundo porque todavía no tengo donde alojarme, a no ser… —dijo ella haciendo una pausa y recorriendo la habitación con su mirada—. ¡A no ser que me dejes abrir mi ataúd plegable en
tu
habitación!

—¿En mi habitación? —exclamó asustado Anton—. Eso es absolutamente imposible.

—¿Y qué hay de tu sótano? —preguntó ella.

—Mi…, mi padre acaba de empezar a construir algo —dijo inventándose rápidamente una disculpa.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que está construyendo? —preguntó Olga con una dulzura fuera de lo normal—. ¿Ataúdes quizá?

—No, una estantería. Una estantería para… ¡botellas! —balbució Anton.

—Para botellas como tú, supongo —observó Olga.

—¿Qué…, qué es lo que quieres decir con eso? —dijo Anton con fingida indignación.

Olga le lanzó una mirada glacial.

—A Rüdiger, con su prohibición de cripta, le dejaste vivir en tu casa durante semanas. ¡Pero cuando se trata de hacerme el mismo favor
a mí
, aunque sólo sea por un día, buscas pretextos!

—¡No! —la contradijo Anton—. Sólo que…, ya ves tú misma que aquí en la habitación no hay sitio para… —tosió—, para ataúdes. Y en el sótano está todo lleno de tablas y de clavos para hacer la estantería.

—Eso no hay quien se lo crea… —dijo Olga—. Pero, bueno —dijo después—, de todas formas Hugo el Peludo tampoco habría estado de acuerdo.

Anton aguzó el oído.

—¿Hugo el Peludo? ¿Es que está aquí?

—¡No preguntes tanto! —bufó Olga—. Mejor dime dónde puedo encontrar Villa Vistaclara.

—¿No quieres que vayamos volando
juntos
? —propuso Anton.

—No —repuso secamente Olga—. Yo volaré más tarde hasta la villa. ¡Además, ahora, como te he dicho con todo detalle, tengo una cita!

«¿Con todo detalle?», pensó Anton poniéndolo en duda. ¡Lo que Olga había dicho hasta ese momento era más bien escaso! Y Anton ardía en deseos de saber más cosas de Hugo el Peludo, con el que Olga (eso parecía seguro) había estado primero en Venecia y luego en Viena… ¡y que al parecer ahora la había seguido incluso hasta allí!

Pero si resultaba que Hugo el Peludo era el nuevo amigo de Olga, a lo mejor esa infidelidad podía abrirle los ojos al pequeño vampiro sobre Olga, su «gran amor»…

—¿Conoces el viejo depósito de agua? —preguntó él.

—Claro, no estoy ciega —contestó Olga.

«¡No,

no!», le dio la razón para sí Anton. En voz alta dijo:

—Bueno, pues vuelas hasta el depósito de agua, y luego tienes que buscar la Calle del Campo de Deportes. En esa calle es la penúltima casa del lado derecho: una villa grande y negra. Las puertas y las ventanas están condenadas con tablones.

—¿Condenadas con tablones? ¿Y cómo voy a entrar entonces?

—Por la ventana del sótano que hay en el lado izquierdo.

Olga no parecía estar precisamente entusiasmada.

—¿Por la ventana del sótano? ¡Bueno, ya miraré a ver si hay alguna entrada más cómoda!… Bien, y ahora debo marcharme —susurró—. Lo siento, Anton, pero espero que la próxima vez tengamos más tiempo para nosotros.

—¿La próxima vez? —repitió él palpitándole el corazón—. ¿Quizá… mañana mismo?

—Parece que ya no puedes estar sin mí —opinó Olga, sonriendo orgullosa.

Anton carraspeó.

—Ta…, también podríamos volar
mañana
por la noche a Villa Vistaclara… Quiero decir… ¡El Consejo de Familia no se reúne hasta pasado mañana!

Olga se rió con voz estridente.

—¡Yo tengo previsto hacer contigo cosas mucho mejores que dar tropezones por un húmedo edificio en ruinas o husmear en ataúdes vacíos!

—Ah, ¿ssssí? ¿El qué? —murmuró Anton presintiendo algo malo.

Olga hizo un amplio ademán.

—Todo lo que pueden hacer entre sí dos que son muy buenos amigos: dar un paseo volando, mirar la luna, contarse sus deseos y sueños más íntimos… Y por lo que respecta a la villa y al tal Igno Rante —siguió ella diciendo levantando la voz—, ¡puedes confiármelo plenamente a mí, la señorita Olga von Seifenschwein!

Dicho aquello se encaramó al alféizar de la ventana, hizo un par de movimientos de brazos y empezó a flotar en el aire.

—¡Que sueñes con algo bonito! —dijo ella con voz aflautada, lanzándole un beso con la mano—. ¡Con tu querida Olga! —completó ella, y salió volando con una risita.

Anton se fue a la ventana y miró hacia el exterior…, preocupado por si le observaba alguien.

Pero no vio a nadie. Ni siquiera a Olga con su capa de vampiro.

Aliviado, Anton volvió a cerrar la ventana, y, con la sensación de que se había ganado merecidamente un sueño, se metió en la cama.

En directo y a todo color

Anton aún estaba cansado a la mañana siguiente; le despertó su padre.

—¡¿Cómo?! ¿Levantarme tan temprano? —protestó—. ¡Me parece a mí que los domingos tiene uno derecho a dormir a gusto!

—¿Temprano? Son casi las once —contestó su padre.

—Probablemente serán once los minutos que falten para las siete —gruñó Anton.

Su padre sonrió satisfecho.

—Debe haber sido un programa nocturno muy emocionante.

—Efectivamente —dijo Anton añadiendo para sus adentros: «¡Y en directo y a todo color!»

—¿Qué tal en la ópera? —preguntó luego Anton bostezando.

—¿En la ópera? —repitió su padre riéndose tímidamente—. Seguro que no tan dramático como lo tuyo —dijo después.

«¿Dramático?», pensó Anton. Lo realmente dramático aún estaba por llegar, esa misma noche cuando (Anton estaba seguro de ello) Olga viniera a verle.

Suspirando, se levantó.

Por fortuna, después del desayuno sus padres emprendieron uno de sus largos paseos dominicales y Anton pudo volverse a la cama y seguir durmiendo hasta por la tarde.

Cuando empezó a oscurecer, Anton se sentó a su escritorio para, supuestamente, recuperar la materia que había perdido en matemáticas. En realidad, lo que hizo fue dibujar una cripta de vampiros. Y es que los despectivos comentarios de Olga sobre los «pintarrajos» de Rüdiger le habían incitado a demostrar que «él» no era un embadurnador de pintura.

Cuanto más iba trabajando en ella, más estupenda le estaba quedando la cripta. Y también tuvo tiempo suficiente, pues Olga no se dejó ver. Al final, poco después de las diez de la noche, apareció la madre de Anton en la puerta de la habitación anunciando que el padre de Anton y ella se iban ahora a dormir.

—Y tú también deberías meterte pronto entre las sábanas —dijo—, aunque «tú» no tengas mañana colegio gracias a tu varicela.

Anton se rió irónicamente.

—Sí, gracias, varicela —dijo él.

Desde hacía dos días ya no tenía fiebre, pero aún tenía que quedarse una semana más en casa por el peligro de contagio.

Una vez que los padres de Anton se fueron a la cama todo se quedó muy en silencio; en el piso y en todo el edificio.

En medio de aquel silencio Anton notó que cada vez iba teniendo más sueño…, a pesar de que realmente debería de estar despiertísimo. Miró hacia la ventana. ¿Tenía sentido seguir esperando a Olga? Se acordó de que la noche anterior ella no había prometido en absoluto que fuera a ir
aquel día
.

Y a la propuesta que él le había hecho de volar juntos a Villa Vistaclara, había respondido que eso podía confiárselo plenamente a ella, a la señorita Olga Von Seifenschwein.

Tranquilamente…

¿Podía fiarse realmente Anton de que Olga había estado en Villa Vistaclara y había intentado indagar sobre el misterio del ataúd vacío?

Él ni siquiera sabía si ella conocía realmente el depósito de agua. ¡Su arrogante «yo no estoy ciega» no le había convencido del todo a Anton!

Anton pensó en su nuevo vestido rojo con el delantal blanco y los ribetes de encaje blancos y en su lazo color rosa. ¿Una chica vampiro tan orgullosa y tan coqueta como era Olga iba a bajar resbalando con su vestido nuevo por el sombrío agujero de un sótano?

Y en caso de que a pesar de todo Olga hubiera averiguado algo (a lo mejor sí había encontrado una segunda entrada, menos polvorienta, a Villa Vistaclara)… ¿se enteraría de ello siquiera el Consejo de Familia?

Al fin y al cabo Olga no había instalado su ataúd plegable en la Cripta Schlotterstein, sino fuera, en algún lugar, probablemente junto a Hugo el Peludo. Con claridad repentina Anton se dio cuenta de que se había engañado al considerar a Olga
su
aliada. No, excepto él no había nadie que pudiera impedir ya la perdición que Igno Rante arrojaría probablemente sobre la estirpe de los Von Schlotterstein. Anton estaba solo, completamente solo…

Libre y ligero como un vampiro

En ese momento percibió un olor pesado y dulzón. Anton se asustó.

Pero no era el desagradable olor a lirios del valle que conocía de Igno Rante. Era un aroma de rosas: el aroma de Muftí Amor Eterno, ¡el perfume de Anna!

—¡Anna! —exclamó precipitándose hacia la ventana.

Pero el alféizar de la ventana estaba vacío.

Anton regresó perplejo a su escritorio. ¿Vendría el aroma de rosas del frasquito que Anna le había regalado por Navidad?

Anton lo tenía a buen recaudo en el cajón de abajo, detrás de una pila de cuadernos viejos.

Abrió el cajón, pero allí sólo olía a papel y a tinta.

Anton se acordó de lo que le había dicho en aquella ocasión sobre su nuevo perfume: que el efecto de Muftí Amor Eterno era que ellos ya no se volverían a sentir nunca solos.

¿Quizá fuera el aroma de rosas una señal secreta de que Anton debía volar hasta Villa Vistaclara, porque allí se encontraría con Anna?

Y hablar con Anna sobre el vacío ataúd de Igno Rante era en cierto modo la última oportunidad para evitar la fatalidad…

Anton cogió el frasquito, desenroscó el tapón y se echó un par de gotas de Muftí Amor Eterno detrás de las orejas. A continuación volvió a enroscar el tapón del frasquito y lo metió de nuevo en el cajón.

El aroma de rosas era ahora casi avasallador y reforzaba la sensación de que Anna estaba realmente en el dormitorio.

Anton sintió cómo se le aceleraba el ritmo del corazón.

¿Debía atreverse a marcharse solo volando…, confiando en conseguir encontrar a Anna?

¿Pero es que acaso le quedaba alguna elección?

Posiblemente Anna y Rüdiger se estaban jugando el pellejo y si Anton no quería cerrar los ojos a eso,
tenía
que hacer algo, ¡y además esa misma noche!

Con los dedos temblorosos por la excitación, Anton sacó del armario la capa de vampiro y se la puso. Se fue de puntillas a la puerta y la cerró con llave por dentro.

Se subió al alféizar de la ventana, dio un par de tímidos braceos y, lentamente, casi a cámara lenta, se elevó en el aire.

Anton movió sus brazos con fuerza… y voló.

Le invadió una sensación de enorme ligereza: había superado la gravedad y era libre y ligero como un pájaro… ¡No!: ¡Libre y ligero como un vampiro!

Pero su alegría dejó paso rápidamente a una sensación de angustia. De repente le vinieron a la memoria Sabine la Horrible, Wilhelm el Tétrico, Elisabeth la Golosa y todos los demás vampiros, que, ahora, ya habrían abandonado sus escondrijos. ¡Anton no debía encontrárselos de ninguna manera!

Miró con gran malestar a su alrededor. Era una noche de luna clara y sobre él brillaban las estrellas. De repente fue consciente de lo perdido que estaba bajo aquella alta y ancha bóveda celeste. Le entró un escalofrío tan enorme que su corazón empezó a latir más deprisa.

¡Pero no, no era bueno pensar en ello! ¡Tenía que concentrarse en Anna y en su vuelo a Villa Vistaclara!

Anton apretó los labios y tomó la dirección de la casa del señor Schwartenfeger, pues aquél era el único camino hacia Villa Vistaclara por el que podía estar seguro de que no se iba a perder.

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