A Anton se le quitó un peso de encima: ¡el interés de Tía Dorothee, entonces, no había recaído en él, sino en los muchachos!
Uno de ellos tenía en la mano una linterna, que hacía centellear una y otra vez.
Ahora dirigió su rayo de luz hacia la caseta de los lavabos, exactamente hacia donde acababa de estar Tía Dorothee..., pero ésta ya había desaparecido.
En aquel momento alguien tocó el hombro de Anton. Se asustó muchísimo. Para gran alivio suyo vio junto a sí a Anna.
—¡Vamos, rápido —susurró ella—, mientras Tía Dorothee está detrás de la caseta!
Anton abandonó de mil amores su escondite y la siguió.
En el aire dijo él:
—¡Pobre Olga! ¡Seguro que no podrá arreglárselas con los tipos que acaban de llegar!
—¡¿Cómo?! —bufó Anna—. ¿Ahora tú también proteges ya a Olga?
—Nnn..., no —repuso rápidamente.
—¡Exactamente igual empezó Rüdiger! —dijo sombría—. Al principio le daba pena y sólo quería ayudarla..., y luego se quedó atrapado sin remedio en sus redes.
—¿En qué redes?
—Es una forma de hablar. Olga engatusa a todos hasta que hacen exactamente lo que ella quiere.
Anton la miró sin saber qué tenía que contestar. Pero algo tenía que decir para volverla a animar...
Despidiéndose dijo:
—No tienes por qué preocuparte por Olga. Yo me quedo contigo.
—Gracias —dijo ella sonriendo débilmente.
Luego, de improviso, siguió volando.
Anton entró en la casa y apretó el botón del ascensor.
En el ascensor se dio cuenta de repente de que todavía llevaba puesta la capa de vampiro. Con una prisa febril se la quitó e intentó doblarla, lo cual no era nada fácil dentro de la estrecha cabina.
Pero lo consiguió, y cuando paró el ascensor había escondido la capa debajo de su jersey.
Abrió la puerta de su casa con las manos sudorosas. Oyó altas voces de hombre... y respiró aliviado, pues eso significaba que aún seguía la película.
¡Sus padres seguro que no habrían tenido ocasión de sorprenderse por su larga ausencia!
—¿Has terminado tu redacción? —exclamó su madre cuando él pasó por la sala de estar.
—¡Sí! —dijo siguiendo apresuradamente.
En su habitación, acababa de guardar la mohosa capa en el cajón de más abajo de su escritorio..., cuando su madre entró en la habitación.
—¡Puf, qué pestazo! —dijo arrugando la nariz—. Los padres de Ole tienen que fumar muchísimo.
—Sí que lo hacen —confirmó Anton reprimiendo una risa entre dientes.
—¿Y de verdad que sólo habéis trabajado para el colegio?
—¡Naturalmente!
—¿Puedo leer la redacción?
Anton se puso pálido.
—¿Porqué?
—Tú mismo sabes la cantidad de descuidos que cometes.
—E..., esta vez no —intentó disuadirla Anton.
Pero en vano:
—No me lo creo —declaró ella—. Cuando se hacen los deberes tan tarde comete uno, la mayoría de las veces, más faltas que nunca.
—Está bien —suspiró Anton, y resignado a su suerte sacó el cuaderno de la trincha de sus pantalones.
Se había aplastado un poco pero parecía estar todavía en buen uso.
—Hay que ver cómo tratas tus cosas… —opinó su madre.
—¿Por qué? —repuso Anton—. Eso no ha estropeado mis pantalones.
—Pero tu cuaderno sí —dijo indignada la madre saliendo de la habitación.
«¡Ojalá haya escrito Anna algo aceptable!», pensó Anton.
Pero su esperanza pareció no cumplirse, pues después de sólo unos pocos minutos volvía a estar allí su madre, y además bastante furiosa.
—¡Anton, ven aquí! Tenemos que hablar contigo —declaró ella.
—¿Y por qué? —dijo fingiendo no tener ni idea.
—¡Ya te lo puedes imaginar!
—¡No!
—Ya, ya. ¡Sólo faltaba que dijeras que tú no has escrito la redacción!
—Exactamente —gruñó Anton.
De todas formas ella no se lo iba a creer...
Poco satisfecho, entró detrás de ella en la sala de estar.
Su padre estaba sentado en el sofá y tenía en la mano el cuaderno de lengua de Anton. Señaló el sillón:
—Siéntate.
—No, gracias —contestó Anton—, prefiero quedarme de pie.
—Como quieras.
El padre carraspeó como si fuera a dar un discurso y empezó:
¿Qué me gustaría ser de mayor?
Me gustaría ser vampiro porque creo que, de por sí, los vampiros no son criaturas malas como se dice en muchos libros y películas, sino que (igual que pasa con las personas) depende de su carácter que sean «buenos» o «malos». Yo creo que ser vampiro casi solamente trae ventajas: vida eterna y la facultad de volar. La humanidad ha soñado siempre con ello..., yo también. Me imagino que ser un vampiro debe ser algo maravilloso. Los problemas que trajera consigo seguro que podrían superarse, sobre todo si tuviera a mi lado a una chica-vampiro..., pues el amor resuelve todos los problemas.
Mientras su padre leía en alto, Anton intentaba poner una cara lo más tranquila posible, y eso no era tan sencillo, pues él tampoco conocía la redacción.
Pero con la frase final de Anna casi se le cortó la respiración, y se le pusieron las orejas coloradas.
—¿Te das cuenta ahora del espeluznante disparate que has escrito? —preguntó su madre, que le había estado observando.
—Yo..., era una broma —balbució Anton.
—¿Una broma?
Ella cogió el cuaderno y, furiosa, lo agitó en el aire.
—¡Estos son..., deberes del colegio!
—Ole y yo..., hemos hecho una apuesta.
—¿Una apuesta?
—Ole ha dicho que yo ganaría cinco marcos si escribía que quería ser vampiro.
—¡Y tú has sido tan tonto de aceptar la apuesta! —dijo el padre de Anton lleno de indignación.
—Bueno, por cinco marcos…
—¡Por cinco miserables marcos te arriesgas a tener una mala nota...! —exclamó su madre—. ¿Y qué va a decir tu profesora? En eso seguro que no has pensado.
—No —contestó conforme a la verdad.
—Muy bien... ¡Vas a volver a escribir la redacción!
—¿Ahora?
—¡Sí!
—Pero tú misma has dicho que no se deben hacer los deberes tan tarde.
Los padres cambiaron una mirada.
—¡Entonces mañana por la tarde! —declaró la madre de Anton—. Y a tu profesora le dirás que tienes que volver a escribir la redacción.
En tono más conciliador añadió:
—Aparte de eso, me ha gustado tu letra. Esta vez te has esforzado como es debido en trabajar de forma limpia y ordenada. ¡Así deberías hacerlo siempre!
—Ah, ¿sí? —murmuró Anton volviendo rápidamente la cabeza—. ¿Puedo irme ahora?
—Sí. Buenas noches.
En su habitación volvió a leer la redacción de Anna.
...pues el amor resuelve todos los problemas...
«¡Todos los problemas seguro que no!», pensó, pues ahora tenía que decir en el colegio, al día siguiente, que no tenía la redacción...
Al día siguiente ya estaba anocheciendo... y Anton seguía sentado ante el escritorio.
Delante de él había un cuaderno nuevo vacío que le había dado su madre..., para que la profesora de Anton no leyera por equivocación la redacción que no era: ¡la de Anna!
«¿Qué me gustaría ser de mayor...?» ¡Qué tema más estúpido! ¡¿Por qué tenía que decidirse ya hoy por una profesión?! Había leído en el periódico que ya se podía dar uno por contento si encontraba una plaza de estudios.
«¡La redacción de Anna no era realmente tan mala!», pensó mientras miraba fijamente las páginas en blanco. «¡Qué cara habría puesto mi profesora si la hubiera leído!»
Pero Anton no quería ser un vampiro..., aunque Anna mantuviera las mismas esperanzas de ello que antes. El asunto del chupete de vampiro lo había demostrado claramente.
Anna y sus nuevos dientes de vampiro...
Anton tuvo de repente una idea de lo que podía escribir:
Me gustaría ser dentista, empezó. Me gustaría tener una gran consulta y pacientes que no dijeran «ay» en seguida que les doliera. Quisiera tener dos salas de cura. Una la pintaría de verde, el color verde tranquiliza, la otra de rojo, el rojo alegra. A los pacientes miedosos los trataría en la habitación verde, a los tristes en la roja. Sólo me compraría los tornos mejores que hubiera. Al empastar tocaría música alegre...
Anton se interrumpió. Aquello sería suficiente, ¿o no?
Un nervioso golpeteo en la ventana le hizo estremecerse. Levantó la vista y vio dos figuras vestidas de negro que estaban en el poyete de su ventana: Anna, que le sonreía amablemente..., ¡y el pequeño vampiro!
Rüdiger parecía tener mucha prisa, pues ahora volvía a llamar a la ventana.
—Sí, en seguida —dijo Anton.
Fue hasta la puerta y echó la llave sin hacer ruido antes de abrir la ventana.
—¿Tienes la capa? —preguntó Rüdiger sin más preámbulos entrando de un salto en la habitación.
Anna se dejó resbalar del alféizar suavemente.
—Buenas noches, Anton —dijo ella.
—Hola —murmuró Anton..., bastante perplejo por la repentina visita de ambos.
—¿Y dónde está? —gruñó el vampiro y miró buscando a su alrededor.
—¿Quién? —preguntó Anton.
—La capa de Tío Theodor —aclaró Anna—. La necesitamos..., para Olga. Anoche tuvo un percance con su capa.
—¿A eso le llamas tú un percance? —repuso excitado Rüdiger—. ¡Corrió peligro de muerte!
—¡No hables tan alto! —intervino Anton suplicante—. Mis padres están en la sala de estar.
—¿Tus padres? ¿En la sala de estar?
El vampiro echó una mirada asustada a la puerta.
—La he cerrado —le tranquilizó Anton—. Pero a pesar de todo no debemos hacer ruido.
—Está bien —dijo el pequeño vampiro, y con voz apagada preguntó:
—Bueno..., ¿la tienes?
—¡No apremies así a Anton! —repuso Anna—. Seguro que le gustaría saber antes lo que ha pasado con la capa de Olga. ¿No es cierto, Anton?
Anton asintió con la cabeza.
—Por mí... —gruñó el vampiro sentándose en la cama.
Anton se percató de que estaba aún más pálido que otras veces. Sus ojos estaban enrojecidos y parecía demacrado y delgado.
El amor embellece...
¡Aquel refrán no le pegaba al pequeño vampiro de ningún modo!
—¿Y entonces qué ha pasado con la capa? —quiso saber Anton.
—Olga fue atacada por tres jóvenes brutales —dijo sombrío el vampiro.
—¡Eso es lo que dice ella! —repuso Anna riéndose sarcástica.
—¿Estabas tú allí acaso? —siseó colérico Rüdiger.
—No. Pero Tía Dorothee sí. Y ella me ha contado lo que pasó realmente.
—¡Estoy ansioso por saberlo! —dijo cáustico el vampiro.
—Olga y Tía Dorothee querían deslizarse a hurtadillas detrás de los jóvenes —informó Anna—. ¡Pero Olga lo estropeó todo con su pataleo! Los jóvenes desconfiaron, se dieron la vuelta, uno de ellos encendió su linterna..., y Tía Dorothee y Olga tuvieron que salir huyendo cegadas. Y entonces Olga se quedó enganchada con la capa en una zarza.
—¡Bah! —dijo el vampiro—. ¡Todo fue completamente diferente! Olga me lo ha contado... y Olga no miente.
—¿Sí...? —contestó Anna simplemente mirando significativamente la colcha.
—¡Sí! Sin motivo alguno los jóvenes cayeron sobre ella..., ¡los tres!..., desgarraron su capa y la tiraron de los pelos. Uno de ellos le quitó el lazo: el lazo favorito de Olga, el último regalo de su padre...
El pequeño vampiro sollozó.
—¡Oh, qué conmovedor! —dijo Anna mordaz.
—¿Y la capa? —preguntó Anton.
—Destrozada, completamente destrozada —contestó el vampiro retorciéndose las manos.
—Vuelves a exagerar —observó seca Anna—. Sólo tiene algunos agujeros grandes que se pueden zurcir.
—¡Sí, pero eso llevará tiempo! Si yo supiera zurcir...
La voz del vampiro cobró un tono soñador.
—Me pondría la capa de Olga sobre las rodillas y con delicadeza pasaría el hilo por la tela negra, hora tras hora...
Dio un profundo suspiro.
—Quizá te enseñe a hacerlo Tía Dorothee —gruñó Anna—. ¡Entonces podríais fundar un club de costura..., para vuestra querida Olga!
—¡Bah! —dijo el vampiro sacándole la lengua a Anna.
Anton vio por primera vez una lengua de vampiro: era de color rojo oscuro y muy larga.
Le sobrecogió un estremecimiento.
—Yo..., eh..., vosotros queréis ahora la capa —balbució—. Un mo..., momento. Está en mi escritorio.
Abrió el cajón y sacó la capa de detrás de los cuadernos.
En aquel momento se aproximaron pisadas por el pasillo.
El pequeño vampiro aferró la capa, saltó al poyete de la ventana y salió de allí volando sin decir una palabra.
Anna dijo apresuradamente:
—¡Hasta pronto, Anton! —y salió volando tras él.
—Anton, ¿cómo es que has cerrado? —oyó exclamar a su madre—. ¡Abre!
—En seguida —contestó yendo a paso extraordinariamente lento hacia la puerta.
Su madre estaba allí delante muy acalorada.
—¿Desde cuándo cierras tu habitación? —exclamó irritada—. ¡Ya sabes que no nos gusta eso! Nadie de esta casa cierra su habitación, ni papá..., ni yo... Nosotros no tenemos ningún secreto, ¿o tú sí? —preguntó desconfiando de repente, y entró.
—Ya vuelve a oler a quemado...
—Era mi cabeza —dijo Anton—, que ha echado humo de tanto pensar.