T
RAS un frenético torbellino de imágenes que no fue posible distinguir, el conjunto terminó en una especie de explosión, tras la cual el ponche de los deseos brilló en su vaso de fuego frío con tonalidades rojas y anaranjadas. Sarcasmo volvió a encender la luz.
El mago y su tía estaban totalmente exhaustos después de aquel esfuerzo común. Tuvieron que reponerse tomando unos estimulantes mágicos especiales para resistir la última parte de la preparación, que era también la más difícil. Pero ahora no podían permitirse ningún descanso, porque el tiempo avanzaba inexorablemente.
Esta cuarta y última parte del procedimiento no podía desarrollarse en nuestro mundo, dentro de lo que llamamos espacio y tiempo. Había que trasladarse a la cuarta dimensión. Y así la propia introducción estaba redactada en lenguaje exorbital, absolutamente intraducible para nosotros porque en él sólo pueden expresarse cosas y acontecimientos de la cuarta dimensión, que en nuestro mundo ni siquiera existen.
Este último y supremo esfuerzo era imprescindible para introducir en el ponche el poder de inversión, el cual hace que se cumpla lo contrario de todos los deseos que uno formula.
La introducción al respecto rezaba así:
Picamordas furicraso,
tic craca bubula:
locorapo drac odiaso,
¡espitaco sula!
Chivaneno gritidillo
vocifero saño.
Colerargia quilerillo
malapiel, tregaño.
Iramón us artillera
crujimí molares,
espumajo rabillera
horreor calares.
Gargará gluf panzañal
salivar ratado,
felinarra garañal,
¡sanguina mazado!
¿Yerro cuma drama laso?
Eruc gigantula:
Picamordas furicraso,
¡espitaco sula!
Al principio, ni Sarcasmo ni Tirania pudieron descifrar esta parte de la receta. Pero los dos sabían que sólo en la cuarta dimensión es posible hablar y entender el exorbital y, así, no les quedó más remedio que trasladarse allí.
Pero la cuarta dimensión no está en otra parte, en algún lugar lejano, sino aquí. Lo que ocurre es que nosotros no la percibimos porque ni nuestros ojos ni nuestros oídos están preparados para ello.
La tía Titi no habría sabido cómo seguir adelante en este punto; pero Belcebú Sarcasmo conocía un método para saltar de una dimensión a otra. Cogió una jeringuilla y un pequeño y extraño frasco en el que se movía constantemente un líquido incoloro.
Luciferino Salto Dimensional
rezaba la inscripción.
—Hay que inyectarlo directamente en la vena —declaró él, y Tirania asintió con un ademán de reconocimiento.
—Ya veo, jovencito, que no te hice estudiar en vano. ¿Has experimentado el producto?
—Un poco, Titi. He hecho algunos viajes con él, en parte por razones de investigación, en parte por placer.
—Entonces, partamos en el acto.
—Tengo que advertirte, querida tía, que la cosa encierra ciertos peligros. Todo depende de la dosis adecuada.
—¿Qué significa eso? —quiso saber la bruja.
Sarcasmo esbozó una sonrisa nada tranquilizadora para ella.
—Significa —dijo— que puedes aterrizar en cualquier otra parte, Titi. Si la dosis es insuficiente, aunque sea por muy poco, caes en la segunda dimensión. Allí serías totalmente plana, tan plana como una proyección cinematográfica. Serías tan plana que ni siquiera tendrías reverso. Y sobre todo, jamás podrías subir a nuestra tercera dimensión por tus propias fuerzas. Tal vez tendrías que ser para siempre y eternamente una filmina bidimensional, muchachita. Pero si la dosis es excesiva, serás catapultada a la quinta o la sexta dimensión. Estas dimensiones superiores son tan desconcertantes que ni siquiera sabrías qué elementos forman parte de ti y cuáles no. Quizá volverías incompleta o mal formada, suponiendo que volvieras.
Durante unos instantes se miraron en silencio.
Ella sabía que, de momento, su sobrino necesitaba perentoriamente su colaboración. Mientras no estuviera definitivamente elaborado el ponche genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso, no podía prescindir de ella. Y él sabía que ella lo sabía.
La bruja esbozó también una sonrisa cargada de presagios.
—Bueno —dijo pausadamente—, supongo que harás todo perfectamente. Confío plenamente en tu egoísmo, jovencito.
Él introdujo en la jeringa el líquido incoloro, se desnudaron los dos el brazo izquierdo, el mago comprobó meticulosamente la cantidad, puso la inyección a la tía y luego se inyectó él mismo.
Los perfiles de los dos comenzaron a vibrar, a desvanecerse y a estirarse grotescamente a lo largo y a lo ancho, hasta que terminaron por no verse.
Pero en la ponchera de fuego frío empezaron a desarrollarse las cosas más extrañas, al parecer espontáneamente…
—¿Q
UE yo soy un genio? —cacareó el cuervo—. ¡Sí, un genio realmente maravilloso! ¡Debería hacerme yo mismo picadillo por mi maravillosa idea genial! Jamás volveré a pensar, lo juro, o caminaré a pie el resto de mi vida. La reflexión sólo da disgustos, nada más que disgustos da eso.
Pero el gato no lo oía. Había trepado ya un buen trecho hacia donde comenzaba el empinado tejado de la aguja de la torre.
—Lo va a lograr —se dijo Jacobo a sí mismo—. Creo que estaba equivocado. ¡Lo está consiguiendo el chaval!
Reunió sus escasas fuerzas y voló en busca del gato; pero no lo encontró en la oscuridad. Aterrizó en la cabeza de la estatua de un ángel que tocaba la trompeta del juicio final y miraba en todas las direcciones.
—Félix, ¿dónde estás? —gritó.
No hubo respuesta.
Desesperado, lanzó un grito hacia las tinieblas:
—Y aunque consigas realmente llegar hasta las campanas, tú, minicaballero, tú…, y aunque consiguiéramos tocarlas entre los dos…, cosa que es imposible…, no tendría sentido a pesar de todo…, porque si las tocamos
ahora ya
, no será el repique de Año Nuevo, sino un toque cualquiera. Porque lo importante no son las campanas, sino que tiene que ser precisamente a medianoche.
No se oyó otro sonido que el silbido del viento, que soplaba contra las esquinas de la torre y las figuras de piedra. Jacobo se agarró a la cabeza del ángel de la trompeta y gritó fuera de sí:
—¡Eh, gatito! ¿Sigues existiendo o te has despeñado ya?
Durante una fracción de segundo tuvo la sensación de que en algún lugar muy alto se oía un maullido débil y lastimero. Se lanzó a la oscuridad y voló en busca del sonido, dando tumbos en el aire.
De hecho, Félix había alcanzado —ni él mismo sabía cómo— una ventana ojival por la que pudo entrar en la torre. Cuando Jacobo aterrizó junto a él, lo abandonaron definitivamente sus fuerzas. Se desmayó y cayó rodando, afortunadamente a poca profundidad. En medio de la oscuridad, quedó tendido como un minúsculo fardo de pelos sobre la madera del armazón de las campanas.
Jacobo saltó tras él y le dio empujones con el pico. Pero el pequeño gato no se movía.
—Félix —graznó el cuervo—, ¿estás muerto?
Como no obtuvo respuesta, bajó lentamente la cabeza. Un temblor recorrió su cuerpo.
—Una cosa hay que reconocerte, gatito —dijo en voz baja—. Quizá no tenías mucho juicio; pero, en cierto modo, has sido un héroe. Tus distinguidos antepasados podrían estar bastante orgullosos de ti, si hubieran existido.
Luego se le nublaron los ojos y se desplomó. El viento silbaba alrededor de la aguja de la torre e introducía en su interior la nieve que poco a poco iba cubriendo a los dos animales.
Muy cerca de ellos, gigantescas y fantasmagóricas, las enormes campanas colgaban del maderamen, ennegrecido por el paso de los años, y esperaban en silencio el comienzo del nuevo año, que debían saludar con sus formidables voces.
E
N su vaso de fuego frío, el ponche giraba velozmente como en una centrifugadora, pues dentro del vaso daba vueltas, fulgurando y chisporroteando, la cola de un cometa semejante a una dorada gigantesca que hubiera enloquecido.
Sarcasmo y Tirania habían vuelto de la cuarta dimensión y, totalmente agotados, se habían dejado caer en sus sillas. En aquel momento les habría gustado tomarse algunos minutos para relajarse. Pero les era absolutamente imposible permitirse tal cosa: los habría puesto en grave peligro de muerte.
Contemplaban el recipiente con ojos vidriosos. Aunque, en principio, el ponche estaba a punto y ya no tenían nada que hacer, en estos últimos minutos anteriores a la culminación de su diabólica obra había que vencer aún una dificultad, que resultó ser la mayor de todas. Consistía en
no
hacer algo concreto.
Según la última de las instrucciones del pergamino, ahora sólo tenían que esperar hasta que el líquido estuviera totalmente en reposo y se hubieran disuelto por entero todas las turbulencias. Pero hasta ese momento les estaba absolutamente prohibido
preguntar algo
, y ni siquiera podían
pensar
una pregunta.
Toda pregunta (por ejemplo, «¿Saldrá bien?» o «¿Por qué hago esto?» o «¿Tiene algún sentido?» o «¿Qué saldrá de ahí?») encierra una duda. Y en estos últimos instantes no se podía dudar absolutamente de nada. Ni siquiera podía uno preguntarse mentalmente por qué no podía plantear ninguna pregunta.
Porque el ponche, mientras no estuviera en pleno reposo y fuera claro y transparente, se encontraba en un estado muy delicado e inestable, en el que podía reaccionar incluso ante los sentimientos y pensamientos. La más mínima duda acerca de él podía hacer que todo el mejunje explotara como una bomba atómica y volaran por los aires no sólo el mago y la bruja, sino también Villa Pesadilla y el barrio entero.
Ahora bien, es sabido que no hay nada más difícil que no pensar en algo concreto que se le ha dicho a uno. Por ejemplo, normalmente uno no piensa en los canguros. Pero si se le dice que durante los cinco minutos siguientes no debe pensar en los canguros bajo ningún concepto, ¿cómo se las arregla para no pensar precisamente en los canguros? Sólo hay una posibilidad: es preciso pensar con la mayor concentración posible en algo distinto, sea lo que fuere.
Pues bien. Sarcasmo y Tirania estaban allí sentados, y por el miedo y el esfuerzo de no pensar en ninguna pregunta, los ojos se les salían literalmente de las órbitas.
El mago recitaba en voz baja todas las poesías que había aprendido en su
desierto
de infancia. (Entre los nigromantes,
desierto
de infancia es lo que en el caso de las personas normales se llama
jardín
de infancia.)
Monótonamente y sin pausas murmuraba:
Soy una pequeña sabandija
y ya resulto nauseabunda.
Quiero dejar de ser canija
para volverme bestia inmunda.
O:
Cuando el niño se comió la rana
fue tan grande su alegría,
que decidió que el mal haría
siempre que le viniera en gana.
O:
Benjamín pone mucho cuidado
al desplumar al viejo gallo,
porque el que desea ser taimado
no puede cometer fallos.
O, finalmente, hasta las canciones de cuna que su madre solía cantarle cuando era pequeño:
¡Mi niño dormido está!
El conde, su padre,
ha ido a chupar sangre,
y vuela sin parar.
¡Mi niño dormido está!
¡Bebe, mi niño, bebe!
Los colmillos te crecen ya
y podrás tragar como papá:
un mordisco aquí, otro allá.
¡Bebe, mi niño, bebe!
U otros versos y canciones igualmente edificantes.
Entretanto, Tirania Vampir calculaba mentalmente cuánto habría producido hasta el día de hoy, con todos los intereses de los intereses, un único tálero que se hubiera colocado el año cero en una cuenta bancaria, suponiendo que el banco existiera en la actualidad.
Hizo el cálculo con la siguiente fórmula, conocida por todos los magos y brujas multiplicadineros:
Kn = Ko (1 + i)
n
Había llegado ya a una suma de dinero que equivalía al contravalor de varias bolas de oro del tamaño del globo terráqueo, pero todavía le faltaba mucho para llegar a nuestros días. Calculaba y calculaba, pues de sus cálculos dependía su vida.
Pero cuanto más se prolongaban los minutos —el ponche no estaba aún en pleno reposo ni totalmente claro—, mayor sensación tenía Sarcasmo de que todo su largo cuerpo se curvaba para formar un signo de interrogación.