—M
AESTRO —dijo finalmente el gato, casi musitando—, maestro, desearía decirle una cosa.
Como Sarcasmo no contestó, sino que se limitó a apoyar la cabeza en las manos con un gesto de agotamiento, Maurizio prosiguió en voz más alta:
—Tengo que contarle algo que me tortura la conciencia desde hace tiempo.
—La conciencia… —repitió Sarcasmo con una mueca—. ¡Mira, hasta los gatos tienen eso!
—¡Oh, y mucho! —aseguró Maurizio muy serio—. Quizá no todos, pero yo sí. No en vano desciendo de una familia de rancio abolengo.
El mago se recostó y cerró los ojos con un rictus de dolor.
—Lo que quiero decirle —explicó Mauricio tartamudeando— es que yo no soy lo que parezco.
—¡Y quién lo es! —replicó ambiguamente Sarcasmo.
El gato se apartó para remover y fijó la mirada en el líquido negro.
—Maestro, le he ocultado una cosa durante todo el tiempo que he pasado aquí. Ahora me avergüenzo mucho de ello. Por eso he tomado la decisión de confesarle todo esta tarde, que es una tarde especial.
El mago abrió los ojos y observó a Maurizio a través de los gruesos cristales de sus gafas. Sus labios se contrajeron sarcásticamente. Pero el pequeño gato no lo advirtió.
—Maestro, usted sabe mejor que nadie que en el mundo está ocurriendo algo horrible. Cada vez hay más criaturas enfermas y mueren más árboles; los ríos y los mares están más contaminados cada día. Por eso, los animales convocaron hace tiempo una gran asamblea —en secreto, naturalmente—, y en ella se decidió averiguar quién o qué era la causa de esta calamidad. Para ello, nuestro Consejo Supremo envió a todas partes agentes secretos que debían observar qué ocurre realmente, y así llegué yo a su casa, querido maestro, para espiarle a usted.
Hizo una pausa y miró al mago con los ojos enrojecidos.
—Créame, maestro —prosiguió luego—, me resultó muy difícil, pues esta actividad no está de acuerdo con mis nobles sentimientos. Lo hice porque tenía que hacerlo. Era mi deber para con los otros animales.
Volvió a hacer otra pausa y añadió en voz más baja:
—¿Está usted ahora enojado conmigo?
—¡No te olvides de remover! —dijo el mago, que a pesar de su triste estado de ánimo tuvo que esforzarse para contener una sonrisa.
—¿Puede perdonarme, maestro?
—Está bien, Maurizio, te perdono. Corramos un tupido velo.
—¡Oh, qué nobleza de corazón! —musitó conmovido el pequeño gato—. Tan pronto como recobre la salud y no esté tan cansado, me dirigiré al Consejo Supremo de los Animales y explicaré allí que usted es un alma de Dios. Se lo prometo solemnemente para el nuevo año.
Esta última mención volvió a poner súbitamente al mago de mal humor.
—Deja esa chachara lacrimógena —balbució—. Me ataca los nervios.
Maurizio se quedó perplejo y guardó silencio. No podía comprender el repentino desabrimiento de su maestro.
En ese momento llamaron a la puerta.
E
L mago se levantó y se quedó tieso como una vela.
Llamaron por segunda vez; en esta ocasión los golpes fueron fuertes y claros.
Maurizio había dejado de remover y observó ingenuamente:
—Maestro, creo que han llamado.
—¡Psiss! —siseó el mago—. ¡Silencio!
El viento sacudió las persianas.
—¡Todavía no! —chilló Sarcasmo—. ¡Por todas las armas químicas, esto no es un juego limpio!
Llamaron por tercera vez, ahora con bastante impaciencia.
El mago se tapó los oídos con las manos.
—Tienen que dejarme en paz. No estoy en casa.
Los golpes se transformaron en martillazos, y a través del silbido de la tempestad se oyó confusamente una voz ronca que parecía bastante irritada.
—Maurizio —susurró el mago—, mi querido gatito ¿tendrías la bondad de abrir y decir que he salido de viaje inesperadamente? Di sencillamente que he ido a casa de mi anciana tía Tirania Vampir para celebrar con ella la fiesta de San Silvestre.
—Pero, maestro —dijo sorprendido el gato—, eso sería lisa y llanamente una mentira. ¿Me pide realmente eso?
El mago levantó los ojos hacia el cielo y suspiró.
—¡Mal puedo decirlo yo mismo!
—Está bien, maestro, está bien. Por usted, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa.
Maurizio saltó hacia la puerta; haciendo acopio de sus escasas fuerzas, colocó un taburete debajo del picaporte, se subió a él, giró la gigantesca llave, hasta que se abrió la cerradura, y se quedó colgado del picaporte.
Una ráfaga de viento abrió la puerta y sopló por las habitaciones, inclinó las llamas de la chimenea e hizo que los papeles del laboratorio giraran en torbellino.
Pero allí no había nadie.
E
L gato cruzó la puerta y dio un par de pasos con precaución. Escrutó la oscuridad en todas las direcciones, volvió a entrar y se sacudió la nieve de la piel.
—Nada —dijo—. Tiene que haber sido un error. ¿Dónde está usted, maestro?
Sarcasmo emergió de detrás de la butaca de orejas.
—¿Es cierto que no hay nadie?
—Absolutamente cierto —aseguró Maurizio.
El mago salió corriendo al vestíbulo, cerró la puerta dando un portazo y la aseguró con todos los cerrojos.
—No pueden esperar. ¿Quieren volverme loco ahora mismo?
—¿Quiénes? —preguntó Maurizio, sorprendido.
Volvieron a llamar, esta vez con verdadera rabia.
El rostro de Sarcasmo se transformó en una caricatura que expresaba a la vez miedo e ira. Su aspecto no era precisamente bello.
—¡Conmigo no! —balbució—. ¡No, conmigo no! ¡Tendremos que vérnoslas!
Salió cauteloso al vestíbulo y el gato lo siguió solícitamente.
El mago llevaba en la mano izquierda un anillo adornado con un gran rubí. Obviamente, se trataba de una piedra mágica. Podía absorber y almacenar una ingente cantidad de luz. Y cuando estaba debidamente cargada, constituía un arma aniquiladora.
Sarcasmo levantó lentamente la mano, cerró un ojo, apuntó y un rayo láser rojo cruzó silbando el corredor y dejó en la puerta de la calle una hendidura humeante del tamaño de un ojo de aguja. El mago disparó una segunda vez y una tercera, y siguió disparando y disparando hasta que quedaron totalmente acribillados los tablones de la puerta y se agotó la energía del rubí.
—Así que era eso —dijo, y respiró profundamente—. Ahora no se oye nada.
El mago volvió al laboratorio y se sentó nuevamente junto a la mesa para seguir escribiendo.
—Pero, maestro —tartamudeó el gato, horrorizado—, ¿y si le ha dado usted a alguien?
—Le estaría bien empleado —masculló Sarcasmo—. ¿Por qué anda merodeando junto a mi casa?
—Pero ni siquiera sabe usted quién era. A lo mejor era un amigo suyo.
—Yo no tengo amigos.
—O alguien que necesitaba ayuda.
El mago sonrió un instante con amargura.
—Tú no conoces el mundo, pequeño. El que da primero, da dos veces. No lo olvides.
En ese momento volvieron a llamar.
S
ARCASMO apretó las mandíbulas en silencio.
—¡La ventana! —exclamó Mauricio—. Creo que es en la ventana, maestro.
Saltó a la repisa, abrió una hoja y miró por una rendija de la persiana.
—Aquí hay alguien —susurró—. Parece que es un pájaro, una especie de cuervo o algo así, creo yo.
Sarcasmo seguía sin decir nada. Se limitó a hacer con las manos un ademán de rechazo.
—Puede tratarse de un caso de emergencia —opinó el gato y, sin esperar las instrucciones del mago, subió la persiana.
Junto con una nube de nieve, entró volando en el laboratorio un ave tan desplumada que más bien parecía una patata grande e informe en la que alguien había clavado aquí y allá un par de plumas negras.
Aterrizó en el suelo y, antes de detenerse, se deslizó un trecho sobre las patas. Extendió las plumas, que ofrecían un aspecto lastimero, y abrió su vistoso pico.
—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno! —chilló en tono impresionante—. ¡Os tomáis vuestro tiempo para abrir! Aquí puede uno desangrarse mientras espera. Y encima recibís las visitas a tiros. La última pluma de mi cola está hecha trizas, acribillada por los disparos. ¡Vaya modales! ¿En qué país vivimos?
De repente se dio cuenta de que había un gato que lo miraba con los ojos muy abiertos y chispeantes. Metió la cabeza entre las alas, formando una especie de joroba, y graznó casi imperceptiblemente:
—¡Oh, un devorapájaros! ¡Lo que faltaba! ¡Ya está bien, caramba! ¡Esto va a tener un mal
endesenlace
!
Maurizio, que durante su corta vida no había cazado ni un solo pájaro —y mucho menos uno tan grande e inquietante como aquél— no comprendió al principio que era él el aludido.
—¡Hola! —maulló muy digno—. ¡Bienvenido, forastero!
El mago seguía mirando en silencio y con desconfianza a aquel extraño pájaro. El cuervo se sentía cada vez más molesto. Con la cabeza ladeada, observaba alternativamente al gato y al mago. Finalmente graznó:
—Si no les importa a los señores, yo aconsejaría que alguien cierre la ventana, porque no viene nadie detrás de mí. Pero entra un frío de perros y yo tengo ya en el ala izquierda
reumaticismo
, o como se diga.
El gato cerró la ventana, saltó de la repisa y comenzó a caminar con paso lento, trazando un círculo en torno al recién llegado. Sólo quería saber si le pasaba algo al cuervo, pero éste pareció interpretar de otra manera el interés de Maurizio.
Entretanto, Sarcasmo había conseguido recuperar el habla.
—Maurizio —ordenó—, pregúntale a ese bellaco quién es y qué busca aquí.
—Mi maestro desea saber —dijo el gato con la mayor delicadeza posible— cómo te llamas y qué esperas de nosotros.
Mientras hablaba, fue estrechando sus círculos.
El cuervo giraba la cabeza y no perdía de vista a Maurizio.
—Dale a tu maestro un cordial saludo de mi parte —y mientras hablaba le guiñaba desesperadamente un ojo al gato—. Mi nombre es Jacobo Osadías y soy, por así decir, el recadero aéreo de su distinguida tía
madam
Tirania Vampir —ahora guiñó el otro ojo—. Además, no soy un bellaco, si se me permite, sino un cuervo viejo y duramente probado por la vida, el cuervo de las desgracias, se podría decir sin rodeos.
—¡Un cuervo! —dijo Sarcasmo despectivamente—. Pero tienes que advertirlo; si no, no te reconoce nadie.