El pozo de las tinieblas (31 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

De pronto, el príncipe dejó de gritar, al comprerder que se estaba portando como un imbécil. Su reséntimiento contra el bardo se transformó al instante en gratitud, pues reconoció que, sin el oportuno ruido del arpa, habría saltado de la silla, resuelto a pasar el resto de su vida escuchando las lejanas armonías de Synnoria.

El príncipe podía todavía oír la cascada a lo lejos, pero el sonido no era ahora más que un débil acompañamiento a la música del arpa del bardo. Keren dejópor fin de aporrear su instrumento y empezó a tocar una cancioncilla, muy profana, sobre una tabernera enamorada. La tonada no reflejaba la maestría y la habilidad que había oído el príncipe en otras ocasiones, pero era una melodía tan sencilla y pegadiza que Tristán ya no pudo sacársela de la cabeza.

Durante el resto del día, el bardo tocó su arpa y cantó la sencilla tonadilla. Los otros se le unían cada tanto, cuando su voz empezaba a temblar y debilitarse. Sin embargo, las notas que brotaban del arpa eran siempre nítidas y seguras.

Tristán no lo lamentó cuando se encontraron de nuevo entre frías paredes de roca y entraron en una región de sombras profundas. Sabía que la seducción de Synnoria había quedado atrás.

Por fin, Brigit ordenó que se detuviesen y las hermanas les quitaron las vendas de los ojos. De nuevo se encontraron en un estrecho cañón, rodeados de paredes de roca escarpadas. Canthus saltó sobre Tristán y le lamió la cara al desmontar el príncipe. Con un graznido, Sable se posó en la rama de un árbol raquítico que, de alguna manera, crecía en la árida grieta.

Robyn saltó al suelo y se apoyó débilmente en su caballo. Daryth y Gavin desmontaron entumecidos, mientras Pawldo saltaba de su poní para besar el suelo.

—¡He quedado harto de hechicería para el resto de mi vida! —declaró, olvidando su energía acostumbrada.

Keren siguió montado mientras colgaba el arpa de su hombro. Con expresión doliente, levantó los rígidos dedos. Sus yemas estaban agrietadas y sangraban.

—Pasarán unos días antes de que pueda volver a tocar mi arpa —confesó.

—Gracias —dijo Robyn, cuando al fin desmontó el bardo. Se acercó a él y lo besó en la mejilla—. Sin tu arpa, yo sería ahora vecina permanente de Synnoria.

—Yo también —dijo Daryth, mientras Pawldo asentía con la cabeza.

Gavin gruñó, sin comprometerse, y se volvió a mirar atrás, hacia Synnoria.

—Acampemos aquí —sugirió Brigit—. El camino es cuesta abajo hasta Corwell. Con un poco de suerte lo haremos en dos días más.

La capitana de las hermanas se volvió a Keren.

—Tu ejecución —confesó, con una de sus raras sonrisas— ha sido impresionante.

El príncipe, agotado, se derrumbó sobre una manta encantado de dejar por una vez la guardia a otros. Pronto se sumergió en un profundo sopor, y soñó árboles que cantaban una canción vulgar sobre una moza de taberna.

El campamento militar se extendía a lo largo de la orilla de un lago de montaña que había sido de aguas cristalinas. Ahora, los verdes campos de su alrededor se habían convertido en un mar de fango al ser pisoteados por miles de botas. El agua se había vuelto parda y sucia.

Grunnarch contempló su campamento con mal disimulada inquietud. La fuerza había tardado más de dos días en cruzar el paso de Dynloch, y él sabía que habían llegado con retraso. Cerca de las cumbres, un deslizamiento de rocas había costado la vida a cien de sus hombres. Y perder cien hombres de golpe era un trago amargo. Por último, el ejército de los firbolg, que se presumía que debía unirse a él aquí, no se veía en ninguna parte.

Al menos sus hombres, hambrientos y agotados como estaban después de la dura caminata, podían descansar algo y comer caliente en este campamentó. El druida Trahern le había asegurado que el camino de Corwell tenía muchos menos obstáculos que el paso de montaña que acababan de cruzar.

Estas ideas de subsistencia le recordaron otra causa de preocupación: los Jinetes Sanguinarios. Parecían acusar la fatiga de la marcha tanto como los demás, pero no daban muestras de querer comer, beber, descansar o realizar otras actividades que hubiesen contribuido a su recuperación. En cambio, permanecían en pie o acurrucados en su sector del campamento, esperando con mal disimulada impaciencia el momento de lanzarse de nuevo al camino.

«¡Tal vez viven de la. sangre!», pensó lúgubremente el Rey Rojo. Evitaba entrar en el campamento de los Jinetes Sanguinarios, prefiriendo quedarse cerca de su propia tienda. Acompañado de Trahern, el druida, observó cómo su ejército recobraba poco a poco el ánimo.

Un alboroto en el extremo del campamento atrajo su atención. Con Trahern a su lado, corrió hacia allí. Un joven guerrero le salió al encuentro y señaló hacia el bosque.

—¡Firbolg, mi señor! ¡Vienen en esta dirección!

Grunnarch vio una banda de tal vez cinco docenas de firbolg avanzando hacia él. Se movían con descuido, como si fuesen el resto de un ejército. Ciertamente, muchos de ellos llevaban sucios vendajes sobre heridas recientes. El Rey Rojo no estaba preparado para recibir a unos firbolg de tan sucio aspecto y tan malolientes.

El mal olor los precedía un centanar de pasos, llevado por una brisa inoportuna, y era ofensivo incluso para unos seres tan poco remilgados como los hombres del norte.

—¿Es ése tu ejército? —murmuró Grunnarch con disgusto, mirando a Trahern.

El druida pareció también desconcertado.

—Esperaba una banda mucho más numerosa —confesó—. Aunque los que llegan parecen formidables.

En efecto, los firbolg, aun en aquella condición, parecían fieros luchadores, dotados de brazos y piernas poderosos. Su frente estrecha e inclinada hacía que pareciesen muy estúpidos, pero ésta era una cualidad que Grunnarch apreciaba en sus soldados. Era indudable que le resultarían útiles.

La más corpulenta de aquellas criaturas hizo ademán a los otros de que se detuviesen y se acercó a Grunnarch y a Trahern. Se detuvo delante de ellos y el rey se dio cuenta de que aquel bruto no era tan alto como en un principio le había parecido. Superaba en estatura a Grunnarch en unos tres palmos, no más.

—Groth —gruñó la criatura, apuntando a su inmenso pecho con un chato pulgar—. Corwell —añadió, señalando hacia el sudoeste.

—Yo soy Grunnarch el Rojo, jefe de esta fuerza —declaró el rey.

El firbolg se limitó a extender las manos, con aspecto interesado.

—Grunnarch —gruñó el rey, señalándose a sí mismo. Después se volvió al druida en busca de ayuda—. ¿Puedes hablarle tú?

—Lo intentaré —dijo Trahern, de mala gana.

Gruñó algo breve y duro al firbolg, y la criatura respondió a grandes voces y con violentos ademanes. Después el firbolg les volvió la espalda y se alejó.

—Dice que han tenido tropiezos con los humanos —explicó el druida—. También dice que no lo molestemos.

—¡Magnífico! —escupió Grunnarch—. ¡Menuda ayuda la suya!

Trahern encogió los hombros.

—No podemos saber cuál es su papel en los planes del Rey de Hierro. Es mejor no preguntarlo.

El druida se dio la vuelta y volvió despacio a su sitio junto al fuego.

Grunnarch miró irritado al druida. Se preguntó como habría convencido Thelgaar a aquel hombre para que traicionase a su tierra y a su diosa. Miró de nuevo a los firbolg, que estaban reclamando un gran sector de la orilla del lago como propio. Su ejército estaba desmoralizado, nervioso por la presencia tanto de los Jinetes Sanguinarios como de los firbolg. Esta tierra, el valle de Myrloch, parecía socavar su ánimo. El rey hizo una mueca al recordar sus propias pesadillas. Sin embargo, Grunnarch sabía que no podía volver atrás. Su fuerza estaba comprometida en el plan, y él haría todo lo posible para llevarla al combate que Thelgaar le había descrito hacía tiempo.

Grunnarch y su ejército durmieron aquella noche en un suelo profanado, hostigados por malos sueños. Algunos se esforzaron en permanecer despiertos, por mucho que faltase antes de la aurora.

La mañana siguiente, una columna serpentina de soldados partió de la orilla del lago hacia el paso bajo que Trahern había indicado. Si llevaban una buena marcha, había asegurado el druida a Grunnarch, llegarían al camino de Corwell al anochecer.

El día amaneció amenazador. Espesas nubes se acumularon sobre la ruta seguida por la tropa. Incluso antes de que los últimos soldados saliesen del campamento, empezó a llover.

Genna Moonsinger, Gran Druida de Gwynneth, sabía que un—ejército violaba el protectorado sagrado del valle de Myrloch. Observaba, con corazón afligido, cómo morían sus animales delante de los invasores. Advirtió con repugnancia que una banda de firbolg se había unido a los hombres del norte. Sintió que la propia tierra se encogía al paso de los Jinetes Sanguinarios.

Genna no tenía un ejército para enviarlo contra los invasores. En el cuerpo de un pequeño gorrión, observó el extenso campamento instalado a lo largo de la orilla del lago. No se emocionaba con facilidad, pero parte de ella hubiese querido desahogar su furor contra el enemigo.

Pero la Gran Druida no carecía de recursos. Bajo otro disfraz, el del más pequeño de los mamíferos, la musaraña, se deslizó dentro del campamento al anochecer. Después de buscar la tienda del jefe, escuchó con atención durante el interminable y ofensivo debate. Pero al fin se enteró de lo que quería: el objetivo de Grunnarch.

Los hombres del norte marcharían hacia el sur y entrarían en Corwell, en vez de proseguir su sacrilega marcha a través de Myrloch.

La Gran Druida resolvió entorpecer a cada paso la marcha de los invasores. Pasó el resto de la noche en sus preparativos, para que su hechicería produjese sus efectos antes de la aurora. Brotó vapor de la superficie de todas las aguas dentro del radio de su poder. Los vientos se desviaron de su curso natural, buscando nubes y acumulándolas en el cielo.

Durante toda la noche, sus poderes aumentaron el peso del vapor de agua que se cernía sobre el campamento y el camino de los hombres del norte. Grises nubes flotaron bajas sobre el valle de la montaña, y la presión de nubes altas más pesadas las obligaron a descender todavía más.

Al empezar a despuntar la mañana gris en el cielo de oriente, Genna terminó su embrujo. Cuando los hombres del norte levantaron su campamento e iniciaron la marcha, la Gran Druida sonrió pacientemente pues su magia no era de las que se traducen en un solo golpe espectacular.

Comenzó a caer una lluvia ligera que molestaba a la tropa sin causarle graves impedimentos. Pronto se convirtió en un aguacero, haciendo que el estrecho camino se volviese peligroso. A medida que pasaban más y más soldados, el sendero se fue transformando en un barrizal. Por último, el aguacero se convirtió en un temporal que borró el camino y convirtió en lodazal todas las tierras bajas.

Cuando cuatro de los Jinetes Sanguinarios desaparecieron con sus caballos en un espumoso torrente que momentos antes había sido un manso riachuelo, Grunnarch no pudo ya negar la evidencia. Maldiciendo la mala suerte que parecía acompañar a su expedición, ordenó que la tropa vivaquease hasta que cesara la tormenta. Y, al dar esta orden, comprendió que no llegaría al camino de Corwell aquella noche.

El gran lobo caminó con paso largo a través del páramo, sin reparar en el transcurso del tiempo. La luna se puso y el sol se elevó en el cielo, pero la gran criatura siguió andando con resolución. Por último, Erial llegó la zona donde había pasado la noche la Manada.

Desde allí, la pista conducía hacia el este. Husmeando ansiosamente, Erian evocó claras imágenes de cientos de añales y de cachorros, de un viejo macho que se mantenía con valentía a la altura de los otros, de una loba en celo. Y, por fin, su olfato sobrenatural identificó otro olor. El macho más grande parecía dirigir la Manada, pero Erian sabía que él era más grande y más fuerte.

Siguió la pista, todavía al paso largo. Intentando conservar sus fuerzas para el encuentro y sospechaba que la gran manada de lobos viajaría más despacio que él caminando solo. Y, en efecto, el rastro se fue haciendo cada vez más claro.

Los lobos habían tomado un camino ondulado, que los conducía a través de valles poco profundos y sobre sierras bajas. A veces cruzaban bosques o espesuras, mientras que otras caminaban por los páramos descubiertos.

Por fin llegó Erian a la cima de un monte bajo y vio a la Manada delante de él. Miles de lobos casi llenaban un pequeño valle, donde la Manada estaba vadeando un río poco profundo. Muchos lobos, habiendo hecho ya la travesía, se sacudían o descansaban en el otro lado. Otros se agitaban en el agua, nadando contra la débil corriente.

Los ojos inyectados en sangre de Erian brillaron con odio al buscar al gran macho entre los lobos. Por fin lo descubrió, tumbado cómodamente en la orilla más próxima.

Levantando la cara hacia el sol, Erian lanzó un largo aullido que resonó en todo el valle y atrajo la atención de todos los lobos hacia el gran animal plantado en la cima del monte. Erian aulló de nuevo, lleno de malignidad y de ansias de dominio, haciendo acobardar a los lobos.

Advirtió que el gran macho erizaba agresivamente los pelos y empezaba a moverse hacia adelante, pero nisiquiera esta actitud podía disimular su temor. Erian descendió la pendiente y se lanzó sobre él. Los otros lobos se apartaron de su camino y después se volvieron, interesados en contemplar la lucha.

Erian hizo una mueca de satisfacción. «Ahora, mis queridos lobos, ha llegado vuestro dueño», pensó.

De nuevo se despertaron temprano los compañeros, esta vez impulsados a la actividad por el soplo helado del aire de la alta montaña. En el desnudo cañón no había leña para encender fuego; por consiguiente, tomaron un desayuno frío y montaron a caballo.

Al hacerlo Tristán sobre el ancho lomo de Avalón, Brigit y otra amazona se acercaron a él.

—Ésta es Aileen —dijo la capitana—. Conoce muy bien estos valles. Propongo que se adelante para ver si hay señales del enemigo.

El príncipe vio que Aileen había cubierto su brilllante armadura con una túnica de lana de colores verde y castaño. En vez de lanza, llevaba un arco, además de su fina espada. Sonrió y saludó al príncipe con la cabeza al cruzarse sus miradas.

—Es una buena idea. Concierta una cita para noche, en lugares alternativos por si nos entretenemos.

El príncipe, se preguntó si el ejército de los invasores habría salido ya del valle de Myrloch. Tal vez ahora había alcanzado el camino de Corwell.

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