El pozo de las tinieblas (29 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

Durante todo el cálido día de verano, persiguieron al ejército de hombres del norte, ganando poco a poco terreno a la numerosa columna. Al anochecer calcularon que aquélla apenas les llevaba media jornada de ventaja. Pero todo el día de lucha y de marcha los habían agotado en extremo, y se vieron obligados a detenerse para pasar la noche.

Eligieron un bosquecillo de árboles de hoja perenne alrededor de un tranquilo estanque y se tumbaron con cansancio sobre el suelo. Poco después, cuando estaban descargando los caballos, un ciervo aterrorizado entró de pronto en la arboleda perseguido por los cinco perros. Keren, que nunca se apartaba mucho de su arco, disparó una flecha contra la desdichada criatura, y aquella noche todos comieron bien.

Debido a la proximidad de los hombres del norte, encendieron sólo una pequeña fogata y ocultaron cuidadosamente su resplandor con altas piedras. Pero sirvió para ahumar el resto de la carne lo bastante para que pudiesen llevarla con ellos. Robyn recogió algunas nueces y una variedad de grandes setas, de modo que volvieron a tener provisiones para varios días.

Tristán, a quien había tocado en suerte la guardia de en medio, durmió con tranquilidad hasta que Pawldo lo despertó para su turno. El príncipe subió a la peña que habían elegido como puesto de vigilancia y, resguardado a la sombra de otra roca grande para no ser visto fácilmente, empezó su guardia. Cada tanto se volvía, se estiraba e incluso se pellizcaba para permanecer despierto.

La luna llena se elevó sobre él, derramando sus rayos de plata e iluminando el bosque como la luz del día. Tristán hizo un rápido cálculo y advirtió que era el tercer plenilunio desde el Festival de Primavera. No era extraño que la luna brillase tanto esa noche: era el solsticio de verano, la luna más brillante de todo el año.

Durante una hora, paseó la mirada por los grandes peñascos que se alzaban a cada lado, por el frondoso tapiz verde que cubría los valles, o por la cinta de plata que alimentaba el estanque de más allá de su campamento. Recordando las palabras de Gavin, contempló el escenario con renovado aprecio. Entristecido, pensó en Gavin y se preguntó si volvería el herrero a ser capaz de abrir los ojos a la belleza de la región.

El solsticio de verano significaba, tradicionalmente, la celebración de un festival para su gente. Los druidas decían que, aquella noche, el poder de la diosa (el poder de toda vida sobre la tierra) latía con más fuerza. Tristán se preguntó si este año se celebraría el solsticio de verano en Caer Corwell. Parecía que hacía años que no veía su hogar, aunque en realidad sólo habían pasado unas semanas; pero el príncipe que se había apartado de su casa parecía ser una persona diferente, desconocida.

Se preguntó cuánto sabría su padre de lo acaecido en la mitad oriental de su reino. ¿Habrían llegado a Corwell mensajeros con la noticia de los invasores?

Su atención se centró ahora en los árboles que tenía delante. El solsticio, los amigos, el hogar, todo se borró de su mente al observar con atención el movimiento de las ramas de dos piceas gigantes. Acababa de ver que se movían, y no soplaba viento que pudiese causar aquella agitación.

Poco a poco, se deslizó de la roca al suelo y se maldijo cuando sus pies hicieron crujir algunas chinas. ¿Por qué no podía moverse, cuando lo necesitaba, de un modo tan silencioso como Daryth? El príncipe conservó la Espada de Cymrych Hugh en su vaina, temiendo que su reflejo llamase la atención si la desenvainaba.

Al caminar hacia adelante, tuvo la impresión de que cada pisada hacía que el crujido de las ramas secas o el susurro de las hojas muertas resonasen en el aire de la noche.

Antes de que llegare a las piceas, se separaron las ramas y un cuerpo enorme avanzó, resplandeciendo a la luz de la luna. En un principio, el príncipe pensó que el unicornio de la fortaleza de los firbolg había vuelto a ellos, pues el color blanco satinado de la piel, la orgullosa cabeza y los graciosos movimientos recordaban los de aquella poderosa criatura. Pero, al observarla mejor, vio que no tenía ningún cuerno y que era un poco más pequeña que el unicornio.

En realidad, lo que veía era el caballo más magnífico que jamás hubiese podido imaginar. El animal permaneció inmóvil, respirando despacio el aire calido del verano y mirando al príncipe con ojos grandes e inteligentes. Los ollares sonrosados se ensancharon ligeramente al acercarse Tristán, como si tuviera curiosidad en percibir su olor. Satisfecho este deseo, el gran caballo se adelantó y apoyó el belfo en el hombro del príncipe.

Tristán, pasmado, no se movió durante unos momentos; después miró al caballo con más atención. Era más grande que cualquiera de los corceles de las caballerizas de su padre, tenía ancho el pecho y largas y musculosas las patas. La crin y la cola eran blancas y muy pobladas.

Vacilante, preguntándose si el caballo lo dejaría montar, Tristán se agarró a la sedosa crin. Al ver que no ofrecía resistencia, saltó sobre el ancho lomo con un rápido y ágil movimiento. Conteniendo la respiración, esperó que la criatura retrocediese o se encabritase en señal de protesta. Pero el corcel permaneció quieto, respirando pausadamente, como si esperase una orden.

Sujetando con firmeza la crin con ambas manos, Tristán tocó los grandes flancos con los tacones, rozando apenas la suave piel. El caballo reaccionó como un cohete, saltando adelante con tanta rapidez que el príncipe casi perdió el equilibrio.

El caballo blanco galopó por el claro y atravesó el campamento. Tristán vio que Robyn se incorporaba sorprendida, al tiempo que los perros se despertaban y empezaban a ladrar. Con un tremendo salto, el corcel salvó el estanque y desapareció en el bosque. Una confusión de árboles, rocas y prados pasó por el campo visual del príncipe, mientras el caballo corría como el viento a través del espeso bosque. El príncipe no podía imaginarse cómo había podido el corcel encontrar un camino, pero pronto cabalgaron aún a mayor velocidad por un estrecho y serpenteante sendero.

Tristán gozaba al sentir el poderoso caballo debajo de él. Cada vez que éste saltaba un obstáculo, el príncipe contenía el aliento, casi temiendo que iban a volar por el aire. Y se preguntaba, aunque sin temor, adonde iban.

Sólo la presa desesperada que había hecho en la crin de aquella criatura lo mantuvo sobre su lomo, pues el caballo se movía con tal agilidad y aceleraba con tanta fuerza que muchas veces estuvo a punto de caer al suelo.

Por lo que podía deducir del confuso escenario que pasaba ante sus ojos, el caballo galopaba por un valle próximo a su campamento, que no era el que habían seguido los hombres del norte.

Por último, el magnífico corcel redujo la marcha a un trote y llevó al príncipe a través de un bosque de piceas hasta un claro lleno de flores en lo alto del estrecho valle. Al dar en él la luz de la luna, Tristán advirtió que se hallaba al descubierto en medio de un claro.

Entonces, la causa de sus temores se materializó en la forma de un jinete que salió de entre los árboles delante de él. Tristán hizo dar la vuelta al corcel, pero yio que otros jinetes se acercaban por su espalda. Al cabo de un momento, un grupo de soberbios caballeros, tal vez en número de veinte, había salido de entre los arboles y lo habían rodeado.

La brillante luz de la luna se reflejaba en los yelmos de plata y en las largas lanzas metálicas de los caballeros. Espléndidas banderolas ondeaban en las puntas de aquellas lanzas, pero ahora los hombres habían bajadosus armas y apuntaban con ellas al corazón del príncipe. Y este corazón a punto estuvo de estallar cuando los jinetes se fueron acercando despacio, con toda su atención concentrada en él.

Al detenerse el último de ellos bajo la luz de luna, Tristán vio que todos aquellos misteriosos caballeros montaban un caballo tan blanco y poderoso como el suyo.

Grunnarch empezó el viaje con los Jinetes Sangínarios, cabalgando al frente de la columna haciendo uso de su derecho como rey. Laric lo seguía y detrás él cabalgaban los demás Jinetes de capa de pieles, en ardua subida al puerto de Dynloch.

Cada cincuenta pasos encontraban, según lo prometido, el camino claramente marcado con un montón piedras. Estos hitos eran esenciales, pues las montañas eran aquí tan abruptas que, de otra manera, el sendero habría sido invisible. Valles laterales, cañones y vertientes escarpadas eran tantas otras trampas peligrosas para el viajero ignorante. Incluso con los hitos, los Jinetes Sanguinarios encontraron difícil el camino.

Durante la mayor parte de la ruta, se vieron obligados a desmontar y conducir sus corceles por estrechos pasadizos entre rocas o a lo largo de traidoras cornisas sobre estruendosos torrentes. Los pasos eran a menudo tan angostos que había que empujar a los caballos para que cruzasen.

Grunnarch maldecía contrariado al ver la lentitud con que avanzaba su ejército. Laric, mientras tanto, permanecía extrañamente silencioso e indiferente a las preocupaciones de su jefe. Grunnarch pensó, al mirarlo de reojo, que Laric parecía todavía más terrorífico que cuando había llegado a Cantrev Macsheehan. Los ojos del Jinete brillaban ahora con mayor salvajismo en las cuencas hundidas, y la pálida piel de su cara estaba todavía más tirante.

El Rey Rojo advirtió también que los caballos de Laric y de todos los Jinetes Sanguinarios se habían vuelto demacrados y esqueléticos. Sus costillas se marcaban claramente bajo la negra piel y sus ojos parecían empañados por alguna dolencia misteriosa. Sin embargo, estos síntomas de agotamiento no afectaban la resistencia de las monturas. En todo caso, los negros corceles de los Jinetes Sanguinarios parecían inmunes a la fatiga, al dolor y al miedo. Marchaban impasibles con sus dueños, pareciendo indiferentes a cuanto los rodeaba y a su condición.

Por fin, Grunnarch no pudo aguantar más y se detuvo junto al sendero, mientras la fila de Jinetes Sanguinarios pasaba despacio frente a él. Todos los hombres tenían la fúnebre expresión que tanto le había impresionado en el semblante de Laric. Aunque no podía aceptar el hecho, Grunnarch sabía en el fondo de su mente que los Jinetes Sanguinarios, orgullo de su ejército, habían escapado a su control y caído en las garras de algo mucho más poderoso e incluso más amenazador. Algo a lo que tal vez tendría que temer.

Cuando hubieron pasado los Jinetes, Grunnarch se incorporó a la columna y marchó al frente de los soldados de a pie. Maldiciendo su renuencia a enfrentarse con Laric, a acusarlo de un doble juego, el Rey Rojo prosiguió la marcha lleno de furia, dando patadas a todas las piedras que encontraba en su camino y tirando brutalmente de las riendas de su infortunado caballo.

Así pues, Laric fue el primero de los hombres del norte que llegó a lo alto del puerto de Dynloch y vió el largo y descendente camino del valle de Myrioch. Aquí, la senda se ensanchaba lo bastante para que los hombres pudiesen montar, y los caballos negros y los guerreros vestidos de rojo desfilaron entre las desnudas rocas batidas por el viento.

Se hizo de noche antes de que el grueso del ejército llegase a la cima. Grunnarch, que desconocía la táctica de montaña, no había ordenado a la columna que acampase temprano. Confusión y accidentes solían ser resultado de vivaquear tardíamente en un medio hostil. Sin embargo, la luna resplandecía y la mayor parte de los hombres pudieron resguardarse del viento aullador.

Pero la tropa pasó una noche muy incómoda.

Bajo la fría luz de la luna llena, Grunnarch se sentó delante de una pequeña fogata, preocupado por su ejército. Frustrado por el tiempo perdido en subir el puerto, consideró con profunda aprensión la extraña sensación de hechicería que ahora lo separaba de sus Jinetes Sanguinarios.

Una figura oscura salió de una abertura entre las rocas y se acercó. La ropa parda que envolvía su cuerpo revelaba que no pertenecía al ejército; sin embargo, había conseguido de algún modo pasar entre los centínelas sin que éstos diesen la voz de alarma. Grunnarch decidió que algún guardia pagaría esta negligencia y llevó la mano a la empuñadura de la espada corta que tenía debajo de su manto.

El personaje se sentó al otro lado del fuego y el rey vio que vestía las prendas sencillas de un hombre de bosques. Una capucha le ocultaba la cara, pero dos ojos brillaban malévolos debajo de aquélla. Reprimiendo un estremecimiento, Grunnarch miró fijamente al hombre.

—¿Quién eres?

—Soy Trahern, un druida del valle de Myrloch. Estoy aquí para mostrarte el camino.

El círculo de caballeros se cerró poco a poco alrededor del príncipe, el cual advirtió la bella y brillante armadura que protegía a cada uno de ellos. A pesar de las fuertes cotas de malla, los jinetes parecían pequeños sobre sus grandes caballos. Sin embargo se comportaban y blandían sus armas con la competencia natural de los profesionales.

—¿Quién eres? —le preguntó, en tono acusador, uno de los jinetes que tenía delante.

Entonces el príncipe se dio cuenta, sorprendido, de que el que había hablado era una mujer. Tenía una voz aguda, casi musical, que parecía extrañamente discordante con la dureza de su pregunta.

—¡Silencio, Carina! —dijo otro caballero, con voz de mando.

Pero también éste era una mujer.

Tristán permaneció inmóvil a horcajadas del gran corcel, observando cómo se acercaban los caballeros. La Espada de Cymrych Hugh pendía de su cinto, pero habría sido una locura desenvainarla.

Pensó en espolear el gigantesco caballo y saltar a través del anillo de jinetes. Pero uno de éstos, el que había impuesto silencio a Carina, se adelantó hacia Tristán. Mantenía la lanza levantada, sin amenazarlo con ella. El príncipe la miró y, con una parte de su mente, advirtió el trabajo exquisito de su armadura. Llevaba una espada fina al costado y un alto yelmo que acentuaba la delgadez extraordinaria de su cara:

Su caballo era casi un palmo más bajo que el semental que montaba Tristán, pero parecía tan ágil y musculoso como aquél. Un peto y unas láminas del mismo metal plateado que la armadura de las amazonas protegía las regiones vitales del caballo. El príncipe vio que la silla era grande y pesada, sirviendo de asiento seguro al jinete y de protección a los robustos flancos del caballo.

La estrecha visera del yelmo estaba levantada, y Tristán observó con interés la cara de la amazona. Tenía un rostro excepcionalmente delicado y de huesos pequeños, acentuado por un par de ojos castaños, grandes y luminosos, y enmarcado por unos mechones de cabellos dorados que salían del casco.

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