El pozo de las tinieblas (25 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

Laric tendió el brazo hacia adelante y su capa roja describió un arco a su alrededor. Detrás de él, cien frenéticos Jinetes salieron galopando hacia la comunidad siguiente.

En las ruinas del pueblo, el grueso de la fuerza de Grunnarch comió y bebió hasta bien avanzada la noche. Muchas de las esclavas, las jóvenes, sufrieron horriblemente, como objetos de placer en manos de los invasores.

La mañana siguiente, los hombres del norte embarcaron de nuevo y navegaron a lo largo de la costa para atacar otro pueblo de pescadores. Una y otra vez cayeron sobre las pequeñas y aisladas comunidades de los ffolk, incendiando, matando y tomando esclavas. Los Jinetes Sanguinarios cabalgaron incesantemente tierra adentro, avanzando en paralelo a la flota, mientras ésta navegaba hacia el sur, y gozando en llevar destrucción y muerte a todos los ffolk del interior.

Después de varias incursiones, la alarma cundió en todo el país. La noticia de las depredaciones viajó todavía más deprisa que los Jinetes Sanguinarios en su devastador avance. Las hazañas de los caballeros de capa escarlata superaron los horrores de sus paisanos que viajaban por mar. No podían cargarse de esclavos, por lo que los supervivientes de sus incursiones eran casi inéxistentes.

Sin embargo, al difundirse la voz de alarma, los hombres del norte encontraron abandonados los pueblos antes de su llegada. Los ganados y los objetos valiosos habían sido sacados de allí y los habitantes habían huido más hacia el interior.

Al encontrar una bahía grande y resguardada en el centro de la costa oriental de Corwell, Grunnarch ordenó que su flota varase en ella. Tal como se había proyectado, los Jinetes Sanguinarios se reunieron allí con el ejército. Se encargó a los hombres más viejos la vigilancia de los esclavos y de los barcos, mientras el resto de los guerreros se preparaban para la marcha.

Grunnarch sabía que era el momento de empezar la segunda fase del gran plan de Thelgaar.

—¿Dónde está Newt?

La pregunta de Robyn hizo que sus compañeros se detuviesen. Refrenaron sus monturas y miraron a su alrededor, dándose cuenta de que no había habido señales del pequeño dragón desde hacía un buen rato. No se arriesgaron a llamarlo a gritos, pues no podían exponerse a anunciar su posición.

—Debe de haber vuelto a su casa —presumió el príncipe—. Dondequiera que ella esté.

—Es todo un tipo —observó Keren—. Le débememos mucho.

—Ciertamente —convinieron los otros.

El diminuto reptil (Finellen lo describió como un dragón de cuento de hadas) les había salvado la vida con su oportuna «jugarreta».

—Pero ahora la comida nos durará un poco más —observó con tristeza Pawldo, contemplando sus alforjas casi vacías.

—Estaremos mejor sin él —dijo Finellen—. No se puede confiar en un dragón fantástico, cuando es invisible.

Al anochecer, salieron de los pantanos y encontraron un claro seco y herboso donde acampar. El terreno se había elevado un tanto en relación con las tierras bajas pantanosas, y pudieron mirar hacia atrás en la dirección que habían seguido en los últimos días.

—Mirad aquello —dijo Daryth, asombrado.

La imponente columna de humo todavía dominaba el cielo detrás de ellos.

—¿Cuántos firbolg creéis que hemos matado? —preguntó Tristán.

—Estoy seguro de que muchos; pero sin duda muchos otros escaparon —respondió Keren.

—Y todos nos estarán buscando —murmuró Pawldo, desmontando entumecido cuando se detuvieron para pasar la noche.

Decidieron no arriesgarse a encender fuego, y la cálida noche de verano hizo que no lo echasen en falta. Todavía tensos y nerviosos por el fuerte combate y la huida, se sentaron silenciosos en su herboso refugio. La luz de la media luna, en un cielo claro, los iluminaba y hacía que se sintiesen un poco más cómodos. El resplandor carmesí en el cielo de poniente daba un aspecto irreal al paisaje.

—Todavía no nos has dicho cómo llegaste a ser huésped de los firbolg —dijo Robyn, después de un largo silencio.

—Bueno, en realidad fue una tontería. Decidí seguir un atajo a través del valle de Myrloch, en mi camino a la costa. —Keren sonrió avergonzado—. A decir verdad, el camino era más largo, pero no podía despreciar la oportunidad de ver de nuevo Myrloch cuando estaba tan cerca.

»En todo caso, caí en una emboscada en cuanto crucé el puerto; varios de ellos me rodearon y me sujetaron. Sable saltó más de un ojo, pero estuvieron a punto de pillarlo también él.

—Fue una suerte que pudiese escapar. Fue él quien me habló de ti —explicó Robyn.

—Bueno, ¿no es un pájaro listo? —rió el bardo; pero se puso serio enseguida—. Os debo mucho y os doy las gracias. Mirad, ¡esto podría ser incluso el tema de una canción!

Keren se echó pensativo hacia atrás, tarareando una melodía.

La enana resopló. Rascándose la oreja con un dedo sucio, miró a su alrededor. Sus patillas temblaron de irritación.

—¿Sabéis una cosa? —dijo de pronto, y su rica voz femenina fue una incongruencia al salir de la poblada barba—. Por ser humanos... y un halfling..., no sois del todo malos. Me enorgullezco de haber luchado con vosotros.

Todos se dieron cuenta de que aquella sencilla declaración significaba mucho. Los enanos eran tradicionalmente reservados y altaneros frente, a las razas de vida más corta, y raras veces se dignaban intervenir en querellas humanas.

—Tu alabanza es un honor para nosotros —respondió Tristán—. También celebramos la ocasión que ha hecho que te tuviésemos por compañera.

—¿Dónde está tu gente? —preguntó Robyn—. ¿Vivís cerca de aquí?

—Los míos viven donde quieren, dentro de los límites del valle de Myrloch. Se da el caso de que este año hemos ido a residir en un confortable grupo de cuevas, pocos días al norte de aquí, en las Tierras Altas.

»Fue allí donde vimos señales de actividad de los firbolg. La región pantanosa de allá abajo no era un lugar tan malo en el pasado. Conocíamos la existencia de la fortaleza de los firbolg, pero nunca había sido un problema. Hace poco comenzaron a transportar carbón aquí desde las montañas, y fui enviada a investigar.

Ahora —dijo, riendo taimadamente entre dientes— podré decir a los míos que el problema ha dejado de existir.

—Tal vez una parte del problema —observó Keren—, pero no su esencia. Gwynneth está en terrible peligro, y la ayuda de tu gente sería de gran valor para frustrar esta amenaza.

—¡Oh, no! —repuso Finellen, con sorprendente vehemencia—. ¡No vamos a enredarnos en los problemas humanos! Mi madre solía decirme: «Si ves llegar a un ser humano, pronto te verás en dificultades».

»Tengo que daros las gracias por sacarme de aquella celda. Pero no esperéis que os saquemos nosotros de otro de vuestros terribles líos.

—Pero este problema no amenaza sólo a los humanos —arguyó Tristán—. Todos los ffolk pacíficos de Gwynneth, incluidos los del valle de Myrloch, están en peligro. ¿No podrías convencer de ello a los tuyos?

—¡Ni intentarlo! —replicó la enana—. Lo siento, pero éste es un problema que tendréis que resolver vosotros solos.

Aunque siguieron tratando de convencer a la terca enana, ésta se mostró inflexible. Acabaron por abandonar el tema, cuando la discusión empezó a agriarse demasiado.

Por la mañana, Finellen se había marchado.

Esta vez, Erian permaneció encerrado dentro del cuerpo del lobo durante muchos días. Sólo poco a poco volvió a adquirir su forma humana, en un proceso casi insoportablemente doloroso. Por fin se despertó muy tierra adentro, en una zona casi salvaje. Como otras veces, estaba desnudo y cubierto de sangre.

El horror atenazó su mente con dedos helados: ahora sabía que no podía volver al mundo de los hombres. Con sollozos de angustia y de miedo, caminó trastabillando por aquellos parajes deshabitados.

Durante semanas no comió más que lo que pudo agarrar con las manos. Nueces, bayas, gusanos e incluso ratones pasaron por su ansiosa boca. No le importaba el sabor ni el aspecto; sólo deseaba comida suficiente para mantenerse vivo. Una vez robó un pollo en una granja aislada, y fue lo mejor que había comido desde el momento de recuperar su cuerpo humano.

Se movió sin rumbo, o al menos así lo creía. Impulsado por el horror que consumía su mente, caminó tambaleante por tierras desiertas, dirigiéndose primero hacia el norte y después hacia el este. No prestaba atención a su situación, pero era guiado por un instinto más profundo que su conciencia.

Gradualmente, noche tras noche, la luna fue menguando y después creciendo poco a poco. Engordaba sobre su cabeza, pasando de casi invisible al cuarto creciente y a la media luna. Y todavía seguía creciendo. Detrás de ella vinieron las lágrimas de la luna, más brillantes y claras con cada noche que pasaba, y eran como un resplandeciente collar de luz.

Un miedo agotador lo atenazaba al acercarse la próxima luna llena. Sabía que sería el solsticio de verano, la luna llena más brillante del año. El efecto que tendría sobre él sólo podía presumirlo, pero todas sus presunciones le producían terribles pesadillas.

Varias veces resolvió quitarse la vida antes de que la pesadilla pudiese convertirse en realidad. Pero siempre le faltó valor. Impulsada por su miedo, la locura se fue apoderando de su mente. Siguió moviéndose, como hacia un destino desconocido que le hubiese sido impuesto por la mordedura de Kazgoroth.

Y cada noche la luna se hacía más grande.

—Sabes mucho, por haber estado toda la vida adiestrando perros de caza.

El comentario de Keren fue casual, pero Daryth se incorporó de un salto y miró fijamente al bardo.

—Sí..., he aprendido algunas cosas aquí y allá —dijo, encogiéndose de hombros.

La pequeña fogata creaba una isla de calor en el bosque fresco. Los dos hombres estaban sentados uno a cada lado del fuego. Tristán y Robyn habían ido a dar un paseo y Pawldo dormitaba dentro de una montaña de pieles.

—Es casi como si hubieses sido adiestrado en tu oficio por maestros, como, digamos, los que dan lecciones en la Academia del Sigilo, la escuela de espías del bajá de Calimshan.

Daryth guardó silencio unos momentos y luego rió entre dientes.

—Lo cierto es que has viajado mucho.

—Sí, asistí a la «escuela» del sultán. Fui entrenado como espía, o ladrón, o asesino; defínelo como mejor te parezca. Pero también he enseñado a corredores del desierto y a otros perros durante muchos años —añadió, a la defensiva.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

El bardo estudió con atención los ojos de Daryth al hacerle la pregunta. Por un momento, el calishita desvió la mirada.

—Huí del bajá, de la escuela, de todo. Tuve ciertas dificultades con el bajá sobre derechos a... ciertos bienes que había adquirido, y me hice marinero aquella misma noche. Corwell fue el primer puerto donde hicimos escala, y allí abandoné el barco.

El bardo hizo un gesto de satisfacción.

—Luchas muy bien. ¡Debiste de ser un buen alumno!

Daryth se echó a reír; después se puso serio.

—Mira, he luchado contra muchas cosas en mi vida, pero nunca lo había hecho por algo antes de ahora.

—Cierto —repuso el bardo—. Bueno, ahora estás luchando por Corwell.

Tristán y Robyn caminaron despacio en la noche fresca. Ninguno de los dos tenía ganas de dormir, al menos por ahora. Al iluminar la luna la cara exquisita de ella, el príncipe sintió el deseo de estrecharla en sus brazos, pero le faltó valor.

—Te portaste muy bien allá abajo —dijo Robyn, a media voz—. Si te hubiese visto, tu padre se habría sentido orgulloso de ti.

Tristán se detuvo, sorprendido por el cumplido. Recobró con presteza la voz, lo bastante para decir «gracias», y se volvió hacia la doncella.

Estaban en la orilla rocosa de un lago, contemplando un mundo que parecía no haber conocido nunca la violencia ni la muerte. La luna, en creciente y seguida de sus brillantes lágrimas, se hallaba próxima al cénit. Miles de estrellas, más de las que jamás había visto Tristán, resplandecían en el negro ciclo. Aunque su campamento y la pequeña fogata estaban sólo a pocos pasos de distancia, las rocas los ocultaban a la perfección. Por lo que podían ver, parecían estar tan lejos como Caer Corwell.

Tristán pensó de mala gana en su padre. El rey debía de estar terriblemente enfadado con su hijo, que se había marchado en mitad de la noche, abandonando el mando de la compañía que él le había conferido.

—Todos nos hemos portado bastante bien —dijo el príncipe—. Pero, si mi padre estuviese aquí, seguro que me reprocharía algunos errores —añadió, sin tratar de disimular su amargura.

—¡No seas tan duro con él! —replicó Robyn, sorprendiéndolo con su intensidad—. ¿Por qué tenéis que estar siempre disputando? La culpa no es sólo tuya, pero ninguno de los dos quiere admitir que el otro puede tener una opinión diferente.

—No sé por qué lo hacemos. Él siempre ha querido que fuese el mejor en todo lo que hago... y tal vez hago algunas cosas que le disgustan. ¡Pero no quiero ser su siervo!

—No creo que él quiera esto —dijo ella, suavizando su expresión con una amable sonrisa—. Creo que lo único que quiere es que su hijo sea un buen príncipe de los ffolk. Y si hubiese estado hoy con nosotros, ¡sabría que lo eres!

La alabanza de Robyn sofocó todas las otras emociones. Tristán sintió que sería capaz de luchar contra un firbolg con las manos desnudas si ella hubiese de sonreírle después.

—También te necesitamos a ti —dijo—. Fue notable la manera en que comprendiste al unicornio.

Ella sonrió.

—Cuando ocurre algo así, me sorprende que nadie más pueda oírlo... ¡El mensaje era tan claro! Fue como si estuviesen profanando el suelo debajo de aquel edificio; pude sentir el mal que había allí, y me sorprendió que vosotros no lo vieseis.

—Robyn —empezó a decir con torpeza el príncipe.

Se volvió a la doncella y le tendió los brazos. Sus miradas se encontraron y ella se apoyó deliberadamente en él hasta que se unieron sus labios. No había indecisión en aquel beso. Era como si cada instante de sus vidas separadas hubiese tendido a este momento. Él la atrajo hacia sí y la sangre hirvió en sus venas al sentir el cuerpo de ella contra el suyo. Ella le correspondió con vehemencia y, por un instante, los nervios y los músculos y los huesos de los dos parecieron confundirse... Entonces, Robyn empujó con suavidad a Tristán para desprenderse de él.

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