El pozo de las tinieblas (21 page)

Read El pozo de las tinieblas Online

Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

—Va bien. Sigue subiendo. Casi has llegado.

Pronto sintió una presencia cerca de él y Daryth alargó las manos y tiró de él hacia un lado. Con enorme alivio, Tristán se dejó caer sobre una estrecha cornisa junto a su amigo.

Sin decir palabra,Tristán ordenó a sus brazos que dejasen de temblar. Estos le obedecieron poco a poco, y entonces se dio cuenta de que un débil resplandor se filtraba desde arriba. Robyn se había reunido ya con ellos en la cornisa cuando el príncipe distinguió vagamente una reja de metal sobre sus cabezas.

Por último ascendió Pawldo, gruñendo y maldiciendo en voz baja todo el rato. De mala gana se abstuvo de discutir al encontrarse con sus compañeros en la cornisa. Como medida de precaución, habían apagado todas las antorchas antes de subir. Por esto se hallaron ahora en una oscuridad casi total. Sólo aquel tenue y misterioso resplandor iluminaba la pesada reja de hierro sobre sus cabezas.

—¿Podrás deslizarte a través de aquella reja? —preguntó Robyn en un débil murmullo.

Pawldo asintió con la cabeza y pasó sin dificultades entre las barras de metal. Los humanos apenas podían distinguir desde abajo la forma de su pequeño camarada.

—Ahora busca la manera de abrirla —ordenó Daryth, de nuevo en un murmullo casi inaudible.

Mientras esperaban en la oscuridad, oyeron sus suaves pisadas sobre la reja; entonces unos dedos hábiles encontraron un par de pequeños cerrojos, y ahora oyeron el sonido del metal resbalando sobre la piedra.

—¡Empujad! —ordenó Pawldo.

Los tres humanos se irguieron y empujaron la reja. Poco a poco, ésta se elevó permitiéndoles subir al piso superior. Al dejar de nuevo la reja en el suelo, ésta resonó ruidosa e inesperadamente contra el suelo de piedra. Tristán lanzó una exclamación y, enseguida, todos callaron, como petrificados, escuchando por si se producía alguna reacción. Ningún sonido rompió el silencio del oscuro pasadizo. Por último, empezaron a respirar de nuevo y colocaron sin ruido la reja en su lugar.

Los ojos de Tristán, acostumbrados a la casi total oscuridad anterior, le permitieron ver con bastante claridad en el pasadizo débilmente iluminado. Advirtió que se hallaban en medio de un ancho corredor. La reja del suelo parecía ser una especie de desagüe, pues unos canales a ambos lados del pasillo llevaban una corriente continua de agua hacia el túnel. Las paredes, el techo y el suelo eran todos ellos de piedra lisa, y la obra, aunque tosca, parecía muy sólida.

El corredor tenía unas cinco varas de ancho por cuatro de altura. La única iluminación era una luz en un extremo del pasillo, que parecía proceder de muy lejos, como si tuviese que doblar varias esquinas antes de llegar a ellos.

—Echemos un vistazo —sugirió Tristán, señalando con la cabeza en la dirección de la luz.

Los otros estuvieron de acuerdo, y retomaron su formación original, ahora sin antorchas. Caminaron cautelosamente con Tristán y Robyn en cabeza de la marcha. Pasaron por delante de un corredor oscuro que se dirigía hacia la derecha y después por delante de otro, pero convinieron tácitamente en seguir adelante.

Un ronquido que resonó en el segundo pasillo lateral cuando ellos acababan de pasar los hizo girar en redondo en dirección al sonido. Daryth y Pawldo se agacharon para ocultarse en las sombras del corredor.

Unas fuertes pisadas anunciaron la aparición de un encorvado firbolg. Éste entró en el corredor y se quedó parado, tambaleándose de un lado a otro. De pronto, lanzó un tremendo eructo y pestañeó al ver a Tristán y Robyn plantados delante de él.

Era evidente que el firbolg, que olía fuertemente a alcohol, estaba borracho. Pero ello no evitó que la repugnante criatura, con un gruñido y un juramento ininteligible, saltara hacia Robyn con un puño levantado.

Tristán sacó con presteza su cuchillo y lo dirigió hacia arriba, contra la mano del firbolg. Al mismo tiempo, una figura salió de la sombra y se lanzó contra el costado de aquél. Brilló una daga y, de pronto, brotó un chorro de sangre del cuello de la criatura, que se derrumbó sin ruido en el suelo.

El príncipe miró pasmado a Daryth, dándose cuenta de que su amigo había matado al firbolg de un solo tajo, cortándole el cuello por sorpresa.

—¡Rápido! ¡Escondámoslo! —dijo Pawldo en tono apremiante—. Metámoslo en el canal.

Arrastraron el pesado cuerpo hacia un lado y lo ocultaron lo mejor posible en la oscura depresión. Cuando siguieron andando hacia la fuente invisible de la luz, Tristán advirtió que Robyn se acercaba a él un poco más que antes.

Se aproximaron a la esquina y se detuvieron, observando que la luz era ahora más brillante, como si viniese de detrás de la esquina siguiente.

—Quedaos aquí —dijo Daryth.

Todos lo obedecieron mientras él avanzaba en silencio y se tendía en el suelo para mirar más allá de la esquina. Al cabo de un momento, volvió junto a sus amigos.

—Hay una gran puerta de hierro en la pared —explicó—. Tiene un buen cerrojo, pero yo podría abrirlo. Ah, y hay un gigante dormido en una silla junto a la puerta.

—Lo habías olvidado —gruñó Pawldo.

—Podría ser una celda —murmuró excitada Robyn—. ¡Apuesto a que Keren está allí!

Avanzaron poco a poco y se asomaron a la esquina. A unos seis pasos de distancia, un firbolg repantigado en una enorme silla roncaba satisfecho. Había una jarra grande a sus pies y una antorcha humeante ardía sobre un soporte encima de la silla.

Junto al firbolg estaba la puerta que había descrito Daryth y que parecía ciertamente formidable. La plancha de hierro negro y mate, provista de pesados cerrojos, pendía de tres macizos goznes también de hierro. En el centro de la puerta había una pequeña cerradura.

Daryth se deslizó sin ruido por delante del dormido firbolg, mientras sus compañeros observaban su avance sin respirar. El calishita se agachó y pareció buscar algo en su cinturón. Al cabo de un momento sacó un objeto de metal de forma rara y lo introdujo en el ojo de la cerradura.

El seco crujido del pestillo resonó de pronto en el corredor, y el guardián dormido gruñó y chasqueó los labios. Daryth llevó la mano a su daga, pero el firbolg se hundió de nuevo en su profundo sueño.

Muy despacio, el calishita tiró de la puerta. Los goznes chirriaron cuando ésta empezó a abrirse hacia afuera. Tampoco esta vez se despertó el firbolg y pronto estuvo la puerta lo bastante abierta para que todos pudiesen ver el interior. La antorcha iluminó la habitación, que evidentemente no era una celda.

La débil luz de la antorcha iluminó la cámara con brillantes destellos de colores. Había monedas de oro tiradas en el suelo, y brazaletes con piedras preciosas reflejaban todos los colores del arco iris. Cálices de cristal y espadas de acero estaban esparcidos en desorden por la estancia, como si alguien los hubiese dejado allí olvidados.

Tristán estimó que aquello representaba una fortuna más grande que la que se conservaba en las arcas del tesoro del Alto Rey. Y allí estaba, encerrada en un calabozo de los firbolg.

Groth estaba de pie sobre el bajo montículo, observando el duro trabajo de los firbolg, de sus firbolg. Una columna de veinte de ellos desfiló estoicamente por delante de él. Cada uno llevaba sobre la cabeza un cesto que contema unos doscientos kilos de carbón. Con fría determinación, los firbolg caminaron por el sendero que se adentraba en la espesura del terreno pantanoso.

Sonriendo, si es que la mueca de una boca desdentada podía llamarse sonrisa, Groth bajó del montecillo y siguió a la columna por el sendero. Había decidido supervisar también la otra parte de aquella operación.

Pronto llegó la comitiva a la orilla de un fangoso estanque. La suciedad del agua había sido pisoteada y mezclada con el barro, y todas las plantas a menos de una docena de pasos del estanque estaban rotas y muertas.

Una vez allí, los firbolg vaciaron sus cestos de carbón en el agua, y volvieron a las minas por el mismo camino.

Cuando aquéllos se hubieron marchado, Groth se quedó solo y admiró su trabajo. Los pedazos de carbón burbujeaban y silbaban al hundirse en el agua, disolviéndose rápidamente en una espesa nube de polución. Groth podía ver cómo el agua encantada y pura del Pozo de las Tinieblas se iba enturbiando poco a poco por una suciedad siempre en aumento. Cada día, al caer el carbón en el agua, se acrecentaba la violencia de la reacción.

La mente oscura de Groth calculó las posibilidades. Aunque había asumido el gobierno de los firbolg por su astucia, destacarse en astucia entre los firbolg no demostraba gran cosa.

Sin embargo, Groth sabía que Kazgoroth estaría satisfecho.

Recordaba su miedo cuando la Bestia había surgido del Pozo de las Tinieblas en la noche del Equinoccio de Primavera. Kazgoroth había ordenado al tembloroso firbolg que alimentase el pozo con carbón, como habían hecho los firbolg en siglos pasados en respuesta al mandato de su señor. Antes del invierno volvería Kazgoroth al Pozo de las Tinieblas, y Groth cuidaría de que estuviese preparado.

Su mente astuta —astuta para un firbolg— le había inducido a dividir la obra en dos trabajos: primero, recogían una gran cantidad de carbón de las minas de todo el valle. Después pasaban a la segunda fase: arrojar el negro y polvoriento carbón a las fétidas aguas del Pozo de las Tinieblas, a razón de varias toneladas cada día.

Groth advirtió que el sol se había hundido por debajo del nivel de las copas de los árboles. Se volvió y se encaminó pesadamente hacia el templo, ansioso de cerrar la pesada puerta detrás de él antes de que se hiciese de noche.

En conjunto, Groth se sentía complacido, en realidad muy complacido. Sus firbolg trabajaban con diligencia para contaminar el pozo. Tal vez ya era hora de que tuviese su recompensa.

Un hilo de baba espesa brotó de los abiertos labios de Groth, al considerar la posibilidad de una diversión. Desde luego, no podía matar todavía al unicornio; no comprendía por qué la Bestia le había dicho que lo capturase, pero no se arriesgaría a desatar la cólera de Kazgoroth matándolo sin su autorización. Sin embargo, había otro prisionero cuya muerte —una muerte espantosa en el Pozo— le produciría gran satisfacción. Sí, así sería. Groth se lamió los labios, ilusionado.

Ya era hora de que muriese el bardo.

La luz vacilante de la antorcha se reflejaba en monedas de oro, brazaletes de plata con gemas incrustadas, y otras mil formas de riqueza. Robyn contuvo el aliento, asombrada, y Tristán no pudo reprimir un débil silbido. Mientras tanto, Pawldo corrió sin hacer ruido y se metió en la cámara del tesoro antes de que los otros pudiesen reaccionar.

Tristán maldijo entre dientes y apercibió su espada para el caso de que el dormido firbolg se despertase. Pero éste no dio señales de salir de sus ruidosos sueños. Antes de que el príncipe pudiese impedírselo, Robyn se deslizó a su lado y también entró en la habitación. Suspirando resignado, el príncipe observó al guardián por si hacía algún movimiento alarmante.

A través de la puerta, pudo ver que Pawldo se arrodillaba en medio de un gran montón de monedas y de joyas. Sus ágiles dedos tomaron y rechazaron un objeto tras otro, hasta que encontró algo que valía la pena de guardar en su mochila. El saco de cuero se hizo rápidamente pesado con las cosas valiosas que metía en él.

Daryth y Robyn caminaron despacio por el interior de la estancia, pasmados, sin tocar nada. Por último, Tristán no pudo contenerse más y siguió a los otros a la cámara del tesoro.

Daryth se arrodilló y tomó una vaina curva de la sombra. Su vulgar superficie de cuero contrastaba con el valor de su contenido, una resplandeciente cimitarra. Viendo que Robyn llevaba todavía el garrote de roble, se inclinó en una profunda reverencia y le ofreció el arma. Ella miró hacia abajo, considerando la oferta, pero sonrió con timidez y sacudió la cabeza. Entonces el calishita guardó el arma en su propio cinto. Por la facilidad que había demostrado al desenfundar la hoja, quedó bien claro que no era un neófito en el empleo de la cimitarra. Teniendo ésta a punto, volvió sin ruido hacia la puerta para vigilar al firbolg.

Robyn se arrodilló de pronto y tomó un gran aro de plata. Tristán lo reconoció como una torque, un ornamento druida que se llevaba alrededor del cuello. La doncella se echó atrás los cabellos, abrió el cierre del aro y ciñó éste a su cuello. La plata resplandeció fríamente sobre la piel morena.

Tristán, perturbado por la visión de Robyn, desvió los ojos hacia el tesoro que tenía a sus pies. De pronto, algo le llamó la atención.

—¡Mirad! —murmuró con voz ronca, casi gritando—. ¡Aquí está el arco de Keren!

El arco largo del bardo era en verdad inconfundible. La madera negra y pulida de un arco alto como un hombre lo diferenciaba de cualquier otra arma. El príncipe recordó la descripción que de él le había hecho el bardo, diciendo que había sido tallado de una rama del tejo de Calidyrr. Era uno entre una docena que había confeccionado el arquero del Alto Rey.

Levantó con cuidado el arma, advirtiendo que el carcaj del bardo, con una docena de flechas, estaba también todavía allí. Al levantar el arco, Tristán distinguió algo pardo y opaco que ofrecía un vivo contraste con el brillante metal que lo rodeaba.

El príncipe se arrodilló y vio que era un pomo de cuero, casi enterrado bajo una montaña de monedas. Apartó las piezas de oro y plata a un lado, como si no tuviesen la menor importancia. Y, aunque no habría podido decir por qué, toda su atención fue atraída por otra pieza de cuero basto y sin el menor adorno. Levantó una sucia y raída vaina de entre las joyas. De ella sobresalía una empuñadura antigua ya gastada.

Con rápido ademán, el príncipe agarró el puño y desenvainó una larga espada de plata. Lanzó en voz baja una exclamación de pasmo al ver que brillaba con luz propia, con una luz cuya pureza superaba a la de todos los demás tesoros de la cámara.

Poco a poco, levantó la espada, sintiendo que el contorno de la empuñadura se adaptaba perfectamente a la palma de su mano. La hoja tenía grabados un blasón y un lema en escritura antigua. Por más que aguzó la vista, no pudo interpretar las palabras. Sin embargo, su aspecto le dijo que ciertamente se trataba de un arma muy antigua. De pronto, el dormido firbolg lanzó un bufido fuera de la puerta de la cámara.

Kamerynn paseaba inquieto por el sucio corral, resoplando y piafando. Unas paredes de piedra se alzaban a cada lado hasta una altura de más de nueve varas; ni siquiera las poderosas patas del unicornio podían saltar semejante barrera. La puerta había sido construida con varias planchas de madera y era demasiado sólida para romperla.

Other books

Legacy by Molly Cochran
Italian Romance by Jayne Castel
Long Time Coming by Bonnie Edwards
One Tuesday Morning by Karen Kingsbury
Smart Women by Judy Blume
The Ice Marathon by Rosen Trevithick
Bound Together by Eliza Jane