El problema de la bala

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Authors: Jaime Rubio Hancock

Tags: #FA

 

El problema de la bala
Jaime Rubio Hancock
Edición Librodenotas

Colección
Miradas LDN
Texto:
Jaime Rubio
Portada:
Óscar Villán
Imagen de cubierta:
Niño enmascarado sosteniendo un rifle
, A. Phillips, c. 1900, del
Powerhouse Museum Collection
.
Asociación Comunidad Librodenotas, diciembre de 2012
librodenotas.com
Licencia
Creative Commons
(Reconocimiento – No comercial – Sin obras derivadas)

NO IMAGINABA TANTO REVUELO...

NO IMAGINABA TANTO REVUELO cuando me disparé en la cabeza con la pistola de mi padre. Reconozco que fue desagradable, no tanto para mí, sino para mis propios padres, que al entrar en la habitación se encontraron la cama y la pared manchadas de sangre y de trozos de mi cerebro.

En cuanto les vi, ya temía sus recriminaciones, sus “¿y ahora quién va a limpiar eso? Tu madre, ¿no?” Por no hablar de las quejas acerca de mi condición de niño malcriado que espera vivir de papá y de mamá hasta los cincuenta, con veinte años y aún pidiendo la paga, y esperando que te planchen las camisas y te hagan la cena, a ver cuándo terminas de estudiar y te pones a trabajar, ni que los estudios fueran a servirte para algo.

Pero no. No hubo quejas ni reproches. Mi madre ahogó un grito y se agarró al marco de la puerta, mientras mi padre repitió varias veces la frase “voy a llamar a una ambulancia”, antes de efectivamente hacerlo.

Cuando llegó, ya no se podía hacer nada por mí. O eso dijeron. La doctora comentó la posibilidad de poner masilla al agujero, mientras el enfermero opinaba que primero había que sanear, que si no, luego se embozaba todo. Un vecino curioso aprovechó el desconcierto inicial para colarse en casa a cotillear y explicó que los agujeros en la cabeza eran malos de tapar y que lo mejor era usar algo de cemento.

Poco después, llegaron los policías, para mi decepción, de paisano. Uno mayor y muy delgado, y otro más joven y tirando a tripón. No sólo parecían una pareja cómica, sino que de hecho lo eran. En verano iban por las fiestas de los pueblos contando chistes. Aun así y a pesar también de la presencia de mi madre, aún agarrada al marco de la puerta, no dudó en soltar un insensible y desconsiderado “está muerto” nada más verme.

—Ah, coño, por eso no respiraba —exclamó la doctora, con cierto alivio—. Nosotros no hemos sido, ¿eh? Ni le hemos tocado, siquiera.

—Víctor, aquí hay una pistola —avisó el mayor, sujetando el arma con un pañuelo.

—Una pistola, un agujero en la sien, una bala alojada probablemente en el cerebro (aunque esto ya son conjeturas), sangre... No hay duda. Se ha suicidado.

—No veo ninguna nota.

—No, no la hay.

—Muerto, claro —le decía la doctora al enfermero—. No sé cómo no he caído antes. ¿Tú no te habías dado cuenta?

—Qué va, sólo me he fijado en el agujero. Entonces no tendrá pulso ni nada, ¿no? Y yo que quería ver cómo se miraba eso del pulso.

—¿Qué le van a hacer? —Preguntó mi padre.

—Lamentablemente, creo que está bastante claro —dijo el mayor.

—O debería estarlo. Al cuartelillo —añadió el joven, procediendo a esposarme.

Mientras los dos policías se me llevaban ensangrentado y a rastras, mi madre se echó a llorar y mi padre la abrazó, intentando reprimir el temblor de sus propios brazos. No te preocupes, todo se arreglará, si esto sale con un poco de lejía; ya limpiaré yo, si eso; ahora no te preocupes, descansa.

La doctora y el enfermero también salieron de la casa, sin despedirse, enfrascados en una discusión acerca de los mejores métodos para identificar cadáveres.

—Dicen que si los pellizcas...

—No, hombre, eso es para las pesadillas.

—Pero ¿cómo sabes si alguien tiene pesadillas?

—Porque se mueve mucho y pone cara de miedo. Entonces le pellizcas y ya está.

—¿Ya está qué?

—Pues que ya está, no sé, eso me dijeron. Imagino que se acaba la pesadilla y se convierte en un sueño agradable.

—Hoy he soñado que me comía un pastel enorme.

—Qué suerte.

—No creas, he despertado empachada y he vomitado.

Al llegar a comisaría, los policías me metieron en una sala para interrogarme. Era la clásica sala de interrogatorios con su su grabadora sobre la mesa y su cámara de vídeo en una esquina del techo.

—¿Lo hiciste tú?

—Vamos, confiesa, seguro que encontramos tus huellas en el arma.

—¿Fue por dinero?

—¿Qué has hecho con la bala?

—¿Te ayudó alguien o trabajas solo?

—No tienes escapatoria. Si confiesas, podremos ayudarte. Si no lo haces, encontraremos de todas formas pruebas de que eres culpable, porque lo eres, y nos veremos obligados a ser muy duros contigo.

—Podemos ser muy duros.

—Yo una vez le di una patada a un sospechoso.

—Sí, lo hizo, yo lo vi.

—Bueno, en realidad le pisé.

—Pero no le pediste perdón.

—Sí, sí lo hice.

—¿Lo hiciste?

—Claro, ¿por quién me tomas? Lo primero es la educación.

—Ya, pero hay que ser duros.

—Se puede ser duro y educado.

—No sé, supongo.

—No me lleves la contraria delante de los sospechosos, te lo he dicho mil veces.

—No te llevo la contraria, sólo te digo que no sé.

—Es lo mismo.

—No es lo mismo.

—Bueno, lo que tú digas.

—En fin, ya veo que no quieres hablar.

—¿Me lo dices a mí?

—No, a él.

—Ah.

—En fin, decía, ya veo que no quieres hablar.

—Mala idea.

—Malísima.

—Pésima.

—Hablar es muy bueno.

—Y tanto, mi compañero y yo teníamos problemas, pero los solucionamos hablando.

—Porque nuestro principal problema era la falta de comunicación.

—Pero lo hablamos.

—Y se solucionó todo.

—Le dejé claro que no me gustaba esa manía suya de pegarme un puñetazo en el ojo cada vez que se enfadaba con el jefe.

—Y yo entendí que aunque no pueda pegar al jefe, eso no me da derecho a pegarle a nadie en el ojo para aliviar mi frustración.

—Así que ahora me pega en el hígado.

—Y todo está arreglado: yo tengo una vía de escape para todas mis frustraciones y a él le dejo la cara en paz.

—Es una solución de compromiso.

—Yo cedo un poco y él también.

—Pero ya vemos que tú no te animas, ¿eh?

—Pues vas a pasar la noche en una celda. A ver si cambias de idea después de pasar una noche entre camellos y maricones.

—¿Ser maricón es delito?

—Sí, ¿no? Yo he arrestado a tres.

—Bueno, ahora lo comprobamos.

Cuando me arrastraron, camino de una celda, vi a mis padres, que se habían presentado en comisaría. Ella, con una bata de boatiné y rulos especialmente comprados para la ocasión, luciendo zapatillas de felpa y varices como boas; él, con uno de los trajes chaqueta de mi madre. Las prisas, las prisas.

En cuanto me vieron, se abalanzaron sobre nosotros, exigiendo que me soltaran y pidiendo explicaciones. Soltarme, me soltaron, pero en sentido literal, y me di de bruces contra el suelo mientras discutían acerca de mi futuro, que al parecer estaba lleno de no sabemos nada y de lo tendrá que decidir el juez. Lo único seguro era que pasaría la noche en el calabozo.

—Todo apunta a que se ha suicidado. Lo malo es que tampoco quiere hablar y no es bueno guardárselo todo dentro. Al final reventará. Físicamente. Se han dado casos. Si no hay novedad, mañana se presentarán cargos. Concretamente, dos sacos de maíz y uno de harina de trigo, de los grandes. Luego ya tendrá que ser el juez quien diga si va a prisión preventiva o si puede volver a casa.

—Necesitarán un abogado, eso es seguro.

Mi madre se echó a llorar y mi padre abrazó y consoló a un perchero –las gafas, las gafas. Nuestro hijo se ha suicidado, hay que ver. Eso han sido las malas compañías. Como pille a sus amigos, ya verás. Siempre con esas ideas extrañas, visitando exposiciones de arte contemporáneo, bebiendo vino blanco, suspirando por mujeres sofisticadas a las que hay que regalarles primeras ediciones de poemarios en francés. Si ya se lo decía yo, céntrate en el fútbol y olvida los estudios. Anda que no se gana dinero en el fútbol. Sobre todo si no hay más acertantes de quince, que si toca repartir, la cosa queda en nada.

El perchero dijo, no, si tiene usted razón, pero debería comentárselo a su señora. Oí cómo mi padre se disculpaba con él e intercambiaban su dirección de correo electrónico, mientras a mí me recogían del suelo.

Pasé la noche en la cárcel, compartiendo diez metros cuadrados con dos vendedores de marihuana, un ladrón de coches y un banquero al que habían sorprendido concediendo un préstamo. A los homosexuales los sacaron a las dos de la mañana, pidiendo disculpas y alegando haberlos confundido con “alguna otra clase de punkis”.

A mí no me afectó lo más mínimo, pero sin duda la compañía era poco recomendable. Al fin y al cabo, se trataba de gente agresiva que no estaba allí precisamente por haber ayudado a ancianitas a cruzar la calle, al menos no sin robarles el bolso justo después. Sobre todo el banquero. A veces se oían frases sueltas que parecían preludiar una pelea, frases como “¿tiene usted un cigarrillo? Bueno, perdone, antes de nada, ¿le molesta que fume?” O “qué calor hace aquí, ¿no les parece?” “Pues no, no me lo parece, yo estoy bien”. A veces incluso tenía que intervenir alguno de los policías al cuidado de las celdas. “No quiero follones, ¿eh? No quiero follones. Al que no se acabe la leche, le meto en la celda de castigo”.

Un farol, porque yo no me la acabé y no sufrí ningún tipo de represalia.

Atendiendo a las recomendaciones de la policía, mis padres llamaron a un abogado. Sacaron de la cama de un político corrupto a Salvador Bienvenido, dueño de un bufete con diez socios, treinta licenciados y ochocientos cuarenta y siete becarios que trabajaban a cambio de cordeles para colgar chorizos. Bienvenido era uno de los abogados más reputados del país, aunque nadie sabía de qué país se hablaba cuando se comentaba este dato. Había defendido a empresarios que habían convertido selvas en desiertos y cobraban entrada por visitarlos, a policías que habían asesinado con un hacha a viejecitas avaras, a banqueros sin documentos comprometedores con los que chantajear a la justicia. Y siempre había salido victorioso. Sus clientes no, porque por no salir, no salían ni de la cárcel. Pero él tenía tanto dinero que... Tanto dinero que...

Ahora no se me ocurre una comparación lo suficientemente efectista. Tenía un porrón de dinero. Estaba forrado. Vamos, una pasta que te cagas.

Aparte de ganar dinero, no había hecho mucho más en su vida: se había casado un par de veces y llevaba veintidós años a punto de acabar la carrera de Derecho. Apenas le quedaban diecisiete asignaturas obligatorias, doce optativas y todas las de libre elección. Pero bah, como él no dudaba en explicar, lo importante en la abogacía es la práctica, que es donde se aprende todo, además de la libre disposición de una cantidad de dinero suficiente como para sobornar a todo el Colegio de Abogados. Dinero o chucherías: como era un colegio, estaba lleno de críos.
[1]

Tenía tanto dinero que… No, tampoco, falsa alarma.

En todo caso, el día después del arresto, mis padres se presentaron en comisaría con el abogado Bienvenido, sólo para enterarse de que tendrían que esperar unas horas a que terminara la autopsia antes de saber si se iban a presentar cargos y si podría o no irme a casa.

Porque sí, me hicieron la prescriptiva autopsia para muertes sospechosas. Unos diría que enfermeros me llevaron a un hospital, me desnudaron y me tendieron sobre una especie de cama metálica. Al poco rato, entró un médico, con su bata blanca y poniéndose unos guantes de goma blancos. Entró tranquilo, canturreando, pero al verme tendido en medio de la sala soltó un gritito muy agudo.

—Joder, me cago en la puta hostia de los cojones, podrían avisar. Encima vengo de comer... Qué asco... Está... Aj, está muerto. ¡Este chico está muerto! ¡Que alguien llame a un médico! ¡Aquí hay un... ! Un momento, ahora que caigo, igual...

Se acercó a mí, procurando no mirarme y cogió con la punta de los dedos una carpeta marrón que había en una mesilla que estaba a mi lado.

—No, mierda, no, otra autopsia no. Joder, quién me mandaría a mí meterme a forense, con el asco que me dan las cosas muertas.

Se puso la mascarilla, mientras se le saltaban las lágrimas de la rabia, y encendió una grabadora para ir registrando los detalles.

—En fin, soy el doctor Doctor... Coño, ahora que lo digo en voz alta, ya sé de qué se ríe la gente. Je je... Doctor Doctor. En fin. Soy el doctor Bis... Je je... Perdón. Soy el doctor Doctor y voy a proceder a realizarle la autopsia a un varón de 21 años que al parecer está muerto y huele como el puto culo, joder, qué asco, de verdad. Tiene la piel de un color ya tirando a feo y un agujero aún más feo en la cabeza, a la altura de la sien izquierda. No, derecha, su derecha. Siempre me lío con estas cosas. Hay sangre seca. También me lo podrían haber traído limpio, digo yo. Hay restos de un polvo negruzco que guardo para analizarlo. Que le den por culo a Núñez. Puto vago, no hace nada en todo el día. Pues ahora te jodes y analizas esto. Mierdas, que eres un mierdas. Los ojos los tiene en su sitio. Dos caries y algo de sarro.

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